4.6.09

Slogans


No vengas a rezar a mi escuela y yo no iré a pensar a tu iglesia. El famoso slogan ateo americano, al que todavía no he podido atribuir autor, tiene lo que todos los slogans: musculatura narrativa. Los que se manejan en el márketing saben que el lenguaje es una toxina que circula por el cerebro con más rapidez que cualquier veneno. Los ciudadanos que en verdad se preocupan por el discurso que viene detrás de los slogans saben también que, en el fondo, la separación Iglesia-Estado es un asunto espinoso al que todavía no se le ha dedicado el tiempo suficiente. La única razón por la que subsisten crucifijos, vírgenes y demás software cristiano en edificios públicos es por la monumental inercia de la costumbre. Habiendo en los dos bandos en litigio talibanes de verbo florido siempre vamos a tener discusiones de barra de bar, manifestaciones en las calles y titulares enfebrecidos para amenizar el café de la mañana. Pero el criterio racional, el verdadero empeño en zanjar con civismo y conciliación el problema de la religión en un país aconfesional, se despeña en los slogans: ahí se abisma en la floritura del verbo, en la eficiencia de una frase rimbombante que sirva para colocar en un pasquín o en una pancarta. Además, ¿qué tiene que ver la política con la religión del que la desempeña? Muy frívolamente escrito, ¿ podría un funcionario exhibir en su ventanilla de atención al público algún símbolo que represente, pongo por caso, su filiación masónica, su adscripción a un club de golf o su pertencia a una asociación de agnósticos?
Todavía está muy cercano el autobús ateo y, a lo visto, vendrán más slogans y nos perderemos la posibilidad de centrarnos en lo que de verdad nos interesa a todos, que me imagino que es convivir en paz y que la trifulca de la religión, de tan bochornoso y hasta vergonzante recuerdo en los anales de la Historia, no continúe siendo un motivo de separación. Tal vez por eso, por la imposibilidad de que en asuntos de fe nos pongamos más o menos de acuerdo, los símbolos religiosos deberían exhibirse en ámbitos estrictamente privados. El monopolio de la moral no está en ninguno de esos bandos: cada uno profesa la suya y mal vamos si nos obstinamos en censurar la catadura ética de quienes no comparten lo que pensamos. Todo lo demás es ganas de seguir haciendo slogans. Seguro que los que defienden la vigencia de todo la iconografía cristiana en los centros públicos tienen también los suyos. Mientras que todo quede en sintaxis y el Estado haga su trabajo...

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3 comentarios:

Alex dijo...

Anticlerical siempre, Emilio. Hay mucha verdad en lo que dices. Mucha verdad, que no toda. La totalidad, como sabes, no existe. Afortunadamente no existe.

El amor, lo que predica la iglesia, no es eso. Algún día se darán cuenta. Ojalá.

Emilio Calvo de Mora dijo...

No pueda estar toda la verdad. En eso es en donde algunos, obstinados, marran: en querer llevarla toda y no dejar posibilidad de réplica.
La Iglesia predica amor, quién lo duda, pero, al igual que la moral, predica su concepto de amor. Hay muchos. Todos válidos. Saludos, cuidados, abrazos.

Anónimo dijo...

La verdad es la que cuentas y la cuentas bien contada, sin excederte, sin quedarte tampoco corto. Hay verdad, como dice Alex. Y la iglesia, la que predica el amor, es la que menos lo ejerce. Ana

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