18.10.17

Mi novela

La novela que estoy escribiendo está creciendo a expensas mías, a mis espaldas quizá, me dicta frases enteras cuando estoy ocupando en otros asuntos, hace que me cruce con personajes a los que no he metido mucho en faena narrativa y me saludan como solicitando más papel o reclamando que los retire. De ella, de la novela, tengo la sensación de que no es mía en absoluto. Debe ser por el tiempo que transcurre entre los días en que me siento y me explayo y la voy cerrando por un lado y abriendo por otro, según la consistencia o la fragilidad de la trama. Tengo a veces la secreta convicción (hoy impudorosamente manifiestada) de que la acabaré sólo por sentir que he sido capaz de concluir todo lo que hace un par de veranos pensé sobre un tipo que no es un voyeur al uso, ni siquiera uno accidental y disculpable, sino uno convencido de que es un privilegiado siendo como es y que la suya es la mejor vida de todas las posibles, la que bendijeron los astros, la más prolija en riesgos, de los que sale indemne y a los que acude cuando no tiene nada que ver, cuando el azar se obstina en contrariarle y no posee objeto en el que ocupar su vicio. Bien, pues este voyeur se me ha ido muchas de las manos, se ha convertido en otra cosa y ha vuelto a la que consideré primaria y sobre la que levantar todo el armazón de la historia, pero ahora ha regresado con entusiasmo, me ha permitido que esté una hora larga indagando, yendo hacia adelante, buscando un lugar fiable al que conducirme para que la novela sea una novela y no (como me pareció al principio) un cuento largo, y ni siquiera uno que me gustara especialmente, pero hubo un momento en que me achispé con las letras, con ese ir a ciegas y de pronto, en mitad de la niebla o de la oscuridad, en el enturbiado magma de las palabras, encontrar un camino allanado, uno por el que discurrir y discurrirme, en el que extenderme y por el que permitir que los demás se extiendan. Las novelas son caminos y los que nos obstinamos (torpemente, sin oficio, sin tiempo, ni hondura) en escribirlas somos guías, sólo eso, como si la historia que perseguimos ya estuviese ahí y sólo tuviésemos el mérito de haber encontrado una senda por la que acercarla. Esta hora larga de escritura ha sido un festejo que no sé si tendrá confirmación mañana o el viernes o la semana próxima. Tengo un par de amigos (tres si lo pienso) que están esperándola. Lo que esperan es la rendición de su ausencia, mi pertinaz vocación de hacer una y tal vez mi liberación. Entienden que, al acabarla, al finalizar su transcurso por mi cabeza, afloje o anule la obsesión (plácida ella, no dolorosa, ni maligna) que me causa. Es por ellos, en último término, por los que continúo espiando a mi voyeur, viendo cómo procede, dejando que vaya a lo suyo y se meta en algún lío (uno particularmente doloroso) y espere que yo le muestre cómo zafarse de él y no recibir culpa, ni remordimiento siquiera. Son los amigos, al cabo, por los que uno escribe. Estas reflexiones de martes anochecido, poco antes de perderme en la bruma de los informativos, en la entenebrecida historia de lo que pasa en el mundo, son una confesión en voz alta, feliz sin discusión, por la hora de trabajo, por esa sensación de que poco a poco se acerca el final y estará todo cerrado y olvidado. Hasta se me ha ocurrido un título provisional, que me agrada más que todo lo que el título acarrea y lo que el relato de todos esos sucesos que narra conlleva. En todo caso, es mi novela, una especie de hijo tutelado y ajeno también, como todos los hijos de verdad. La literatura es un parto. Soy la madre vocacional, la madre empeñada en alumbrar y ser madre completamente, aunque luego la criatura sea prematura y no hiciera falta traerla al mundo. Con la de novelas que hay, me pregunto qué motivo habrá para traer otra. Un día, no está lejos, la imprimiré para los cercanos, nada de un archivo en un pen drive, y se la llevaré en mano a esos pocos íntimos, los que leen lo que escribo y me quieren y sólo desean que no me descarríe demasiado. Es una empresa complicada. A un desvarío le sucede otro, se van arrimando unos a otros, aplazando el vacío, por no quedarse uno solo, por todas esas cosas y otras que ahora no se me ocurren.

1 comentario:

Juan Herrezuelo dijo...

Escribir una novela es llevar dos vidas: la que se le va a uno agotando poco a poco y la que va haciendo crecer mientras la inventa. Sobre ninguna de las dos tiene uno la sensación de mandar. Los personajes que creamos acaban por actuar a su manera apenas gritamos para dentro, más o menos, “it's alive”. Esto ya lo dijo Cortázar de otra manera de alguno de sus personajes de Los premios. Espero que me cuentes entre los que desean leerla. Un abrazo.

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