18.3.10

Nada de Fuller





En un revelador opúsculo sobre las bondades del vino, el vino entre otras varias sustancias tóxicas, Charles Baudelaire refería la existencia de cierto caballero bien pagado de fama que, a lomos de esa vitola de popularidad, escribió un libro insulso sobre gastronomía en el que consideraba al vino como un licor que se hace con el fruto de la vid. Baudelaire, encendido, tocado en su fibra más sensible, escribe a su vez cómo leyó y releyó esa breve obra en busca de algún párrafo que satisfaciera más enteramente su yo bebedor, la parte del escritor que se expresa untado de éter, pasado por el fiable embudo del alcohol o del hashish. Buscaba Baudelaire pliegues en el texto, indicios de que el autor exaltara ese fruto divino de la vid y contaba, aparte de las virtudes clásicas, sabor, duración en el paladar y todo eso, las más específicamente químicas, etílicas, las que intiman con el bálsamo, con la toxicidad, con el punto etílico (digamos) desde el que abordar el acto creativo en la condición más cómplice. Quería el poeta de Las flores del mal encontrar un compañero de experiencias y no un mero oficinista literario que no indagara en la naturaleza mística del vino.
En el vino se encuentra el cielo y el infierno, el recuerdo y el olvido, el equilibrio y el vértigo, la luz y también la esombra. Con tanto ardor se entregaba Baudelaire a su consumo y a tan formidables paraísos de lucidez literaria le conducía su ingesta que la apatía de los demás a la hora de describirlo le parecía un acto casi delictivo, una falta de entusiasmo punible. Algo así, en otro orden de las cosas, imagino que defendía Charles Bukowski. Da lo mismo París que Manhattan, el siglo XIX o el XX. De lo que hablamos es del poeta inconforme: hablamos del creador en estado puro, abierto sin dobleces, consciente de que escribir exige un peaje o, dicho de otro manera, que escribir sobre la vida en la frontera requiere vivir en esa frontera. El vino (en extensión cualquier sustancia embriagadora o alucinatoria) predispone a que esa travesía por los límites.
Uno ha escrito mucho y ha escrito ebrio y ha escrito limpio de toxinas y como no es Baudelaire ni Bukowski ni por asomo prefiere escribir en paz con el espíritu, incendiado de vigor, inspirado en lo posible, pero abstemio. Son los años. Está uno a vuelta de muchas cosas y, también a cuestas con la edad, ignorante en otras, aunque acabemos entendiendo a Baudelaire, que reivindica lo que le es más suyo y se indigna (quizá sea eso, indignación pura y dura) ante la simpleza semántica y la baja estatura de contenidos de quien en un libro de gastronomía únicamente se refiere al vino como un líquido que da la vid. Pero la historia del Baudelaire enfebrecido me hace pensar en cómo nos las gastamos en estos tiempos cuando un compañero de profesión (amateur o profesional, curtido o lego) se nos enfrenta al expresar opiniones diametralmente opuestas a las nuestras.
Me pregunto, al hilo de Baudelaire y del vino y de la discrepancia en asuntos capitales, si la nómina de críticos que escriben sobre cine no se maneja con más soltura y alcanza más esplendor poniendo a parir Avatar, caso de que les repatee su osadía técnica, su llaneza argumental, que glosando la excelencia plástica de Burton o las profundidades éticas de Haneke. Y me cuestiono si no sería justo entrar a matar (todo muy metafóricamente expresado) cuando un señor crítico, uno a cargo de una tribuna de fuste, expresa opiniones peregrinas, da por verdad lo que sabemos que no pasa de un engañife vulgar y vende humo a precio de esencia.
Lo que en el fondo esos escritores están estimulando es la creación de una figura hasta ahora inusual en el panorama cultural de un país y que consiste en el mal lector. Se critica con frecuencia que se lee poco, pero se debería hacer énfasis en la idea de que no es importante la cantidad de lo que se lee sino la calidad de lo leído. Se buscan escritores inteligentes y se busca (al tiempo) lectores que no vayan a la zaga. 
Igual que el bueno de Baudelaire graznaba cuando ninguneaban a su bendito vino, así yo me encrespo, me enervo, me irrito y acabo transformado en una bestia espídica cuando desciendo al pozo sin fondo de la sacrosanta televisión y hurgo en la parrilla de las cadenas, en ese lodazal en el que sobrevive una especie en alza, la del programador televisivo, un tipo ufano de su condición de sacerdote de la cultura de calle, iluminado por un partido político del que recibe las consignas necesarias para no excederse ni amelindrarse jamás y discurrir a medio gas, sin mojarse mucho, sin aparentar dejadez ni exhibir un entusiasmo inconveniente, en las aguas procelosas de lo que la cultura oficial ha dado en llamar progreso. Yo todavía no entiendo muy bien en qué consiste. Manejo datos, conozco textos, intuyo razonamientos, pero sospecho que a medida que avanzamos en lo tecnológico y adquirirmos destrezas digitales perdermos algo precioso, algo en lo que se ha sostenido la cultura de un par de milenios de Historia: el arte, ese glorioso imperio de belleza al que no ahora (en prensa, en televisión, en cine, en museos) reducen a un párrafo de compromiso. Como el del vino que molestó tanto a Baudelaire. Yo creo que estamos bajo amenaza. Las generaciones por venir no sabrán quién es Samuel Fuller ni Francis Bacon. No sabrán nada de Woody Guthrie ni de María Zambrano. Nada de Charlie Parker. Ni de Bertold Bretch. Los anestesiará el prime-time, la cultura de masas, el contenido sin pulir, expresamente diseñado para ganar adeptos, espectadores cómodos, que nunca peligrar su disfrute porque no se arriesgan a buscar más allá de los productos que han sido testados previamente y que los jerifaltes del márketing venden con la certeza absoluta de que funcionan a pesar de la crisis y de las extremidades bastardas de la crisis. Pero nada de Parker ni de Bacon. Nada de Fuller ni de Bretch. Todo aseado y seguro, limpio de riesgo. El mejor viaje se hace en pijama, en casa, en la cadena en la que confiamos, en donde hasta los anuncios son de nuestro entero agrado. En donde nos inoculan un conformismo estricto, pero invisible.

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8 comentarios:

Alex dijo...

Quiero creer que te equivocas, Emilio, y que al menos una parte infinitesimal de las nuevas generaciones sabrá quién es Charlie Parker o María Zambrano o Baudelaire. Las cosas que suceden siempre terminan por asombrarte.

El alcohol da lucidez en momentos clave y la nubla en la mayor parte de ellos. A algunos nos empapa de una melancolía atroz. No hay lugar para nosotros porque nadie nos quiere. El vodka puede ser terrible en esas circunstancias. Puede llevarte a dar pasos sin retorno. Deposita la tristeza en ti y se marcha. Es jodido. Luego, cuando eres realmente feliz, ya no te hace falta elastilizar el tiempo. Y (oh, milagro) deseas vivir y no perderte nada de lo que está sucediento a tu alrededor. Bukowski fue víctima de su propio malditismo, que él consideraba el principio y el final de su obra. Y como él tantos, desde Dotty Parker hasta Faulkner. Y bien estuvo su sacrificio a cambio de la inmortalidad de sus letras. Pero qué triste debieron ser aquellas resacas...

Emilio Calvo de Mora dijo...

Cree bien, cree eso: me equivoco porque te pilla el día gris o te pilla el día con las defensas bajas. Hay días así. De todas maneras veo indicios alarmantes de incultura. Cristiano Ronaldo pasa el listón, pero no vayamos más atrás, caso de que preguntemos a algún mozalbete de instituto.
Se extrañaba el otro día un conocido de que un alumno suyo, de instituto, conociera a B.B. King. Estamos en eso: en que extraña lo que, en otra época, sería cosa normal.

No he sido bebedor de vodka.
En lo demás de acuerdo con usted. Somos grandes bebedores. Fuimos. Seremos.

Ramón Besonías dijo...

Saludos.

En mi caso, soy más maldito abstemio que santo bebedor. Por mal aguante, quizá. No sucede lo mismo con la comida o la conversación. En esos casos me suelto sin pudor hasta que los engranajes o el respetable aguanten.

Por otra parte, esa vistosa relación entre arte y alcohol me suena más a merchandisin de productor. El romanticismo del que se adorna el acto de beber es a menudo más un ejercicio estético o la autojustificación del borracho.

Aún así, reconozco que el tema ha dado obras maestras e instantes impagables en la literatura, la pintura o el cine. Un caso reciente es "El bebedor de absenta" de Picasso, que ha sido hace nada subastada por una millonada en Christie's. Al parecer, se trata del retrato de un amiguete del pintor, asiduo por lo que se ve a esta bebida. Es del período en el que el malagueño lo veía todo en azul.

En los tiempos que corren, el alcohol ya no es lo que era. La lectura del acto de beber se vanaliza como mera juerga de imberbes o se convierte en un dato estadístico del INE. Convertir la bebida en un arte es un ejercicio sublime de humanidad y de transcendencia. Fabular con la vida la enaltece, la situa en un plano que nos distancia del hecho que describe, obligándonos a mirarnos a nosotros mismos, cara a cara.

Buen beber, amigo.

Anónimo dijo...

Yo opino como tu amigo Álex y pienso que te equivocas de todas, todas. Creo que todo está bien y que va camino de estar mejor. Nunca hemos tenido más cultura que ahora. Nunca hemos disfrutado de la cultura tanto como ahora. ¿Que somos más borricos ? Yes, yes, my friend, pero son cosas de los tiempos... En fin. Rafa

Alex dijo...

En mi caso fui bebedor de vodka, pero nunca grande. Grande fue Dino. No hubo nadie como él. Yo me limité a lo ocasional y ahora ni eso. Mi realidad actual no es compatible con la melancolía etílica. El futuro es otra cosa. Nunca estás seguro de que te espera tras la esquina.

Anónimo dijo...

Estoy de tu parte. Estamos mal y me parece que vamos a peor. Los jóvenes, yo ya tengo unos añitos, están perdidos, no saben qué quieren porque están sobrealimentados, superprotegidos, supermimados y, sobre todo, están insensibles. No saben lo que es pasarlas canutas ni saben que es no saber que hacer en la calle porque no tienes un duro ni en qué gastarlo. Ahora tienen descargas y tienen videoconsolas y tienen botellones y en esas tres historias resumen su ocio. El mío, ya te he dicho que tenga una edad, eran paseos por la Gran Vía, Gran Vía arriba y abajo, viendo gente, viendo escaparates cuando paseas a la novia y luego vuelta a casa, en la puñeta, andando porque no tenía ni para coger un taxi. Leíamos más y leíamos mejor que ahora. Estoy contigo. Claro que estoy. No saben quién es María Zambrano y apuede que no les haga falta para comerse una hamburguesa y esperar cobrar el paro.


Luis María Fernández

Un ignorante en Fuller.... dijo...

No sé quién es Fuller.
Lo investigaré.
Gracias por ilustrar mi ignorancia.
No es coña.
Siempre es bueno aprender de quien sabe.
No es coña, en serio.
Fuller. Fuller. Fuller.


MTN

Emilio Calvo de Mora dijo...

Beber se ha divinizado. No es necesario. Buenas páginas, buenas canciones, buenos cuadros, buenas interpretaciones. Pienso en Baudelaire, en Bacon, en Bogart. Pero todo es mitología. Moderna, Ramón, pero eso.





Cultura diversa, abierta, limpia, sí, pero no hay interés. Un escaparate lleno de maravillas y la gente sigue paseando. Corriendo a veces.


Beber ocasionalmente, y disfrutarlo. Eso es, Álex. El bebedor accidental. La ebriedad casual.

Pienso como tú, Luis. Está la cosa mal y va a peor. ¿Lamentarse? Sí, y buscar soluciones. Quien pueda, quien sepa, cuanto antes.

Escribe Fuller en el Google, hombre. Y ve a un videoclub bueno, a un fnac de ésos, o sube y luego te pones a bajar, tú me entiendes, y busca. Te recomiendo Uno rojo, división de choque. Eso está bien para empezar.



Para comerse una hamburguesa hace falta dinero. No Zambrano. En esas estamos, hombre. Para bien o para mal,Zambrano, para los jóvenes, es una cosa rollo, un tema que estudiar en alguna carrera que cursan a desgana. Algo así.

La gris línea recta

  Igual que hay únicamente paisajes de los que advertimos su belleza en una película o ciudades que nos hechizan cuando nos las cuentan otro...