18.11.08

Manual del distraído (revisado y corregido)

He encontrado la frase y la estoy disfrutando mucho: Admitimos la realidad si la podemos confundir con la imaginación: lo dice Alejandro Rossi, un escritor italo-mejicano del que sé poquísimo y al que ahora honran en los suplementos de la cultura dominical por cumplirse treinta años de su Manual del distraído, que no es un libro fácilmente leíble ni de ésos que podemos prestar con la confianza de estar haciendo un favor al nuevo lector invitado. A mí me lo empotraron hace muchos años en una edición viejita de biblioteca. Lamento no recordar la editorial, pero sí tengo memoria para ubicar la forma en que lo leí, el subidón de filosofía canjeable por conversaciones de bar, bien arrimado a un gin-tonic con mi amigo Eduardo, que entonces devoraba literatura rara, como decía, porque hay una edad en la que se debe comulgar con lo excéntrico antes de que nos aburguesemos y criemos panza y los hijos nos molesten con los pañales. Algo así decía. Ahora no dudo que algo de razón traía cuando abría la caja de pandora de las letras y nos ponía delante pasiones librescas de las que no sabíamos absolutamente nada. El Rossi que a mí me fascinaba engañaba con una prosa deliciosamente simple, pero pesada (en el fondo) y capaz de destrozar (a balazos) algunas de las más recias certezas sobre la política, la fe o la vida (eso, sobre todo) que uno traía como equipaje al abordar el texto. El Rossi que se descree filósofo fascina porque no plantea discurso serio alguno, a pesar de que lo contado es de una seriedad incuestionable. El Rossi que ahora echo en falta (no poseo el libro, no lo he encontrado hoy en una librería y he sido reacio a pedirlo, asunto que igual soluciono mañana) me ocupó tardes espléndidas en el momento en que las tardes debían ser espléndidas para no sentir en exceso el peso del tedio, la insistente sensación de pérdida absoluta de tiempo que es el servicio militar.
El mío, en San Fernando, entre 1.989 y 1.990, fue ordinario y casi en nada merece recuento narrativo, pero estoy ahora pensando en aquel libro prestado, leído en un jardincito que había detrás de mi pabellón. Hay libros que sacian y otros que hastían. Éste me produce zozobra. Temo que el regreso no me produzca la misma sensación de libertad mental que me produjo entonces. Entiendo que las circunstancias eran otras y que el angosto contexto del acuertelamiento de Tercio de Armada de la Infantería de Marina (ay Dios, lo he dicho) amplificaba todas las sensaciones: las buenas, las malas, las sublimes, las fúnebres. De todo hubo en aquel año en el que leí mucho y sentí mucho. Es curioso que en un par de semanas haya hablado de esto con dos personas distintas y el tema (lo juro por el espíritu de Spinoza) haya salido sin que en nada haya provocado yo su concurso.
Eduardo, otro de esos amigos a los que uno ya no puede ver, me juró que el libro me haría cambiar mi hábito lector. Que incluso influiría en mis vicios de escritor. No sé si llegaron a tanto. Más me afectó releer La isla del tesoro en ese mismo jardincito. O la poesía de Pessoa en un bar de marineros y furcias al que acudía para aturdirme con malta, lúpulo, nicotina y visiones paradisíacas de la vida crápula a la que propendía mi (pisoteada) carne. Perdí mucho peso y gané mucha mala leche. Me queda (tanto tiempo después) el título portentoso y la imagen de Eduardo abriendo su maleta y sacando libros raros que le impedían (suele pasar) ser todo lo sociable que los demás, hechos a sus chanzas y a su impecable humor de gallego plenipotenciario, hubiésemos querido. Si me lee, que me conteste. Buenas noches.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

No me importaría leer ese libro cuando mi cabeza se desembote. Aunque quiero dejar atrás el cinísmo que nació en mí demasiado pronto y me temo que la lectura del libro de Rossi no me ayudaría en tal empeño. Mucho vodka, mucha ginebra y mucho ron (demasiado) han acompañado muchas de mis noches en locales Suburbios de mala muerte. En los incalificables servicios de uno de ellos encontré no hace mucho un libro de Sánchez Dragó. No añadiré más, Emilio.

Emilio Calvo de Mora dijo...

Los caminos del Señor son inescrutables, que diría Don Rouco

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