Una vez muerto, el muerto no padece. Lo hace en vida, padece en vida, pero la muerte, estés en el lado cristiano o no creas que haya otra vida tras ésta, cancela toda posibilidad de dolor, la convierte en otra cosa, no sabría bien decir cuál, pero hay en la muerte un descanso, una especie de cierre forzado, casi nunca voluntario. Los que quedamos huérfanos somos los vivos, seguimos en la brecha, padecemos a ratos, disfrutamos a ratos, sentimos que todo tiene un sentido o que, careciendo de sentido alguno, habrá que continuar el viaje, por ver si mejora o si, caso de que empeore, exista algo que lo justifique. Mientras hay vida, hay esperanza, suele decirse. Pienso hoy en la muerte tras conocer la de José María Iñigo. Lo vi de cerca cuando asistí a un programa de radio (No es un día cualquiera, RNE) en el instituto Aguilar y Eslava, en Cabra. Quise acercarme, expresarle mi agradecimiento. Porque me hizo sentir bien muchas veces. Tiene mérito eso de que alguien que no conoces te haga sentir bien. Lo hacen los escritores y los músicos y los actores. También el cocinero que en la trastienda de un restaurante te prepara ese plato que tanto te gusta. Hay mucha gente que trabaja para que nuestra existencia sea más placentera. Lo hacen porque es su oficio o por voluntad anónima y desinteresada. Lo que cuenta, hoy cuenta mucho, es que el beneficiado eres tú. A mí este hombre me caía muy bien, lo sentía muy cerca, creía que era de los míos. No hizo falta que entablara ninguna conversación con él, no le estreché la mano, no pude nunca expresarle la gratitud. Escuchando hoy a Pepa en su programa, tomando el desayuno en la cocina, me he sentido un poco desvalido. El mundo se resquebraja un poco a cada muerte que sucede en su vasta extensión sin consuelo. Se vive en ese desconsuelo, en esa fragilidad. Ya no habrá mañanas en las que el bueno de Iñigo nos cuente cosas de los paradores o de los aeropuertos o de la buena mesa. Tendrá sus deudos, los que lo amaban y sientan la pérdida de un modo más hondo, pero mi pesar es sincero, mi orfandad es duradera. Creo que sentí este dolor cuando nos abandonó Borges y Freddie Mercury. A su modo, qué sé yo qué modo es ése, Iñigo no se irá nunca, andará por ahí, en la memoria de quienes le vimos en televisión o le escuchamos en la radio los sábados y los domingos en un programa que en casa es preceptivo y que ahora, cuando se nos ha ido, se escuchará con el corazón un poco encogido. Con el tiempo, se irá reduciendo la pena, no podremos sostenerla con esta dolorosa intensidad de hoy, pero costará acabar este sábado, costarán todos los demás sábados y los domingos que vienen detrás. En fin, tiene que desahogarse uno, tampoco sé si este duelo mío (pequeño, de amigo lejano, cómo podría ser de otra manera) es legítimo. La tierra jadea sus muertos. Lo hace a espaldas nuestras, sin que podamos intervenir, exponer una opinión. La muerte es un contratiempo para los que nos quedamos.
5.5.18
Íñigo, in memoriam
Una vez muerto, el muerto no padece. Lo hace en vida, padece en vida, pero la muerte, estés en el lado cristiano o no creas que haya otra vida tras ésta, cancela toda posibilidad de dolor, la convierte en otra cosa, no sabría bien decir cuál, pero hay en la muerte un descanso, una especie de cierre forzado, casi nunca voluntario. Los que quedamos huérfanos somos los vivos, seguimos en la brecha, padecemos a ratos, disfrutamos a ratos, sentimos que todo tiene un sentido o que, careciendo de sentido alguno, habrá que continuar el viaje, por ver si mejora o si, caso de que empeore, exista algo que lo justifique. Mientras hay vida, hay esperanza, suele decirse. Pienso hoy en la muerte tras conocer la de José María Iñigo. Lo vi de cerca cuando asistí a un programa de radio (No es un día cualquiera, RNE) en el instituto Aguilar y Eslava, en Cabra. Quise acercarme, expresarle mi agradecimiento. Porque me hizo sentir bien muchas veces. Tiene mérito eso de que alguien que no conoces te haga sentir bien. Lo hacen los escritores y los músicos y los actores. También el cocinero que en la trastienda de un restaurante te prepara ese plato que tanto te gusta. Hay mucha gente que trabaja para que nuestra existencia sea más placentera. Lo hacen porque es su oficio o por voluntad anónima y desinteresada. Lo que cuenta, hoy cuenta mucho, es que el beneficiado eres tú. A mí este hombre me caía muy bien, lo sentía muy cerca, creía que era de los míos. No hizo falta que entablara ninguna conversación con él, no le estreché la mano, no pude nunca expresarle la gratitud. Escuchando hoy a Pepa en su programa, tomando el desayuno en la cocina, me he sentido un poco desvalido. El mundo se resquebraja un poco a cada muerte que sucede en su vasta extensión sin consuelo. Se vive en ese desconsuelo, en esa fragilidad. Ya no habrá mañanas en las que el bueno de Iñigo nos cuente cosas de los paradores o de los aeropuertos o de la buena mesa. Tendrá sus deudos, los que lo amaban y sientan la pérdida de un modo más hondo, pero mi pesar es sincero, mi orfandad es duradera. Creo que sentí este dolor cuando nos abandonó Borges y Freddie Mercury. A su modo, qué sé yo qué modo es ése, Iñigo no se irá nunca, andará por ahí, en la memoria de quienes le vimos en televisión o le escuchamos en la radio los sábados y los domingos en un programa que en casa es preceptivo y que ahora, cuando se nos ha ido, se escuchará con el corazón un poco encogido. Con el tiempo, se irá reduciendo la pena, no podremos sostenerla con esta dolorosa intensidad de hoy, pero costará acabar este sábado, costarán todos los demás sábados y los domingos que vienen detrás. En fin, tiene que desahogarse uno, tampoco sé si este duelo mío (pequeño, de amigo lejano, cómo podría ser de otra manera) es legítimo. La tierra jadea sus muertos. Lo hace a espaldas nuestras, sin que podamos intervenir, exponer una opinión. La muerte es un contratiempo para los que nos quedamos.
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