7.6.21

Ordet



No hay modo de saber si uno está muy cerca de Dios o no lo está en absoluto, si ni siquiera tener un buen corazón hace que seamos buenos o hace falta algo más, quizá la fe, la creencia en que hay algo más allá de lo que nos confían los sentidos. No basta con creer: hace falta ser un hombre bueno, le dice la mujer al marido, mientras le toca el pelo y lo mira como si no hubiese ninguna fuerza en el mundo que pudiera hacer que el amor se desvaneciese de pronto. Creo que Ordet (La palabra) es la película más austera que he visto. De una austeridad que te hace pensar en la austeridad misma, en la idea pura de austeridad. Y te traspasa y andas después por la calle pensando en el hombre sin fe y en el hombre creyente, en la beatitud, en el pecado. Ah, el pecado, esa invención diabólica. Porque no la inventó Dios y le pasó el hallazgo moral a sus voceros en el mundo: el pecado es una construcción moral de una dureza apabullante. Al mismo diablo es a quien debemos el pecado, por supuesto. El hombre es un diablo para el hombre. En Ordet, vista de nuevo, como si fuese nueva cada vez, no hay una advocación directa al mal, aunque está impregnando toda la trama; si es que hay trama, trama tangible, de cosas que van pasando y conducen a otras hasta una última a la que ya no le sigue otra. La trama en La palabra es muy directa, muy cotidiana, de poco asiento en la ficción narrativa clásica. Cuando terminé de ver anoche la película de Dreyer, en la confusión, pensé que era un pecador y que de alguna forma debía expiar mis culpas. Dreyer me conoce mejor. Posee esa facultad: la de saber cómo dar con la parte de mí a la que ni yo accedo. Es posible que hiciese Ordet pensando en una criatura como yo, una fascinada por el misterio. Porque la fe es uno de los misterios más impenetrables. Ah, la fe, Dreyer, no hay mejor tema de conversación. La fe es un milagro. En sí misma, la fe es la verdadera dimensión del milagro de que Dios exista o no. Dreyer parece no juzgar, no da indicio de que tenga un criterio con el que pensar a sus personajes, sino que los deja fluir por las palabras y confronta la fe con su ausencia. Ordet es metafísica a última hora de la noche, cuando todos duermen. Te acuestas con una plenitud novedosa: has estado en una catedral y has visto la tiniebla y la luz entablar su antigua liza. Te da igual quién ganara, se alternan. Mientras, aquí seguimos. Los milagros son descuidos de Dios. El amor es un desvarío del que apenas podemos extraer otra enseñanza que la del azar: acude, se posa sobre quien misteriosamente elige y permanece ahí un tiempo maravilloso. Hay amor en Ordet. Fe y amor. No sé por qué hay películas austeras que emocionan como si toda esa terca sequedad (la severidad en el gesto, la parquedad en el diálogo, la dureza del gesto) contribuyera a que todo adquiriese un tono limpio y feliz, a salvo del desatino del tiempo. 


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