yo solo al filo mismo de la única enfermedad posible,
yo solo, fractura de aire en el aire,
mordida evidencia de la tarde abismando su cansancio sin abandono en la página,
en los gestos,
en mil novecientos ochenta,
leyendo Stan Lee,
tal que un dios abismado en el vértigo de su obra,
tan mío ya sin signos de destrozo,
pensando en Kant, pensando en la novia de los quince años,
en el almíbar poderoso de los ojos y en la carne alborotando la semilla perdida en el fondo del alma,
por el fuego siempre indeciso,
abrevando en la llama,
luz que agoniza,
de pronto con la voz de Joe Cocker en el blues del caballo ahogado por el vértigo,
en el eterno blues enfermizo,
en la noche improvisada,
con una botella de amor muy puro que voy ofreciendo a los viandantes,
gente de azafrán y gente de clausura perfecta,
gente donde antes una acera oscura y un dibujo de lluvia,
gente que me confía el dolor de las horas,
el terrible dolor de las horas,
el incendio que provoca adentro contemplar el vértigo,
ah el vértigo, el inmarcesible, el vértigo seguido de una luz que turba y de un ejército de sombras,
el vértigo en un viernes sin sacerdotes,
en un viernes limpio de ceniza y de llanto,
en un cielo de alacranes,
en una turbamulta de alucinados,
en la cola del pan y en la mejilla del piadoso,
en el momento en que la tristeza canta su doble canción sin fundamento,
elevado a todas las máximas potencias,
que mastico versos de Walt Whitman y duermo empalmado de palabras,
gozosamente mercenario del júbilo de la carne,
con jadeos y yo gimiendo,
que me como mis ojos y escupo alejandrinos levemente tocados de lujuria,
en jueves de lluvia antes de abrir el día y antes de entrar en las horas,
como pregunta porque no sé manejarme bien en ser respuesta,
ataviado de mí mismo a salvo de los disfraces que se van apareciendo y me miran,
en la piel del aire, ardido, precario, proletario,
varado en mi ser,
sin salir a la calle,
sin contemplar el vértigo y la fiebre,
sin registrar la travesía que va de lo muerto a lo muerto,
sin futuro,
con rimel de fonemas,
con cuerda de preso íntimo,
con vara de mando de yo,
aliviado y ofrecido,
con toda esa complexión infame de vecino ordinario que sale por las mañanas y compra el pan y recita buenos días mientras va pensando en los avatares y en los calambres,
en Chet Baker en Holanda ya muy al final de su vida, cuando le partieron los dientes,
y en Hemingway en Madrid,
escribiendo en un hotel, sintiendo la punzada del toro del caos al borde mismo de la vieja máquina,
a mi modo muchas veces yo,
el yo que únicamente ama dixieland,
el yo consentido,
el yo consecutivo,
el yo convexo,
el que se desvanece y se iza,
el que se deja invadir el corazón por algas,
algas minuciosas,
algas antiguas,
goloso de aire, idílico y nítido,
catedralicio, espiritual,
fingido eco de una voluta de amor muy puro súbitamente abandonado en un sueño,
inmarcesible,
yo el impuro, yo el pagano, yo el solo,
en mi centro exacto,
en mi sombra cabal,
en mi afecto antiguo,
en mi voz sin dios,
en mi pecho mío,
cuando la vida iba en serio y también ahora,
conjugado en todas las formas del verbo,
abierto en canal, expuesto,
domesticado, yo contrariándome,
fugándome, explayándome, inventariándome, negándome, vibrándome,
con Mishima, con su cabeza cortada, con su ojo nipón y kamikaze,
zombi en La Habana anoche,
multicanal, dolby surround pro-logic,
en mil novecientos ochenta sin Jorge Luis Borges,
aquí enfermizo y prerafaelista,
ubicuo y perverso, sentimental y hueco,
yo al borde de mis palabras como una mariposa temblona que olisquea un pétalo y vence la timidez y se zambulle en la esencia panteísta del polen y renace,
en mi verdadero flujo cósmico,
izado, vertido, reducido a polvo,
con toda la evidencia gris de mi palabra,
tensando el plectro del alma,
desertando, desertado,
como un pájaro demorado en el alambre,
astilla de una luz de un millón de años,
yo el improbable, el fingido a diario,
convocado por el numen y rechazado por el numen,
el que resiste y proclama
oh la dulzura, ah la dulzura,
pero nada es del todo dulce o nada se endulza,
en todo hay que abonar un peaje, un diezmo, la contribución al sostenimiento de los valores eternos con los que uno sortea el vivir,
el saberse muriendo, el atisbar en las distancias avisos de ceniza,
yo sobrio esta noche, ya nunca hijo de jack daniel's,
huyendo del libro de las horas, dejando atrás el verde,
los húmedos verdes de los primeros poemas,
los poemas sin asunto, huecos por dentro, de una oquedad vistosa, pero sin semilla,
incapaces de alcanzar la plenitud,
el holograma de una plenitud,
yo adán, elegido, creado de un soplo, borrado de otro,
yo en mudanza continua,
abatido por las circunstancias, cercado por los números y por el frío,
hurgando en la tiniebla,
feliz sin saberlo,
escribiendo,
yo el festivo,
yo el inverosímil,
yo el aterrado,
con la esperanza de que todo haya valido la pena,
yo el cronista doméstico, el demiurgo delincuente,
el que piensa en la sangre de pato del poeta en Nueva York,
en evidencia, yo en conciencia, yo en mi algoritmo secreto,
en mi pulso hondísimo,
en lo que más acendradamente soy y por lo que seré en el futuro considerado,
multiplicado, crecido, superado,
yo solo al filo mismo de la única enfermedad posible,
yo solo, asombrado y entero,
manuscribiendo el alma en una pantalla philips de 22 pulgadas,
abrevando en la llama,
luz que agoniza,
de pronto con la voz de Joe Cocker en Woodstock en el blues del caballo ahogado por el vértigo, en el eterno blues enfermizo,
en todos los blues de cruce de caminos,
en la noche improvisada como un muelle,
con una botella de amor muy puro que voy ofreciendo a los viandantes,
gente de azafrán y gente de clausura perfecta, gente que me confía el dolor de las horas, el terrible dolor de las horas,
el incendio que provoca adentro contemplar el vértigo,
ah el vértigo, el inmarcesible, el vértigo seguido de una luz que turba y de un ejército de sombras,
el vértigo en un viernes sin sacerdotes,
en un viernes limpio de ceniza y de llanto,
en un cielo de alacranes,
en una turbamulta de alucinados,
en la cola del pan y en la mejilla del piadoso,
en el momento en que la tristeza canta su doble canción sin fundamento,
elevado a todas las máximas potencias,
que mastico versos de Walt Whitman y duermo empalmado de palabras,
gozosamente mercenario del júbilo de la carne,
con jadeos y yo gimiendo,
que me como mis ojos y escupo alejandrinos levemente tocados de lujuria,
en ciernes, en un limbo invisible,
en toda la extensión fiable de mi asombro recorriendo las avenidas en la noche,
medrando en júbilo, a salvo de la rutina,
en la fiebre,
en la creencia de que está dios vigilando los pasos y mirando con celo,
yo, en fin, a pesar de todo, tan previsible