7.7.17

Bienvenidos al infierno



El monstruo más cercano que tenemos es el que nos mira desde dentro. Eso es lo primero que se me ocurre cuando pienso en monstruos. Luego acuden todos los que me han visitado en una u otra ocasión. A los que uno llama con voluntad no se les mira mal. Tenemos propiedad sobre ellos, sabemos censurarlos, conminarlos a que no espeluznen en demasía. De esos monstruos salimos siempre airosos. Son familiares, les tenemos hasta cierto aprecio, han acompañado nuestra imaginación y, si nada se ha torcido más de la cuenta, les hemos vencido. Están en la sala de trofeos privada. Ya no salen nunca más de debajo de la cama, ni nos erizan el vello del brazo cuando creemos que nos acechan. Al miedo se le vence con fiereza. Hay edades en las que algunos miedos nos curten, nos educan para todo lo que viene más tarde. Al crecer es otra la naturaleza del miedo, son de otro rango los monstruos, pero perduran los de la infancia, todos esas criaturas que nos impedían conciliar el sueño o las que entenebrecían los sueños. 

Ahora hay otros monstruos. No tienen la apariencia viscosa o maligna o aterradora de antaño. Son monstruos de aspecto normal, no alarman en lo visible. Toda su maldad está oculta. Sólo aflora cuando es preciso. De algunos no llegamos a tener una imagen formada, cabal y fiable, hasta que ejercen su oficio delante nuestra. A veces basta encender la televisión y ver un telediario o abrir la prensa y ahondar en el texto que descansa bajo los titulares. Hay monstruos sencillos y los hay populosos. La turba es un monstruo. En su masa informe y anónima se sustancia el mal de todos los monstruos individuales. Los de las palabras educadas y los que no se esmeran en adornarlas. Los de cara de buenos amigos y los del gesto torvo y cainita. Los que van a las claras y se les ve venir y los que no delatan su intención y saben andar a escondidas. La turba es el monstruo que menos escandaliza. Se encarga de arropar las maldades de quienes la componen, se las maneja para que nadie pueda dirigir su dolor a un elemento suelto. 


Emboscado en la turba, el hombre prospera en maldad o, caso de que alguna tenga y la aplique, no tiene la necesidad de rendir cuentas de ellas porque no existe evidencia de que la esté ejecutando. Por eso se va a los estadios a contemplar un espectáculo deportivo. Se despotrica contra el árbitro porque no somos distintos a todos los demás que alrededor nuestra también lo hacen. Votamos al mal (hay Estados configurados monstruosamente y se les vota a sabiendas de que esa naturaleza desviada existe) porque nadie sabe que nosotros contribuimos a su coronación. Hay quien dice abiertamente que confió en Trump y le otorgó su voto y quien lo hizo y no lo proclamó, aunque Trump, más que el mal, representa la mediocridad o la torpeza o la incultura. Al final va a resultar que todos los monstruos son construcciones de la cultura. Hay quien dice abiertamente que cree en Dios y le concede la mayor de las atenciones y luego no razona en el mal que representa el diablo. Vi el otro día un tira cómica en inglés que ahora no he podido encontrar. En ella estaba Trump debajo de la cama de un niño y aparecía en sus sueños. El texto venía a decir que él (Trump) siempre estuvo ahí. El hombre del saco es Trump. El coco es Trump. Siempre fue él. Cuando no esté y otro ocupe su lugar, seguirá atemorizando a los niños, les hará soñar con cosas terribles. 

Los monstruos siempre andan cambiando de rostro. Unos valen una época y después no son válidos en otra. Yo sigo pensando que todos somos ángeles y demonios. No hay día en que no viremos de un a otro lado. Hacemos el mal porque el mal fascina. Lo hacemos porque nos lo hicieron y deseamos sentir lo mismo. El bien está menos valorado. No vende, nunca lo hizo. Deseamos que el personaje terrible de la película sea terrible de un modo arrebatadoramente terrible. Cuanto más terrible es, más gana la trama y más nos fascina. El peso entero de la literatura no es el amor, no es la bondad, ni siquiera el vértigo dulce de la carne. El mal hizo que todo funcionase. Probablemente el bien se acercó a no dejar que todo se viniese abajo muy aprisa. La religión es la narración de esa metáfora. Cualquier religión, sean cuales fuesen sus dioses y sus demonios, pormenoriza esa batalla ancestral. Se nos indica qué debemos hacer para ir al cielo, pero está más a mano el infierno. Si nos dejan elegir, no sabríamos qué residencia nos convendría más. A modo de chanza, se suele decir que el infierno es más divertido, más parecido a la vida que tuvimos antes de que se acabara. Del cielo se vende siempre una especie de quietud cósmica y la certeza de que tendremos todo el tiempo del mundo para degustarla. 

Bienvenidos al infierno: eso dicen los antisistema contra los gerifaltes del orden mundial en la reunión que tienen estos días del G20, pero ya no dice mucho eso. Hemos gastado las palabras, las hemos quemado de expandir sin mesura su uso. Quizá valgan los gestos privados, los desaires, un apretón de mano que no se da, una mirada de desprecio cuando sabemos que estamos siendo observados. Contra los mandamases del mundo no cuadra ni la palabra monstruo. Los hay que merecen elogios y quienes no, cómo no. El mal no es la política, pero no hay lugar mejor para que se ejerza con más difusión y haga un daño más hondo y duradero. Hamburgo, donde andan justo ahora dirimiendo qué será de nosotros, no es el infierno. Ningún lugar es el cielo tampoco. Los alborotadores han elegido mal la palabra que los representa o que representa la queja que exhiben. Han confiado en que todavía asusta ese lugar donde se tortura eternamente (otra vez el tiempo y su salud) a quien se ha descarriado o ha pecado alevosa y concienzudamente. Hay que creer en el cielo para entender qué cosa es el infierno. Creo que yo que en esa turba (otra vez la masa) que ocupa las calles de la ciudad alemana habrá pocos que elogien la legitimidad moral del pecado. Porque el infierno está lleno de pecadores y el cielo, el bendito cielo, está en verdad ocupado por almas buenas que merecieron el perdón y se les permitió disfrutar de un merecido premio. De cualquier manera, hay muchos monstruos dentro y muchos fuera. En eso no discrepa nadie. 



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