La verdad es que no sabía si Jeanne Moreau estaba viva. Hay gente a la que admiras y de la que sabes sólo lo que te dicen las películas o los discos o los libros, por dejar tres disciplinas artísticas en lugar de cinco o veinte. Recuerdo algunas películas de Jeanne Moreau (Los amantes, El diario de una camarera, La noche, Jules et Jim), pero siempre que pienso en ella (como el que piensa en la Revolución Rusa o en el dixieland o en el modo en que las olas rompen en un acantilado, es decir, sin motivo, porque sí, porque uno no sabe el orden en que vienen las cosas a la cabeza ni sus motivos) lo que recuerdo es la portada del disco de Miles Davis que ponía banda sonora a Ascensor al cadalso, que no es una de mis favoritas, por cierto. Fue Miles Davis, al ponerle música, el que hizo que yo entrara en el cine francés. Hoy no toca hablar de Davis sino del carisma de la Moreau, esa es la palabra, carisma, que acaba de fallecer, musa de Luis Buñuel (dice El País hoy) y, en menor medida, de Orson Welles, quien dijo que era la mejor actriz del mundo, por suplir a otras que lo fueron o por la inercia de tener mujeres siempre a su alrededor (Rita Hayworth, a la que hizo enloquecer; Dolores del Rio; Judy Garland). En tributo a los recuerdos que uno va montando para no perderse del todo, he puesto esta mañana el disco de Miles. Lo he metido en la bandeja del CD y he dejado que discurra. He intentado recordar a Moreau en los pasajes, en las escenas que me han ido viniendo, que han sido algunas, pero no las que imaginaba. Flaquea uno, se distancia de quien fue y se acerca a alguien que todavía no existe. Igual esta noche me programo Ascensor para el cadalso. No por necrofilia, sino por egoísmo. Puro egoísmo. Ella sigue andando sola por las calles.
31.7.17
28.7.17
"El corazón es un cazador solitario"
No son muy de tener en cuenta las sombras. Se las mira sin que se sepa bien qué pensar de ellas, salvo que nos den el cobijo para que el sol no nos fustigue como suele. Las que menos se aprecian son las que proyecta uno mismo. Van a nuestro paso, conviven con nosotros, nos acompañan al modo en que lo hace el latido del corazón. Tienen los dos, la sombra y el corazón, un registro perfecto de lo que hacemos y de lo que no. La sombra, más tímida, de menor rango sentimental, no se prodiga mucho, pero siempre está ahí. Sólo precisa que la anime el sol. El corazón es una sombra privada. Hay veces en que lo sobresaltamos, le damos caña a conciencia, lo ponemos a brincar como si se acabase el mundo. Otras, cuando se apacigua, olvidamos que existe, no le damos el afecto que solicita. Ahora, en verano, volviendo de la playa, cargado de sombrillas, sillas y bolsas con toallas y cremas, me asombraron los dos, la sombra y el corazón. Una me perseguía o me tutelaba o me intimidaba, no sé bien. El otro me hacía pensar que tengo un cuerpo y que, en ocasiones, habla, conversa conmigo, me exige que le preste atención y aminore el paso. No es una didáctica, ni un aviso al que uno vuelva, cuando se ha recuperado y recobrado el aliento. Se olvidan pronto esos avisos, se los aplaza indefinidamente, como si tuviéramos dos corazones y uno pudiera sacrificarse y seguir afiliados a nuestros vicios, los que lo fustigan, todos los que lo van deteriorando hasta que revienta y se para. Así que uno no hace deporte, ni deja de fumar (ay), ni controla las carnes rojas, ni toma interés en ese escrutinio íntimo que consiste en medir cómo andamos del colesterol malo o de la tensión. La sombra es más amistosa, no nos pide nada, no se moja en nada que nos beneficie o nos perjudique. Está ahí en todo momento, es nuestra de un modo absolutamente fiable. La mía de hoy ha sido disuasoria: no era yo, no estaba yo dibujado en sus trazos. No hay nada más democrático que las sombras. Ni tampoco nada tan liviano, de tan escaso peso emocional, pero las sombras de los demás nos intimidan, hacen que zozobremos y sintamos la intriga de no saber qué ocultan. En cierto modo, el corazón es también una sombra, procede con su artera maquinaria, caza sin que se sepa qué pieza busca. Será finalmente el cazador solitario que daba título a la estupenda novela de Carson McCullers. Lo otro, la parte romántica, esa en la que el corazón es la válvula que regula el flujo del amor queda para otro escrito.
15.7.17
Elogio de la cama
Mattise (en la fotografía) hace de Onetti o de Aleixandre en esa cama que es también un taller de trabajo. No se han valorado como se deben las camas, aparte de la circunstancia amatoria o fúnebre. Lo normal es que entremos al mundo en una y salgamos por otra, se entiende que no sean la misma, pero puede darse esa extraordinaria casualidad mobiliaria. También he visto fotografías de Frida Kahlo encamada. Se pinta o se escribe en la cama porque el cuerpo está reconciliándose consigo mismo y se le da primacía a la cabeza. Yo creo que muchas de las mejores ideas que se han tenido provienen del hecho de estar tumbados en una. No es un colchón reposado en un canapé o en un somier. No importa que se la cubra con una u otra sábana o un tipo de manta o de edredón determinado. Tampoco qué tipo de almohada la preside, si es mullida o lánguida, de cuerpo recio o liviana y de escaso empaque. Sólo importa que nos permita extender el cuerpo, dejarlo ocupar el espacio que no es el propio de nuestra especie. Entonces le inventamos un oficio. Pensamos que puede confortarnos cuando soñemos o que aliviará la enfermedad o que nos restituirá la dulzura y la plenitud física cuando la usemos para volcarnos en otro cuerpo. Pensamos que no hay mejor lugar en donde leer. Pensamos que esa quietud que nos ofrece contribuirá a que aclaremos las ideas y nos levantemos con el pie derecho, determinados a enmendar lo errado o convencidos de que sabemos qué hacer con el día hasta que llegue más tarde, próspera y limpia, la noche. Luego está la cama postrera, la que nos conduce al sueño más largo, del que no sabe a ciencia cierta (cómo meter la ciencia en esos asuntos) qué paisajes tendrá, si la derecha del Padre o su nada metafísica. Quizá la cama sea, en el fondo, el único asunto metafísico de nuestras vidas.
13.7.17
Un día de calor perfecto
Fotografía: Slim Arons
Si hubiese un árbol a la derecha, la fotografía sería perfecta, incluso lo que la fotografía cuenta sería perfecta también. Se está perdiendo la rotundidad de ciertas palabras. Nos han sido arrebatadas, se han puesto al servicio de los contextos equivocados Perfecto es una de ellas. Es de las pocas palabras que tiene un sentido terminativo, de obra finiquitada y exenta de error, una de ésas que se ocupa por sí sola de no permitir que se frivolice con ella o que se banalice su empleo. Si yo digo que ha sido un día perfecto o que la película que acabo de ver es perfecta no habrá nadie que dude de la convicción de mis palabras. Si ahora digo que ha sido un día de calor perfecto, todos imaginaremos que ardió la calle y que yo andaba por ella, errático y perplejo, convencido de que el infierno se ha convidado a pasear las aceras y malograrnos la existencia. Hasta puede que dé lo mismo disponer de una piscina, incluso una cerca del mar, en la que se refleje el sol y circule una brisa consoladora. El calor se lleva adentro como quien padece de una enfermedad crónica y sabe que no se podrá deshacer de ella hasta que la palme. Es el calor antiguo, el conocido, pero nos ajusticia cada verano, nos hace ver quién manda, nos retira a nuestras casas a cobijarnos bajo el split (eso quien tenga casa y tenga split, que aquí entra en circulación otra historia). Da igual que lo hayamos sufrido antes. Se aprende cada año a soportarlo. Como si fuese nueva la experiencia y no valiese de nada el acervo de enseñanzas anteriores, toda la rica y penosa experiencia térmica del pasado. Sólo renueva uno la confianza en el porvenir cuando se zambulle en el agua. En ese instante único, el cuerpo se reconcilia con el cosmos, la mente se limpia de todas las toxinas que le han ido devorando sin piedad y el alma, ah el alma, el pobre alma se siente reconfortada, aliviada, convertida de pronto en la agasajada de la fiesta, en la reina del universo, en la emperatriz del éter, en la suprema diosa de la creación misma. Mientras dura el baño, el mundo gira. Se para al salir, se nota incluso que se ha detenido. Hoy lo prueban si les atenaza el calor y tienen a mano una buena piscina o el chorro bendito de una alcachofa de ducha en su cuarto de baño. Buenas noches.
10.7.17
Las palabras de la ceniza
Fotografía:
Lukas Barth-Tuttas (Agencia EFE)
Hay imágenes imposibles. No hay cabeza que las procese sin que le sobrevenga la incredulidad o piense que están trucadas, amañadas para que causen uno u otro efecto. Las segundas, las que se editan y se preparan con esmero para que adquieran el rango artístico al que propenden, están casi siempre exentas de naturalidad. No son realistas, no se ajustan a lo que el ojo buenamente registra cuando barre el campo visual y captura lo que pilla. Se sabe que la instantánea está tomada en Hamburgo con motivo de la reunión del G20. No se puede saber mucho más o, al menos, la imagen no resuelve ninguna incógnita, sino que propone más. Lo primero en lo que se piensa es en algún tipo de apocalipsis del tipo que difunden las series de televisión o el cine. Vienen a la cabeza los guerreros de terracota que custodiaban la tumba de no sé cuál emperador chino. La mujer con el torso desnudo que los mira es el contrapunto festivo, no porque se obtenga un beneficio erótico o porque se vea venir un festejo, una especie de baile tribal o de performance de uno de esos grupos de teatro de la vanguardia. Debiera haber una fotografía que continúe a ésta. Nos la han birlado. No he encontrado nada que satisfaga mi instinto natural. Siempre te dejan huérfano, te abren una puerta y no te dan instrucciones de cómo recorrer la casa a la que accede. Es probable que el ideólogo de la cosa haya pretendido exponer el estado de abandono en el que estamos y desee que la manifestación (salvaje si se atiende a la prensa) surta el efecto anhelado y conmueva las conciencias o suscite algún tipo de diálogo entre las partes. A los políticos el teatro callejero les trae al fresco. No tienen tiempo para apreciar la creatividad de quienes los censuran. Van a lo suyo, se sientan en unos salones enormes, llevan sus intérpretes (Rajoy necesita uno hasta para pedir café) y se devanan la cabeza hasta que de pronto dan con una idea luminosa, no una trascendente, pero una lo suficientemente llamativa como para justificar el gasto de manutención y de hoteles. El mundo sigue herido afuera. Quizá la fotografía sea un metáfora de lo que está por venir. Eso debe ser, ahí está la solución, ahora acabo de entenderlo. Los figurantes son los mismos políticos a los que hostigan. Alguno hasta se ríe de lo bien que se lo está pasando. Basta salir del despacho y andar un poco las calles para percibir el runrún de la sociedad, el sentir de los ciudadanos. La rubia de pelo rubio a lo afro, desnuda de cintura para arriba, no parece que esté ahí para disuadirlos. Será otra cosa. Ando toda la mañana pensando en qué podría decirles para adherirse a la causa que esgrimen o para atajarla y conseguir que la abandonen. En esa frase puede estar la salvación.
7.7.17
Bienvenidos al infierno
El monstruo más cercano que tenemos es el que nos mira desde dentro. Eso es lo primero que se me ocurre cuando pienso en monstruos. Luego acuden todos los que me han visitado en una u otra ocasión. A los que uno llama con voluntad no se les mira mal. Tenemos propiedad sobre ellos, sabemos censurarlos, conminarlos a que no espeluznen en demasía. De esos monstruos salimos siempre airosos. Son familiares, les tenemos hasta cierto aprecio, han acompañado nuestra imaginación y, si nada se ha torcido más de la cuenta, les hemos vencido. Están en la sala de trofeos privada. Ya no salen nunca más de debajo de la cama, ni nos erizan el vello del brazo cuando creemos que nos acechan. Al miedo se le vence con fiereza. Hay edades en las que algunos miedos nos curten, nos educan para todo lo que viene más tarde. Al crecer es otra la naturaleza del miedo, son de otro rango los monstruos, pero perduran los de la infancia, todos esas criaturas que nos impedían conciliar el sueño o las que entenebrecían los sueños.
Ahora hay otros monstruos. No tienen la apariencia viscosa o maligna o aterradora de antaño. Son monstruos de aspecto normal, no alarman en lo visible. Toda su maldad está oculta. Sólo aflora cuando es preciso. De algunos no llegamos a tener una imagen formada, cabal y fiable, hasta que ejercen su oficio delante nuestra. A veces basta encender la televisión y ver un telediario o abrir la prensa y ahondar en el texto que descansa bajo los titulares. Hay monstruos sencillos y los hay populosos. La turba es un monstruo. En su masa informe y anónima se sustancia el mal de todos los monstruos individuales. Los de las palabras educadas y los que no se esmeran en adornarlas. Los de cara de buenos amigos y los del gesto torvo y cainita. Los que van a las claras y se les ve venir y los que no delatan su intención y saben andar a escondidas. La turba es el monstruo que menos escandaliza. Se encarga de arropar las maldades de quienes la componen, se las maneja para que nadie pueda dirigir su dolor a un elemento suelto.
Emboscado en la turba, el hombre prospera en maldad o, caso de que alguna tenga y la aplique, no tiene la necesidad de rendir cuentas de ellas porque no existe evidencia de que la esté ejecutando. Por eso se va a los estadios a contemplar un espectáculo deportivo. Se despotrica contra el árbitro porque no somos distintos a todos los demás que alrededor nuestra también lo hacen. Votamos al mal (hay Estados configurados monstruosamente y se les vota a sabiendas de que esa naturaleza desviada existe) porque nadie sabe que nosotros contribuimos a su coronación. Hay quien dice abiertamente que confió en Trump y le otorgó su voto y quien lo hizo y no lo proclamó, aunque Trump, más que el mal, representa la mediocridad o la torpeza o la incultura. Al final va a resultar que todos los monstruos son construcciones de la cultura. Hay quien dice abiertamente que cree en Dios y le concede la mayor de las atenciones y luego no razona en el mal que representa el diablo. Vi el otro día un tira cómica en inglés que ahora no he podido encontrar. En ella estaba Trump debajo de la cama de un niño y aparecía en sus sueños. El texto venía a decir que él (Trump) siempre estuvo ahí. El hombre del saco es Trump. El coco es Trump. Siempre fue él. Cuando no esté y otro ocupe su lugar, seguirá atemorizando a los niños, les hará soñar con cosas terribles.
Los monstruos siempre andan cambiando de rostro. Unos valen una época y después no son válidos en otra. Yo sigo pensando que todos somos ángeles y demonios. No hay día en que no viremos de un a otro lado. Hacemos el mal porque el mal fascina. Lo hacemos porque nos lo hicieron y deseamos sentir lo mismo. El bien está menos valorado. No vende, nunca lo hizo. Deseamos que el personaje terrible de la película sea terrible de un modo arrebatadoramente terrible. Cuanto más terrible es, más gana la trama y más nos fascina. El peso entero de la literatura no es el amor, no es la bondad, ni siquiera el vértigo dulce de la carne. El mal hizo que todo funcionase. Probablemente el bien se acercó a no dejar que todo se viniese abajo muy aprisa. La religión es la narración de esa metáfora. Cualquier religión, sean cuales fuesen sus dioses y sus demonios, pormenoriza esa batalla ancestral. Se nos indica qué debemos hacer para ir al cielo, pero está más a mano el infierno. Si nos dejan elegir, no sabríamos qué residencia nos convendría más. A modo de chanza, se suele decir que el infierno es más divertido, más parecido a la vida que tuvimos antes de que se acabara. Del cielo se vende siempre una especie de quietud cósmica y la certeza de que tendremos todo el tiempo del mundo para degustarla.
Bienvenidos al infierno: eso dicen los antisistema contra los gerifaltes del orden mundial en la reunión que tienen estos días del G20, pero ya no dice mucho eso. Hemos gastado las palabras, las hemos quemado de expandir sin mesura su uso. Quizá valgan los gestos privados, los desaires, un apretón de mano que no se da, una mirada de desprecio cuando sabemos que estamos siendo observados. Contra los mandamases del mundo no cuadra ni la palabra monstruo. Los hay que merecen elogios y quienes no, cómo no. El mal no es la política, pero no hay lugar mejor para que se ejerza con más difusión y haga un daño más hondo y duradero. Hamburgo, donde andan justo ahora dirimiendo qué será de nosotros, no es el infierno. Ningún lugar es el cielo tampoco. Los alborotadores han elegido mal la palabra que los representa o que representa la queja que exhiben. Han confiado en que todavía asusta ese lugar donde se tortura eternamente (otra vez el tiempo y su salud) a quien se ha descarriado o ha pecado alevosa y concienzudamente. Hay que creer en el cielo para entender qué cosa es el infierno. Creo que yo que en esa turba (otra vez la masa) que ocupa las calles de la ciudad alemana habrá pocos que elogien la legitimidad moral del pecado. Porque el infierno está lleno de pecadores y el cielo, el bendito cielo, está en verdad ocupado por almas buenas que merecieron el perdón y se les permitió disfrutar de un merecido premio. De cualquier manera, hay muchos monstruos dentro y muchos fuera. En eso no discrepa nadie.
4.7.17
Viajar
Rural highway, Cornell Capa, 1959
Uno viaja sin considerar el destino, cree que ninguno es válido, acepta que cualquiera lo es. Se tiene la idea romántica del viaje, la de probarse en otros paisajes, la de pensar el mundo a pie de campo. Al principio, cuando empezamos a construir la civilización tal como hoy la entendemos, la palabra viaje no tenía sentido. Los pueblos se desplazaban para medrar, anhelaban el bienestar que no les procuraba el lugar en donde nacieron. A viajar se va a no saber, se pierde la compostura de la previsión, se le otorga carta de mando al asombro. Todo lo demás es el paisaje esperado, el que no fascina. No hace falta que el viajero se pierda en la hondura, en el país profundo. Basta abrir la mirada, concederle el rango que normalmente no se le permite. El problema es siempre ése: saber cómo mirar, saber después cómo disfrutar de lo mirado. Ahora que empiezan las vacaciones (para unos, no para todos) convendría abastecerse de incertidumbres. Lo otro, las certezas a las que inevitablemente propendemos, nos dan otros placeres, no dudo que maravillosos también, pero viajar es anhelar el horizonte, aceptar que no hay un plan de actividades. También hay un viaje interior. Hoy he salido a pasear mi pueblo. No ha sido una caminata larga. En una hora he recorrido calles que no esperaba. He torcido sin voluntad una esquina cuando podía haber elegido la contraria. He dibujado un mapa invisible con mis pasos. Quizá haya dibujado, sin saberlo, un laberinto. No sabría recorrerlo de nuevo mañana, si terciara andar de nuevo. Cuando se echó la noche volví a casa. Me pareció que había estado fuera y también lejos. Viajar es un asunto que sucede dentro de la cabeza. Por eso leer es un viaje simulado. Por eso la literatura es un desplazamiento.
Libros que curan el alma
Creo que la ciencia llega siempre tarde, aunque acuda con pompa y con circunstancia, obsequiada de festejos y de promesas de bienestar. Unos médicos ingleses prescriben poesía para que remita la depresión o para que las dolencias del mundo moderno mengüen. Parece que los galenos recetaban libros de poesía y de novela a quienes, aquejados por el stress, enfermos de prisa, pedían alguna pócima mágica, algún remedio que no aparezca necesariamente en los prontuarios de medicina. Lo que hacen, según leo en prensa, es enviar a los enfermos a las bibliotecas. Éstas, avisadas, tienen ya las píldoras sobre el mostrador. Ahora un cuarteto de Keats, ahora un soneto de Shakespeare, por qué no un cuento de Saki.
Leer lo que otros pensaron hacen que pensemos como si no fuésemos el ombligo del mundo, dicho de una manera brusca. Hay males en el mundo que rivalizan con el nuestro. Incluso amores que derrotan todo el amor que nuestro corazón pueda sentir. No hay nada que no hayamos hecho en esta vida que no haya sido escrito en un libro. Da igual qué pensemos o qué hagamos: seguro que es parte de la trama de una novela.
Leer sirve para que nuestra ignorancia no vaya a más. De no hacerlo, cavamos una fosa más honda y nos metemos ahí a esperar que el tiempo acabe o que el mundo se detenga. Los libros, incluso los malos, nos salvan del caos o nos arrojan a él. Es preferible elegir el mal que esperar a que él nos elija a nosotros. A veces, en algunos libros que he leído, he sentido esa punzada, la del desencanto o la de la tristeza. ¿Entonces un libro puede curar a quien padece un trastorno psicológico? Imagino que sí: lo hará a su manera, escogerá qué partes te dejará como nuevas y cuáles no tocará. No hay libro que te sane enteramente, pero no hay ninguno que no te alivie algo.
La neurociencia dice que el cerebro aprende a través de las emociones. Quizá resida ahí la manera en que leer cura más que correr o que tomar ensalada antes de dormir. Por otro lado, hay quien no lee jamás y tiene las ideas claras y las emociones limpias. No hay fiabilidad en este tipo de cosas: se puede vivir al margen de los libros y tener la felicidad que no tiene quien los devora. Tengo amigos que están en ese lado y no me atrevo a hacer ver que padecen un mal del que yo me considero libre. Lo que no tienen es el refugio al que yo acudo cuando lo necesito. Otra cosa es que esa necesidad sea diaria o que uno se abastezca sin que intermedie necesidad alguna. Uno de ellos, del que no diré nada más, lee para coger el sueño. Coge alguno libro de la estantería, se lo lleva a la cama, se acomoda bien con el almohadón a la espada y busca el lugar por donde lo dejó anoche. Me confiesa que tarda un par de páginas en caer rendido. Le vence el cansancio del día, lo derrota. En ese sentido, los médicos ingleses estarían encantados. Este amigo no precisa medicación para conciliar el bendito sueño. Lee un libro al año, pongo por caso, pero le procura el consuelo que a veces a mí no me proporcionan los veinte o treinta que leo en ese tiempo. Algunas de mis noches son lo suficientemente largas como para envidiar ese uso bastardo que mi amigo le da a los libros. Los días terribles, los que a veces lo son, me parezco a él más de lo que me gustaría: caigo a la quinta página. Tal vez sueño que continúo la lectura. Prefiero pensar que en mis ensoñaciones prosigo la lectura cancelada. Se produce así un texto doble: uno funciona en la realidad; otro, más enigmático, ocurre en mi imaginación.
Son las palabras las que curan. Ellas hacen todo el trabajo. Se arriman unas a otras, buscan la posición más idónea y montan un cuento o un poema. Las más osadas, las que tienen más coraje o disponen de más tiempo, construyen novelas, pero no hace falta que estén impresas o que las contenga un libro. También curan las palabras que decimos y las que escuchamos. Uno cuenta lo que le pasa o escucha lo que le pasa a los demás. El modo en que esas palabras confortan no es nuevo. Somos las historias que nos cuentan. Mientras que las escuchamos, el tiempo se encorva, se aligera, se expande, se fragmenta, se comba, se alarga. Hay libros en los que incluso desaparece. No creo que todos sirvan para ese propósito. Yo he visitado algunos. No todos son recomendables: los libros nos eligen a nosotros de alguna manera. Hay autores que idearon su historia para que tú la leyeras. Conforme entras en ella adviertes ese regalo que te hicieron. Mientras que la lees, no tienes constancia de que otros estén haciendo eso mismo que estás haciendo tú, leer. El cine es una actividad comunitaria, pero la literatura es un acto íntimo, uno privado como pocos. Nunca se necesita a nadie para leer. Nacemos solos, morimos solos y leemos en soledad.
Leer lo que otros pensaron hacen que pensemos como si no fuésemos el ombligo del mundo, dicho de una manera brusca. Hay males en el mundo que rivalizan con el nuestro. Incluso amores que derrotan todo el amor que nuestro corazón pueda sentir. No hay nada que no hayamos hecho en esta vida que no haya sido escrito en un libro. Da igual qué pensemos o qué hagamos: seguro que es parte de la trama de una novela.
Leer sirve para que nuestra ignorancia no vaya a más. De no hacerlo, cavamos una fosa más honda y nos metemos ahí a esperar que el tiempo acabe o que el mundo se detenga. Los libros, incluso los malos, nos salvan del caos o nos arrojan a él. Es preferible elegir el mal que esperar a que él nos elija a nosotros. A veces, en algunos libros que he leído, he sentido esa punzada, la del desencanto o la de la tristeza. ¿Entonces un libro puede curar a quien padece un trastorno psicológico? Imagino que sí: lo hará a su manera, escogerá qué partes te dejará como nuevas y cuáles no tocará. No hay libro que te sane enteramente, pero no hay ninguno que no te alivie algo.
La neurociencia dice que el cerebro aprende a través de las emociones. Quizá resida ahí la manera en que leer cura más que correr o que tomar ensalada antes de dormir. Por otro lado, hay quien no lee jamás y tiene las ideas claras y las emociones limpias. No hay fiabilidad en este tipo de cosas: se puede vivir al margen de los libros y tener la felicidad que no tiene quien los devora. Tengo amigos que están en ese lado y no me atrevo a hacer ver que padecen un mal del que yo me considero libre. Lo que no tienen es el refugio al que yo acudo cuando lo necesito. Otra cosa es que esa necesidad sea diaria o que uno se abastezca sin que intermedie necesidad alguna. Uno de ellos, del que no diré nada más, lee para coger el sueño. Coge alguno libro de la estantería, se lo lleva a la cama, se acomoda bien con el almohadón a la espada y busca el lugar por donde lo dejó anoche. Me confiesa que tarda un par de páginas en caer rendido. Le vence el cansancio del día, lo derrota. En ese sentido, los médicos ingleses estarían encantados. Este amigo no precisa medicación para conciliar el bendito sueño. Lee un libro al año, pongo por caso, pero le procura el consuelo que a veces a mí no me proporcionan los veinte o treinta que leo en ese tiempo. Algunas de mis noches son lo suficientemente largas como para envidiar ese uso bastardo que mi amigo le da a los libros. Los días terribles, los que a veces lo son, me parezco a él más de lo que me gustaría: caigo a la quinta página. Tal vez sueño que continúo la lectura. Prefiero pensar que en mis ensoñaciones prosigo la lectura cancelada. Se produce así un texto doble: uno funciona en la realidad; otro, más enigmático, ocurre en mi imaginación.
Son las palabras las que curan. Ellas hacen todo el trabajo. Se arriman unas a otras, buscan la posición más idónea y montan un cuento o un poema. Las más osadas, las que tienen más coraje o disponen de más tiempo, construyen novelas, pero no hace falta que estén impresas o que las contenga un libro. También curan las palabras que decimos y las que escuchamos. Uno cuenta lo que le pasa o escucha lo que le pasa a los demás. El modo en que esas palabras confortan no es nuevo. Somos las historias que nos cuentan. Mientras que las escuchamos, el tiempo se encorva, se aligera, se expande, se fragmenta, se comba, se alarga. Hay libros en los que incluso desaparece. No creo que todos sirvan para ese propósito. Yo he visitado algunos. No todos son recomendables: los libros nos eligen a nosotros de alguna manera. Hay autores que idearon su historia para que tú la leyeras. Conforme entras en ella adviertes ese regalo que te hicieron. Mientras que la lees, no tienes constancia de que otros estén haciendo eso mismo que estás haciendo tú, leer. El cine es una actividad comunitaria, pero la literatura es un acto íntimo, uno privado como pocos. Nunca se necesita a nadie para leer. Nacemos solos, morimos solos y leemos en soledad.
1.7.17
De Dios
No sé quién adhirió el adjetivo metafísico, de índole moral, al sustantivo temblor, que es una cosa enteramente física. Lo leí o lo escuché hace tiempo y me sigué pareciendo un prodigio metafórico. Vivir es una especie de temblor metafísico. Quien no sienta a diario esa punzada está huérfano. No es que se crea en Dios o se deje de creer. La idea de lo que no conocemos es inherente a lo humano, aunque luego existen grados y haya quien comulgue y rece y quien sólo sienta el murmullo de la divinidad o la desoiga o no la perciba. El mundo es de los que escuchan, no de los que hablan.
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