Vuelvo a leer hoy una cosa de Unamuno que siempre me gustó mucho: la de la pena que da que los españoles no estemos a la altura de nuestro paisaje. Creo que no hay mejor declaración de amor a la patria que la ocupada en prevalecer sus paisajes a sus ideologías. Porque el paisaje no cambia, pese a que la mano del hombre lo perturbe y el tiempo también haga su obra lenta y durísima, pero las ideologías son de variada ralea moral y no siempre sirven, ni valen para todos los que alguna vez enarbolan una bandera o una causa. Me hace mucha gracia, gracia que en ocasiones vira a pena, que la política de un país como el nuestro haya quedado únicamente en la vindicación de sus pequeñas patrias, esas provincias que creen estar mancomunadas históricamente por una lengua o por un afán o por un ideal y declaran abierto un conflicto y se arrojan a él combativamente, sin pensar en lo que queda atrás cuando se inicia una batalla. La de las independencias nunca tira de paisajes, sólo exhibe soflamas lingüísticas y tramas parlamentarias. No tiene poesía. Antes, recuerdo yo, corto en edad para ir muy atrás en la historia de estas cosas, pero talludito para otras, salían a la calle los poetas y los cantantes y llenaban las plazas y los auditorios de las facultades universitarias. Ahora son otros los tiempos, más tristes, menos épicos. Hemos arrumbado las metáforas, las hemos apartado con fiereza, y hemos convidado a los eslóganes, que son frases resolutivas, algunas con buena factura, que se quedan en una invitación, sin entrar en más hondura. Todo está mucho más pobre ahora. La gente se tira a la calle para reivindicar lo suyo (la patria, ah la patria) y llena los estadios con pancartas enormes que ocupan graderíos enteros y silba el himno español, pero no mira el paisaje, no tira de paisaje, como quería Unamuno: no estamos a la altura de nuestros ríos, ni de nuestros bosques. Ni siquiera estamos a la altura de algunos antepasados nuestros, que solicitaron lo mismo que los de ahora, pero no hicieron el ridículo, ni dejaron que la gente votase en urnas improvisadas en las plazas, ni sacaron las armas (las sacaron porque las tenían) para quitar de en medio a los que pensaban de otra manera, ni se encapucharon para salir en televisión y airear sin pudor su locura. Son tiempos de penurias intelectuales. No hay gente con la cabeza bien amueblada, muy leída y muy trabajada en el debate y en la confrontación limpia de las ideas. No hay políticos con la suficiente honestidad como para retirarse cuando la derrota es manifiesta. No retirar de su cabeza la idea que los animó al enfrentamiento, lícito, de cualquier manera, sino la retirada de unos planteamientos y la invocación de otros. No he visto a nadie que en la batalla sólo desee usar la misma espada, usando un símil bélico. De gente obcecada y negada al diálogo está el mundo lleno. No sólo en el lado en el que no estamos ni deseamos estar, sino también en el nuestro, el que nos parece legítimo y válido.
Habermas dijo el otro día que ojalá no hubiese filósofos en ninguna cartera ministerial. Ni poetas. Me parece que tendrá más elementos de juicio el filósofo y poeta alemán que este servidor. Seguro que habla con el conocimiento del que yo carezco, pero me sigue pareciendo que hace falta un poco de sensibilidad en los procedimientos de la política, en sus textos, en su discurso. La poesía es el paisaje mismo. Lo dijo Unamuno, a su manera. El paisaje es la interpretación del paisaje. No todos nos mueven igual, no hay dos que se parezcan, todos tienen su historia y alguien la saca a relucir o la cuenta para que todos sepan a qué atenerse. Hasta el paisaje puede politizarse. La lengua se ha convertido en mercancía política. Pronto caerán los árboles, los ríos y las colinas ondulando en el horizonte.
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