20.5.18
Todas las tardes de los domingos
Son las tardes de domingo las que no difieren unas de otras. No admiten que se las varíe o que les incrustemos un adorno. Si se piensa en ellas cuando es lunes, no hay una variación excesiva, parecen cogidas de un mismo molde, extraídas de un arquetipo. Hay como una lentitud en las tardes de los domingos que no se da en ninguna de las otras tardes. Se hacen morosas las horas, adquieren el peso que no suelen, se obstinan en evidenciar cierta fatalidad soportable, la del tiempo echado encima como si fuese piedra, la de la súbita constatación de todo lo que tenemos que hacer durante la semana, de todas esas cosas menudas, tal vez irrelevantes, pero que parecen montañas si se ven de lejos. Hace tiempo que todas las tardes de domingo son paradójicamente la misma. A veces incurren en anomalías, presentan novedades que entusiasman, aunque luego vuelven a esa deriva suya ya conocida. Todos los gatos son el mismo gato, dejó escrito Schopenhauer. Por extensión, no hay domingo que rivalice con otro en novedades. Alguna trae un paseo que no se espera o una llamada de un amigo del que no sabemos nada hace tiempo. No hay que distraerse con estas evidencias de la existencia del azar. Igual veo esta noche en los tejados un gato primerizo, una especie de gato fundacional, inédito, rutilante. Sólo por llevarle la contraria al seco y soso de Schopi. La de mañana, pues escribo a ciegas, de memoria, pensando en lo que ya conozco, será una tarde maravillosa, no tengo motivos para pensar lo contrario. Si me apesadumbro y la miro con malos ojos, el lunes se hará inabarcable, pesará como a veces pesan los lunes y la semana será una historia de Tántalo cuando lo arrumbaron al Tártaro (perdonen la similitud fonética, así son los clásicos) y penó una eternidad rodeado de placeres inalcanzables. En el fondo, cuanto más lo pienso, más amo los domingos. De no ser por ellos, no tendríamos la satisfacción hedonista del lejanísimo viernes.
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