I
Una de las cosas asombrosas que le suceden al ser humano es la reverencia hacia sus semejantes. Gente a salvo de la mediocridad a los que con justicia nos apresuramos a venerar porque parte de nuestro aprendizaje emocional procede de lo que han dicho o han escrito. Luego los años eliminan de esa lista a quienes se introdujeron en ella sin los méritos suficientes. Digamos que es la edad la que criba ese inventario casi siempre prolijo de individuos portentosos, de gente de la cultura que se obstina en hacer pedagogía continuamente, que trabaja para el progreso de una sociedad que a menudo se limita a nombrarlos, a contar que han publicado tal o cual libro, pero que en ocasiones peca de frívola y no se empecina en hurgar dentro, en revelar lo que la cultura de un país les debe. Uno de esos hombres asombrosos ha dado una especie de conferencia brevísima sobre la educación en el instituto
Clara Campoamor de Lucena.
II
El acto, organizado por la Escuela de Padres y Madres de Lucena en las Jornadas
Educar con co-razón, empezó tarde y terminó pronto. Esa brevedad, impuesta por circunstancias que se me escapan, ha perjudicado la hondura de lo contado. Savater ha tirado de oratoria, en media hora amena, sin caer en esa costumbre de algunos conferenciantes que consiste en oírse más que en garantizar la más razonable posibilidad de ser oídos.
Savater no necesita escucharse: lleva años en conversación consigo mismo. Los filósofos hacen básicamente eso: cuestionarse todo, interrogar al mundo y contarlo después. Algunos lo cuentan farragosamente, conscientes de que su obra va a ser purgada por iguales, por filósofos, por intelectuales, por espontáneos cómplices de ese corpus complejo, y otros prefieren el lenguaje asequible, la propaganda eficiente del mensaje, la certidumbre de que se le lee. Eso hacen Fernando Savater y
José Antonio Marina. En esa cercanía didáctica no se maneja con igual soltura
Eugenio Trías ni tampoco
Agustín García Calvo, ambos de peso en la historia del pensamiento, aunque menos involucrados en la arena llana del pueblo, en auditorios pequeños, provincianos, llenados por padres involucrados en la educación de sus hijos o en ciudadanos interesados en la educación propia y en la de sus semejantes.
III
Algo de todo esto contó Savater ayer por la mañana. Dijo que la causa de la educación es cara para las arcas del Estado y dijo también que más caro es abandonarla porque el pueblo se asilvestra, se embrutece. Del bruto, del inculto, del que no manifiesta interés por cultivarse, dijo que engolosinaba su ocio con objetos, con lo que el dinero podía ofrecer al modo en que un país que carece de un producto lo importa; en cambio, el culto, precisaba de muy escasos medios para ocupar ese ocio vacío. Paseos, libros, contemplaciones estéticas, conversaciones. Como lo que le interesa al mercado es la creación de una demanda de objetos, la sociedad de hoy en día cree en el bruto, lo mima, le ofrece multitud de reclamos a los que cae sin excesivo rubor. Los hijos de ahora no se pierden en las páginas de
Edgar Allan Poe sino en el videojuego sobre sus cuentos. He ahí la diferencia entre cultivarse y adocenarse. Los hijos de hoy en día no leen o leen menos porque encuentran más placer en lo sencillo, en el cine menos exigente, en la rendición absoluta a esas redes sociales que les convierten en sujetos activos en lugar de en espectadores. Lo patético es que esa actividad únicamente merodea los alrededor de lo que de verdad importa. Estamos todos conectados, pero el núcleo de la función está vacío. O vaciado a posta. No sabemos. Tenemos la impresión de que algo bueno hay por debajo, y que nos perdemos el tiempo (miserablemente) en la superficie, raspando lo visible, sin viajar hacia dentro. Todos los viajes son hacia adentro. Y la cultura es un viaje, una travesía hermosa de la que sales siempre robustecido.
IV
Savater no es pesimista: su cultura evita que lo sea. Hay más cosas que no sabemos que cosas que sabemos, dijo. Esa realidad insobornable espolea la inquietud vital del poeta, del filósofo, del que indaga en la realidad y extrae de ese escrutinio racional los asideros sobre los que desplazarse por ella sin que lo aturda. Y Savater privilegia ese asombro, lo convierte en el instrumento fundamental. Del asombro nace el arte y el pasmo ante la Belleza. Dijo también que hay una orfandad ante la belleza. Seguimos emocionándonos ante ella, pero nos
resbala más. Y es la escuela la que debe educar para la belleza. ¿Qué le importa realmente a la Escuela hoy en día? La estadística, los informes, las actas numéricas sobre logros que satisfacen congresos y que llenan páginas en los diarios. A menudo incluso lo único que le interesa a esos políticos que administran la escuela es que los ciudadanos del futuro (que serán también políticos y bajo cuya responsabilidad residirá el progreso del país) sepan datos, se adiestren en disciplinas ineludiblemente de peso en la vida laboral ordinaria, pero no se preocupan (o no en la medida en que debieran) en crear ciudadanos sensibles, capaces de persuadir y de ser persuadidos, de contagiar entusiasmo a los demás y dejarse entusiasmar por los otros. En esa sociedad es en donde Savater encuentra la felicidad que persigue. No en la sociedad de padres caníbales que fomentan que sus hijos se coman a sus semejantes. No en la sociedad de apatía cultural en la que compramos a mansalva objetos y luego no entramos en ellos. No en la sociedad en la que se desatiende a la política y se descree de su importancia. Todos somos políticos, proclamó el profesor. No hay nada fuera de la política. La información, el conocimiento y la sabiduria, sobre las que vertebró el entendimiento humano, necesitan administradores, obreros cualificados que gestionen ese material precioso. La cultura es un objeto barato, al cabo. Sale más caro, en general, su desprestigio.
V
Mientras oía a Saveter pensé en
Haneke y en
La cinta blanca, su reciente película. Debería ser programada en centros de Secundaria de todo el mundo. En esa edad permeable en la que todo puede ser entendido y razonado o todo puede ser desatendido y pervertido por la ignorancia y por lo cómodo que es, en el fondo, ser ignorante. En la película de Haneke se expresa muy nítidamente el peligro de la sociedad ágrafa, enfebrecida por radicalismos religiosos o políticos, reducida a un rebaño manso de bestias camufladas. Pensé en Haneke y pensé en lo solos que estamos los maestros. La lucha en el aula es diaria y una parte de los contendientes ignora que está en una batalla. Mientras que los padres se crean en la propiedad de los hijos y los privaticen, la lucha será más enconada. Porque hay familias abiertamente enfrentadas a la escuela, a la que creen semillero de maldades, lugar en el que se inoculan a sus hijos ideas bastardas sobre la vida. Insistió Savater en algo que yo siempre he tenido muy claro: la educación es un ejercicio compartido. Lo comparte la familia, la escuela, los medios de comunicación, los amigos. Hasta Facebook colabora sin empeño. Si una de esas partes se arroga el derecho exclusivo de educar, el sujeto educando se asfixia, se ahoga, se pierde, se convierte en un zombi, en un mercenario de la causa que le están vendiendo. Savater, sin ser tan explícito, sin encender a un público dispar, religioso en una parte, abiertamente progresista en otro, vino a decir que la derecha clerical, la que se obstina en ningunear asignaturas tan necesarias como Educación para la Ciudadanía, es la que está torpedeando la Educación en España. Que los logros de otros países se han conseguido consensuando intereses, cediendo unos y otros, buscando lugares comúnes en los que trabajar al unísono. El maestro, el pobre, es el indefenso, el que está perdido, el que se pierde entre la obligación de educar a sus alumnos y la obligación (añadida) de persuadir a los padres de esos alumnos de que hay ciertos riesgos que hay que afrontar y que los peligros de afuera se pueden reducir si se trabaja bien dentro.
VI
Hay (digamos) bombardeos preventivos. Andanadas de metralla balsámica. Ráfagas de balas de miedo. Se trata de hacer que el ciudadano del futuro sea una réplica del ciudadano de ahora. El padre cristiano quiere un hijo cristiano. El modelo de familia tradicional quiere modelos de familia tradicionales. El homosexual desea adoptar para que sus hijos prediquen la causa que ellos sufren, aparte de dar amor y de sentirse padres, por supuesto. El hooligan del Madrid se lleva a su hijo a la tasca y lo enfrenta a la pantalla de 50 pulgadas, al griterío y a la comunión mística de la peña con sus ídolos. Todos nos obstinamos en crear clones de lo que somos. Porque nadie se siente mal en lo que es. Savater duda hasta eso: siempre está bien caer en la cuenta de que estoy en un error. Qué triste es no saber pedir perdón, vino a decir. Siempre conviene realizar esta travesía bien acompañado. Qué hermoso es, en el fondo, sentir la diferencia como un bien, más que como un obstáculo. Lo que vendió ayer Savater en el (feo, pero cálido) salón de Actos del Instituto Clara Campoamor en Lucena, mi pueblo y el de cualquiera que venga y lo viva, fue un evangelio laico. Palabras mayores contadas con voz amena, que la acústica del recinto a veces no permitió oír con claridad y que la brevedad del acto convirtió en un bocado exquisito, en un delicatessen de sábado por la mañana que no llegó a llenar a casi nadie. Luego nos metimos bajo un porche, a salvo de la lluvia tímida que mojaba el patio, y nos dedicamos a saquear unos platos de paella y a beber a morro quintos de cerveza. El maestro no se quedó. Se fue a otras obligaciones supongo. Antes del acto lo vi entre la gente, entre perdido y desubicado. Parecía hasta frágil en esa soledad involuntaria, pero luego se sentó y desde la tarima se dio casi al completo. Que vuelva.
Mi amigo
Paco García rubricó la emoción con este impagable documento gráfico.
posdatas:I
Pero a mí el Savater que más me gusta es el que no vi ayer. El que habla o escribe de
Charles Dickens o de
Robert Louis Stevenson, el que sostiene que
Chesterton es una de las mejores opciones para divertirse teniendo un libro delante, el que piensa que quien lee a Defoe o a
Salgari o a
Scott con doce años no debe ser mala persona cuando sea mayor, el que adora los marcianos de
Wells, las hadas de
Tolkien, los espejos de
Borges, los tigres de Mompracen, las tramas de
Conan Doyle, las lianas de
Rice Burroughs o la pata de palo de
John Silver El Largo. Ese es el Savater que siempre releí con más placer. De eso precisamente le hablé. De recuperar la infancia. Hay un libro suyo que está por encima (en ese aspecto) de casi todos los demás libros posibles. Me faltó (ay) llevárselo y que le echara una firma.
II
No faltó que un asistente,
Miguel Marchán, al que conozco y al que después me acerqué para alabarle la intervención, le expresara a Savater, en la ronda de preguntas, la gratitud de quienes, al margen del activismo polìtico, pero sensibles a la barbarie y a la lucha de unos cuantos por erradicarla, apreciabamos su labor en el País Vasco, el empeño de un filósofo por hacer expresarse a ras de calle, contra la voluntad de los que silencian a los que no comparten sus ideas, contra el pánico a que le silencien del todo, contra el terror puro. Miguel habló por mí. Habló por mucha gente. Y Fernando Savater, en algún fondo sencillo de su alma, seguro que agradeció las palabras. Ya lo dijo él mismo:
políticos somos todos... .