26.3.14

Ander, June




Un buen amigo acaba de ser padre. Le tengo el afecto de los años y me tiene también el suyo, aunque no se alimenta ninguno como debiera a capricho de la distancia, que no siempre es el olvido. Lo de la paternidad es un asunto como el de los espejos, a decir de Borges: ambos son abominables porque duplican la realidad. A mí Borges, el bueno de Borges, me parece sublime para algunas cosas; en otras, en lo que  yo entiendo, es un tipo deprimente, un solitario que no conoció el goce de traer vida al mundo. Tampoco es que el mundo sea nada del otro mundo, claro. Del otro mundo no haré hoy mención. Es éste, tan cambalache él, el mundo al que mis amigos Álex y Cristina han traído dos criaturas, en una tacada, como en un movimiento de prestidigitador de ADN. Lo que les queda es lo mejor. Han pasado lo malo, siendo bueno. De ahora en adelante viene lo que les hará más fuertes. La vida es una aventura de resistencia, pero los hijos, a pesar de lo que les cuenten, no son obstáculos. No tienen que driblarlos ni que observarlos como un impedimento a que hagan lo que solían. Si yo hablo en primera persona, no podría tirar de vicios que la paternidad me substrajo. Seguí viendo películas en blanco y negro, leyendo historias de ciencia-ficción, paseando por las calles, saliendo de cervecitas con los amigos (algo menos, es cierto; a horas menos nocturnas, es cierto también) y encontré otros menesteres que me llenaban parecidamente a los que ya tenía por formidables. Los hijos, ya si son dos ni te cuento, son la sustancia primera que hace que el mundo gire. Y no sé si hemos venido a traer hijos al mundo. Probablemente no. Incluso estoy por pensar que no hace falta, viendo lo que hay. Se puede ir el mundo a tomar un poco por culo (con perdón, es muy temprano, se me está yendo el texto de los mismos dedos) y bendecir el día en que uno decidió amar y ser amado (como el amante de Annabel Lee) y no ser padre al mismo tiempo. No hace falta la paternidad, Borges mío, ya lo sé, pero una vez que llega, cuando uno asiste a las noches de los hijos, en sus cunas, está contemplando algo más que a la sencilla evidencia de que duermen. A lo que está asistiendo es a la celebración completa de la felicidad, que no existe, ya, pero que de vez encuando se despliega como un atlas (como dijo otro poeta), a colores, mecida por las luces del cielo de Pamplona. Yo a mis amigos les deseo que sean padres felices, pero tienen todo lo que hará que lo sean de un modo pleno. A June y a Ander les contarán cuentos de zorros que hablan en verso o les cantarán canciones de la vieja guardia inglesa o les confesarán que si no hubiese sido por algunos diálogos de algunas películas ellos no estarían donde están  o les dirán que en el sur, allí abajo, están unos amigos que les echan en falta, aunque no los conozcan todavía. O no harán nada de eso porque todavía andan pensando en la letra de la canción aquella de Louis Armstrong, sí, ésa... "I see trees of green..."

24.3.14

Entrada número 2.222

Caigo de pronto en la cuenta de que solo escribo del asombro que producen los libros o las películas o la música. Hago como una especie de rendición epifánica de mis vicios. No me parece mal, no crean. No sé quién dijo que todos los escritores formulan un par de líneas narrativas y que van acechándolas, merodeándolas, entrando en materia en alguna de ellas de vez en cuando o en las dos, hasta que perciben que pueden escribir de lo de siempre, pero haciendo creer que se escribe de otra cosa. Escribo sobre el fútbol de anoche, en que el Madrid cayó ante el Barcelona dolorosamente, y sé que de fondo, sin que se aprecie enteramente, escribo sobre metafísica o sobre la belleza. Está uno dándole vueltas a cuatro o cinco precarias cosas. Da igual que el blog lleve 2.222 entradas publicadas o que ronde casi el medio millón de visitas. La mayoría de los escritos obedecen a esa voluntad mía de esmerarme en lo que me inspira. Serán pocos los asuntos que me perturban. Yo sigo escribiendo. A veces creo que no puedo liberarme de esta página. Quizá no haga falta liberación alguna. Algunos vienen por aquí, leen, comentan y me tienen en sus afectos. De eso, al cabo, se trata. 

21.3.14

En alas de la mentira

Hay algunas mentiras que no me importan que lo sean y hay algunas verdades que uno preferiría no creer. En la ficción se vive mejor. En cuanto me falta, uno muere. No es la muerte irremediable, la atroz sin retorno, sino una de menor fuste dramático, una muerte de la imaginación narrativa, esa que solo desea que le cuenten historias. Mi cabeza entera las pide a gritos. No sabría vivir sin la ración diaria de mentiras habituales. La verdad, cuando es aburrida, no me interesa. La acepto porque no hay forma de eliminarla o porque hay algunos que se obstinan en defenderla. Soy el que le pierde saber cómo sigue la historia. Incluso cuando ha acabado, soy de los que creen que me están mintiendo. Que hay más. Que, por mi bien, me ocultan la información primordial. Que me quieren al punto de que me engañan. La verdad, en cierto sentido, no me atrae. De un modo infantil y muy precario, amo toda esa rica evidencia que la mentira va dejando conforme va pasando. La verdad posee un camino severo. La verdad es previsible, pero hace falta que exista para que su reverso (no es necesario que sea tenebroso) resplandezca, ilumine los huecos, se ocupe de mantenernos en vilo, de hacernos sentir alerta, vivos, ufanos, felices. Vamos al viernes. Es uno de las pocas cosas que no están sobrevaloradas. Se lo escribí anoche a Ramón. Habrá historias dentro. No hay día que no las tenga. 

posdata: Happy birthday, Isabel, ya sabes...

20.3.14

En el Día Internacional de la Felicidad


                                                            Miguel Brieva


He recurrido a esta tira de Miguel Brieva en muchas ocasiones. Me pareció siempre un salmo perfecto para el Estado del Bienestar en el que dicen que estamos o al que dicen que nos dirigimos. Hoy es el Día Internacional de la Felicidad. No sabe uno quién idea estas atrocidades morales. Creo que son incluso contraproducentes. Se organizan festividades que solo buscan un trending topic fácil. Yo, en lo que me toca, descreo de la felicidad. A lo sumo, alcanzo a sentir la alegría. Estaría bien un Día Internacional de la Alegría, pero la felicidad es otra cosa, mucho más honda, de más fuste metafísico incluso. No podemos ser felices. No al menos de modo continuo. Creo que no estaremos preparados. Me encantaría encontrarme a alguien que me razone la suya, su felicidad íntegra. Haría lo posible por entenderlo. Estoy por pensar que igual ni vale la pena tanto placer durante tanto tiempo. Estamos mal hechos. Nos han diseñado mal. 

16.3.14

Home cinema



El problema con el cine, o uno de ellos, es que no acabas de entablar un vínculo doméstico. Por mucho que lo ames, no terminas de disfrutarlo si te lo enchufas en casa, en una gran pantalla, metiendo decibelios con un home cinema decente. Uno echa de menos la sala. Siente nostalgia de la magia que se produce cuando se apagan las luces. Quien no haya sentido esa zozobra dentro, la de las luces apagándose en una sala de cine, no entenderá de qué hablo. Los demás creerán que soy uno de los suyos. Es bueno ser parte de algo, compartir todas nuestras inclinaciones intelectuales o estéticas con otros. He hablado las veces suficientes de cine con quienes aman el cine como para no estar dispuesto a perder ese placer absoluto. Algo parecido pasa con las series. Están haciendo algo que no se esperaba. Deberían programar las series en el cine, en pantalla grande. Hacer que la gente salga a la calle para ver True detective o The Shield o Juego de tronos, no sé. Salir de la sala y buscar una terraza en la que tomarse algo mientras vas contando las cosas que te han perturbado de verdad. A mí me suelen perturbar muchas cosas. Cuantas más, mejor. No hay placer si no hay daño. A mí True detective me dolió anoche. Vi solo el primer episodio. Lo que me hace amar el cine es que pueda salir de su envoltorio. Ahora el cine está en la televisión. Las películas no duran dos horas: duran ocho o trece o quince. Y algunas prometen segundas partes o terceras. Vamos a terminar por no salir de casa. Tendremos que traer a los amigos. Les serviremos bebidas cortas y bebidas largas. Los acomodaremos en los mejores sillones. Todo por charlar después de las cosas que amamos. Qué placer más irrenunciable el poder amar de lo que uno ama. Y que le escuchen. 

Historias de Filadelfia



No sé cuántas veces he visto Historias de Filadelfia. Tendríamos que ir consignando, por puro amor a la estadística, las veces que hacemos las cosas. Unas más que otras, probablemente. Consignar en una libreta el cine que vemos (yo llevo haciéndolo desde 1992) o incluso los libros que leemos (empecé a hacerlo en ese año, pero no fui constante y decidí pasar por alto ese registro). Hay muchas vidas dentro de cada vida. En una de ellas apuntamos las veces que vemos Historias de Filadelfia; en otra, no. Incluso hay una en la que no la vemos. De cada decisión que tomamos el universo se desgaja en dos. Hay realidades alternativas o paralelas sobre cada sencillo gesto que hacemos. Hace veinte minutos estaba sentado en el salón, viendo la televisión. Ahora estoy frente al ordenador, escuchando a Mahler (un sábado por la noche escuchando a Mahler, sí, ya lo sé) y pensando en qué pasaría si no escribiese este texto, si me hubiese ido directamente a la cama después de ver en el móvil cómo ha quedado el Atlético de Madrid (gol de Diego Costa: la liga está muy bien este año) No sé cuántos emilios hay por ahí sueltos, sobre cuántos de ellos poseo yo cierta responsabilidad, si yo mismo soy responsabilidad o extensión de alguien que está en un rango temporal mayor, de esos desgajables. En todo caso me acuerdo con bastante nitidez de cómo vi Historias de Filadelfia la primera vez. Tenía una televisión en blanco y negro en mi dormitorio. Debía tener quince años, quizá algo menos. La pasaron por la noche y yo la vi en mi cama. Al acabar tiré del enchufe de la pared para apagar la pantalla. No había mandos a distancia. Mi televisión, al menos, no tenía uno. Recuerdo el acto físico de tirar del enchufe y de apagar la luz. Eso es tan asombroso como el hecho de que exista algún lugar en donde yo no la haya visto o donde la esté viendo en este instante. Tal vez, en esa realidad especular, ni conozca a Mahler. Cierro el blog. Creo que mañana voy a escribir sobre jazz. 

8.3.14

Refugios

Tengo algunos libros de guardia. No acudo a ellos en cuanto flaqueo, no los rebajo a ser un dispositivo farmacológico, útil en el alivio del dolor o en la cura de la enfermedad. No hay día en que no esté enfermo, ni día en que no encuentre al mal, así considerado en abstracto, abordándome a poco que me descuide. Los libros palian esa rotura interior, la confortan, le procuran un afecto que otros artilugios no conocen. Hay personas que son libros. No poseen páginas, no están estabulados en baldas, a capricho de que los bajemos de su noble altura y les lamamos las tripas, pero funcionan como libros: tienen las respuestas, poseen la virtud de alcanzarnos el principio activo que hace que estemos menos tristes o que de pronto arranquemos en una alegría inargumentable, de esas que te reconcilian con el mundo durante el tiempo en que te ocupan el alma. Porque tendremos un alma, imagino. No sé mucho de estas cosas, pero algo debe haber dentro. Lo de que haya algo arriba se me escapa. No saber si hay algo arriba, tutelándonos, conduciéndonos por los meandros de la vida, pero saber que hay algo dentro, tutelándonos también, cumpliendo la misma preciosa función que los creyentes atribuyen a su Dios. Los que no tenemos creencias religiosas recurrimos dioses subalternos, erigidos a conciencia, invariablemente cómplices de nuestra pequeña batalla contra el tiempo. En el fondo, todos los dioses surgen de esa necesidad de buscar respuestas. Da igual que sean divinidades del gremio de los cazadores o del de los agricultores. Hay un dios para cada afán humano. A veces dan ganas de tener dioses de guardia. Uno que te eleve el ánimo cuando está bajo; otro que te insufle valor cuando no lo encuentras; otro, yo qué sé, que te proteja del infortunio, y así, en este plan tristísimo, ir coleccionando devociones. Mejor no tener ninguna. Mejor quedarse con los libros o con las películas o con la música. Proporcionan un refugio formidable. El mejor lo dan los amigos, la familia, todo lo que podamos encontrar en la vida real, la que no está registrada en ningún formato, por bueno y útil que sea. En eso andamos.

5.3.14

La noche lo alivia todo con su manto



Cosas que se dicen cuando uno se acuesta
Hay que medir las palabras y luego volverlas a medir, esmerarse en la medida y luego pensar en si lo hemos hecho a conciencia, sin que falte una brizna de empeño, sin dejar que nos distraigan las cosas ni nos aparte de ese afán ninguna frivolidad de las que sabemos. Entrar así en la noche, buscar con fiereza su cobijo, razonar el tráfago del día, ingresar muy limpio en la dulzura del sueño. Y la noche lo alivia todo con su manto.

3.3.14

Tweet con pizza o la jodida opción b


Creo que solo perdurará en mi memoria el selfie que Ellen Degeneres se marcó en plan tribal, presumiendo de tweets y de Samsung. En cierto modo el cine americano trasciende también en lo irrelevante, en la crónica de lo trivial. La gala entera fue una rendición a ese sentido primario del espectáculo. La decepción personal, el hecho de que se llevaran premio las películas que no te han gustado y se quedaran en blanco justamente las que te emocionaron, no malogró del todo la noche. Se ve todo como el que asiste a una cena familiar y acepta los riesgos de la velada. El cine, a estas alturas, es una familia a la que uno perdona los ratos inservibles. El de anoche lo fue, a pesar de que Her se llevara una consolación formidable (el guión original) o Cate Blanchett, actriz que adoro, nombrara de nuevo al criminalizado Woody Allen sobre un escenario global como el del Dolby Theatre. No fue la noche mágica que fue a veces. Ganó la negritud, la conciencia de la raza en estos tiempos de pulcritud política. Ganó el (a mi entender) aburrido periplo estelar de Sandra Bullock en la poco estimulante Gravity. Lo malo de los premios es que casi siempren poseen una contraprestación bastarda. Es la letra pequeña lo que debe ser leído con más atención. Lo explicó muy bien Degeneres: la opción a es que gane 12 años de esclavitud y la b es que todos seamos unos racistas. Hay regalos envenenados. El de Steve McQueen, ese señor con pinta de matón de discoteca de Los Angeles, es uno que juega fraudulentamente con las cosas del corazón. Entiendo que no premien a Nebraska o a Her, que son especies extrañas, pero no acabo de comprender que se prestigie un cierto tipo de cine: el que manipula, el que no sabe manejar el maravilloso material del que parte o el que, abrumado por la responsabilidad, se queda en un acelerado curso de penalidades, donde brilla el elenco, cómo no, pero donde flaquea (y mucho) el hilo moral, todas esas cosas que buscamos los que deseamos que el guión nos asombre o nos sorprenda. En la gala de anoche no hubo asombro ni sorpresa. Todo quedó registrado en el script previo. Lo único que se salió de la hoja de ruta fue el tweet de Ellen, ese fogonazo de aparente espontaneidad. No se equivoquen: las pizzas estaban avisadas.

2.3.14

Llevo toda la mañana pensando en Theodore / Her: toma uno



No sé si uno puede enamorarse de un sistema operativo. Supongo que depende del sistema operativo. He conocido gente con la que he tenido conversaciones menos hondas que las que Theodore entabla con el suyo, Samantha. Luego está el lado epidérmico. En eso no hay samantha que supla el calor de las yemas de los dedos o la sensación de plenitud absoluta que el amor físico trae a quienes lo practicamos. Hay gente que prescinde del sexo y gente que únicamente se guía por el sexo. Theodore es un personaje único en la historia del cine que conozco. Todavía ando conmocionado por todo lo que cuenta Her, la espléndida película de Spike Jonze ( Cómo ser John Malkovich, Adaptation, Donde viven los monstruos, espléndidas también) Desde anoche ando un poco a remolque de la manera en que Theodore gestiona qué le procura placer y qué no. Vivimos razonando el placer, pensando en cómo conseguirlo, conjeturando con la posibilidad de que a los demás esa manera nuestra de adquirirlo no sea la más apropiada ni tampoco la más ortodoxa. Her habla de un mundo en donde la ortodoxia reside en la banda ancha, en el lenguaje binario, en todas esos prodigios que la tecnología es capaz de ofrecernos. Estoy a punto de escribir un texto grande sobre Her, pero todavía necesito macerarla adentro. Mycroft, Álex, necesito macerarla, pero anoche disfruté muchísimo, aunque hoy en la ceremonia de los Oscars la ignoren. La van a ignorar. Ojalá no. 

La gris línea recta

  Igual que hay únicamente paisajes de los que advertimos su belleza en una película o ciudades que nos hechizan cuando nos las cuentan otro...