25.5.17

Dioses

Siempre quise escribir sobre Dios. Creo que mi interés en él es más literario que otra cosa. No se me ocurre personaje que concite un interés mayor, ninguno con una carga sentimental o trágica o lúdica o patética mayor. Toda la filosofía es una extensión de este deseo mío, pero yo no quiero ser filósofo. Tampoco creo que pueda conocer mejor a Dios siendo filósofo. Los teológos, contrariamente a lo que puedan decir el sentido común o la experiencia que uno albergue, no tienen mucho más que decir. Tienen amarrado a Dios, pero no lo poseen. 

En la novela que estoy escribiendo hay una parte en la que el personaje principal (un voyeur que decide airear sus pecados y sus delitos cuando ve acabar sus días) le pide explicaciones a Dios. No recibiendo respuesta, decide confesarle con más apasionamiento su historia. Se le sincera de un modo que no haría de saber que de verdad está siendo escuchado. En buena medida, la sinceridad del personaje (pongamos W.) es directamente proporcional a la seguridad que posee sobre la inutilidad de su esfuerzo. Dice que profanó o que violentó o que vulneró la intimidad de S. con la convicción firme de que su lamento será aireado, sí, pero no usado en su contra. Trata, por todos los medios que están a su alcance, de salir indemne de todo el mal que ha causado. Por eso busca a Dios. En otra parte de la trama (llevo cien páginas largas, creo que no será mucho más extensa) W. se arrepiente de haber sido tan lenguaraz, de haberlo contado todo, de no haber guardado nada. Desea con toda su alma que Dios no exista. Le molestaría (quizá algo más severo que la molestia) que alguien supiese lo mismo que él. De alguna manera, cuanto más secreto es su pecado, o su delito, más fascinante será y más sentido tendrá haberlo acometido. El hecho de difundirlo (a una persona o a todas o a Dios) no es una liberación, no le supone ningún alivio. Bien al contrario, le atormenta. Cree que Dios es una invención maligna, caso de que sea una invención. También que es una criatura maligna, caso de que no lo sea. La posibilidad de que no haya nada que se escape a su vigilancia le aterra. En perspectiva, el lector es Dios. Sabe de W. cuanto W. sabe. Él mismo le ha entregado esa rendición minuciosa e íntima. El escritor, otra divinidad injertada en la obra, observa cómo avanza su incredulidad, su fascinación por la brecha narrativa abierta. 

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