Una de las cosas más extraordinarias que provee el arte cinematográfico es aquélla en la que se nos da como creíble y hasta enteramente fiable lo que en la vida real nos parecería asunto fantástico, de escaso credito o abiertamente falso. Al cine le confiamos la gestión de esa porción de felicidad basada en la fantasía o basada en el cuestionamiento de la realidad. La otra circunstancia favorable que concurre estriba en la fascinación que ejerce el cine cuando se limita a contarnos, sin alambique épico, sin el concurso de la imaginación voladora, la vida real, la que nos ocupa a diario.
Woody Allen nos ha contado con absoluta maestría ese espacio doméstico, limpio de volutas infográficas, escrito con la veracidad del que escruta esa realidad y extrae de ella las historias de más sencilla literatura. Busquen en su imaginario cinéfilo y encuentren el ejemplo que mejor se acopla a lo aquí contado. No tardarán en dar con los necesarios. De hecho yo sigo pensando que Woody Allen, el mejor Woody Allen, al menos, cuenta siempre la misma historia, aunque se esmera en confundirnos al moverla de escenario o al introducir personajes aparentemente novedosos o desenlaces parcialmente inéditos. Todo, sin embargo, está escrito en el infalible cuaderno de trabajo de este genio incansables, fatigado ya en la vejez, que sabe cómo funciona el engaño del cine y rinde al exigente público (el suyo es de los más inteligentes que pueda haber) muy medidas raciones de realidad, entregada a manta, construída bajo la mala uva de su humor, que no es negro ni chabacano ni bebe de la actualidad para ir a la moda sino que se escribe con mimbres clásicos, con inbatibles argumentos universales. Dentro de cien años veremos con la misma satisfacción Si la cosa funciona, la última entrega en pantalla y, a lo visto, la mejor desde que cambió el modelo narrativo y las intenciones estéticos y filmó una de las mejores películas que yo haya visto recientemente y que es la menos suya de todas: hablo de la formidable, en todos los aspectos, Match point.
Ver una película de Woody Allen sigue entusiasmando. No existe abatimiento. La peregrina idea de salir insatisfecho no nos cohíbe y hacemos la cola. Las colas en el cine cuando proyectan una película de Woody Allen son colas de iguales. Gente cortada por la misma tijera cinéfila. Gente sana, en su mayor parte, que disfruta las piruetas verbales, los gestos, los trompicones de la palabra del genio neoyorkino. Hay en esa cola una íntima sensación de júbilo. Si un fan irredento de Michael Bay lee esto y concluye que también siente eso cuando asiste a su última gamberrada visual no tengo argumentos para contradecirlo. La fe en lo que uno cree carece de un prospecto leíble, llevable a término. A mí, que he hecho cola para algún Transfomer por obligación parental, me ha llamado la atención el griterío de la muchachada, la explosión de nervios agitándoles el pecho y desatándoles la lengua, pero no nos desviemos...
Si la cosa funciona no funciona. No al menos como quisiéramos. No basta que sea una rémora del trabajo de los ochenta. No es suficiente que Woody Allen haya retomado su lenta descripción de la ciudad de Nueva York y las neuras, frustaciones y subidones de vida (la vida en ocasiones asciende el torrente sanguíneo como una toxina, pero no nos damos cuenta) que sufren sus inquilinos. Si la cosa funciona no es el cine ejemplar de antaño. Habiendo momentos brillantes, sobran los rutinarios, y eso que puestos a ser exigente (ya lo hemos advertido) la filmografía de Woody Allen podría pecar de abusar de esos tics, de esas situaciones arquetípicas, resueltas con abundante carnaza semántica.
La historia del profesor de mecánica cuántica en su desvencijado, destartalado y gris apartamento del Nueva York más tosco y también desvencijado, destartalado y gris que ha filmado Woody Allen no es una historia nueva. La hemos visto antes. Muchas veces. La historia de la bruta chica de pueblo, mal hablada, inocente y buenetona, que llega a la gran ciudad para escapar del provincianismo que la oprime (aunque eso al principio ella nunca podría expresarlo así) ya ha sido contada (Poderosa Afrodita). Aquí no hay coro griego pero el protagonista nos habla, se excluye de la ficción y mira a la pantalla para hacer de la voz en off más carnal que pueda imaginarse.
Todo el paternalismo de Woody Allen converge aquí para demostrarnos que la vida puede ser maravillosa (una pena, al hilo de la frase de marras, la muerte del excéntrico periodista deporti vo Andrés Montes, yo la he sentido así, al menos) y que vivir siempre da un extra de entusiasmo, si la cosa funciona... El hombre que era lo suficientemente feo y lo suficientemente bajo como para triunfar por sí mismo se ha permitido también una excentricidad, se ha copiado a sí mismo y ha perdido en el tránsito una brizna de genio, pero juro que disfruté mucho con lo que ya traía de casa antes de entrar al cine. Sé lo que digo. Me daba lo mismo (o casi, no exageremos) que todo fuese un desastre enorme (desastre tipo Vicky Cristina Barcelona). No lo es en ese grado. Hay (insisto) talento, ocasiones aprovechadas para hacer cine del bueno, pero el genio está cansado, ha cogido sus frases y las ha reescrito, sin entregarse al más genuino oficio de escribir otras nuevas. Se lo excusamos. Además es el único cineasta del mundo que levanta a sus protagonistas a las cuatro de la mañana, los junta en la cocina y los pone a parlotear asuntos de una trascendencia absoluta, perfilada por un humor brutal y arroja a uno de ellos por la ventana con la terrible decisión de quitarse ya definitivamente del medio. Pero el infortunio se alía con ellos y su vida dura una película. Justo eso.
El cine, así abría esta reflexión de viernes noche, abre puertas donde antes había muros, jardínes donde eriales, burdeles donde altares o viceversa. Woody Allen es el único cineasta (vivo) que no abre ni cierra nada. Todo está ahí. Él se limita a contarlo de una forma que es suya. Woody Allen es su propio género. Bergman, su admirado Bergman, era también el suyo. Michael Bay, ay, lamentablemente está consiguiendo a pasos agigantados (y caros, vive Dios) el suyo en propiedad o en alquiler, según tercie el mercado.
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