Hay días en que uno se siente hospitalario consigo mismo. Como si no se conociese en absoluto y de pronto le sobrevinieran unas ganas enormes de agradarse y de procurar los afectos con los que normalmente no procedemos. Está bien no tener las cosas claras. Bien que, por ejemplo, uno se levante inseguro y frágil y planee el día a tientas y sienta que todo se puede venir abajo. La nota aparece manuscrita en el interior de un libro (El libro del desasosiego, Fernando Pessoa) y la vi anoche, cuando lo entresaqué de su balda por ojearlo, por leer alguna cosa a vuelaojo, antes de irme a la cama. No sé cuándo la escribí. No sabiéndolo, no parece ni mía siquiera. Solo la primera frase se ha mantenido en mi cabeza y creo haberla usado en algún poema. Hay frases que creemos haber descubierto, pero no son nuevas: están ahí dentro, no se delatan de inmediato, pero en cuanto tienen ocasión, a poco que encuentran una fuga, se liberan, se ofrecen, piden que las atendamos. No es una lectura propicia la de Pessoa antes de conciliar el sueño. O lo es enteramente. La hoja (un folio en blanco roto en su mitad sin esmero) no tiene fecha y soy incapaz de pensar en cuándo fue alojada en ese recinto perfecto. Mi letra ha variado poco en los últimos treinta años. Puede ser de hace diez o de hace veinte. El libro es más antiguo. La primera vez que lo leí fue en época universitaria, recomendado por mi profesor de Teoría Literaria, Luis Sánchez Corral, al que echo de menos y con el que me encantaría (ay) charlar sobre Borges (otra vez) en El Platanín, en la calle Jaén, cerca de la Facultad que los dos amábamos. Hay días en que uno se siente nostálgico. Como si la nostalgia conviniese y nos atiborráramos de ella a posta, sabiendo el bien que nos hace. Hace calor hoy en Lucena. Igual el hallazgo es una señal. Empieza el verano y Pessoa puede venir bien. Acabo de abrir unas páginas al azar y compruebo que sigue siendo adictiva su prosa. Vas saltando de párrafo en párrafo. No se precisa una continuidad. Son fragmentos, retazos de algo, impresiones que, al registrarse, fijan una luz que nunca se apaga. Ah el libro de Pessoa lo compré el 21 de Junio de 1986. Esa costumbre (que no siempre mantengo) de escribir la fecha en que se adquieren los libros.
29.6.15
26.6.15
Volver al cine
Sé de los zombis lo que me han mostrado las fantasías apocalípticas de George A. Romero o las temporadas de The Walking Dead. Sé también que, de haberlos, vivirían aquí, en este centro comercial que no llegó a abrirse nunca y al que el abandono ha cubierto de polvo y también de olvido. Está en la periferia de mi pueblo, al costado de un polígono que sobrevive milagrosamente a expensas de una gran superficie y de los negocios levantados a su costa. Fascina que nadie haya puesto un pie en ese suelo ahora irreconocible. Que las escaleras mecánicas no se hayan accionado jamás o que ni siquiera se haya acometido un mínimo servicio de luz eléctrica que ilumine los pasillos, las oficinas y las tiendas cuando cae la noche. Lo de los zombis es cosecha de autor: uno tiene la imaginación siempre alerta y cree que la ficción, la que más le conmueve, pugna por invadir la realidad. No dudo que en muchas ocasiones lo consiga. Se agradece que aquí se haya malogrado la tentativa. Duelen, sin embargo, otras cosas: duele la arrogancia del capitalismo, su atroz voluntad de impregnarlo todo. Debe ser la ambición la que ha construido este vacío. Ella será la que quiso y después, a la vista de la escasez, decidió retirarse.
Además esta visión expande un modo cinematográfico de ver la vida. Hace que se piensen las cosas a veinticuatro fotogramas por segundo. Una vez instalados en ese rango cinemático, todo viene por añadidura. Se observa lo que no se deja apresar por la vista: lo que está y no registra el ojo. Diríamos que obramos siguiendo los dictados de la fe. Creemos en cosas que la razón no consiente. Así imaginamos vida donde no la hay. Concebimos un universo que difiere del ineludible universo de todos los días. Por eso tal vez abrí mucho los ojos cuando vi este pasillo. Luego saqué el móvil y saque una única fotografía. La dejé ahí, pensando en qué hacer con ella. Hoy me ha sobrevenido la imagen un par de veces. He fabulado la posibilidad de que de noche, cuando las luces del polígono se apagan, acuden seres extraordinarios y fatigan las plantas vacías, las recorren sin motivo. O con todos ellos. Nosotros, a nuestro modo, cuando las luces se apagan, al cerrar los ojos, nos evadimos, concebimos universos que no existen, caminamos calles de ciudades invisibles. Sin motivo. Con todos. Volver al cine siempre. Caer en la cuenta de que todo está aliñado de cine. Que lo real es una extensión suya si uno no pone muchos reparos.
Además esta visión expande un modo cinematográfico de ver la vida. Hace que se piensen las cosas a veinticuatro fotogramas por segundo. Una vez instalados en ese rango cinemático, todo viene por añadidura. Se observa lo que no se deja apresar por la vista: lo que está y no registra el ojo. Diríamos que obramos siguiendo los dictados de la fe. Creemos en cosas que la razón no consiente. Así imaginamos vida donde no la hay. Concebimos un universo que difiere del ineludible universo de todos los días. Por eso tal vez abrí mucho los ojos cuando vi este pasillo. Luego saqué el móvil y saque una única fotografía. La dejé ahí, pensando en qué hacer con ella. Hoy me ha sobrevenido la imagen un par de veces. He fabulado la posibilidad de que de noche, cuando las luces del polígono se apagan, acuden seres extraordinarios y fatigan las plantas vacías, las recorren sin motivo. O con todos ellos. Nosotros, a nuestro modo, cuando las luces se apagan, al cerrar los ojos, nos evadimos, concebimos universos que no existen, caminamos calles de ciudades invisibles. Sin motivo. Con todos. Volver al cine siempre. Caer en la cuenta de que todo está aliñado de cine. Que lo real es una extensión suya si uno no pone muchos reparos.
22.6.15
Set the controls for the heart of the sun
Acabo el día escuchando las psicodelias de los primeros Pink Floyd. No sé si es en trance como hay que entrar en estas sesiones o con un espíritu limpio, en absoluto contaminado. Sé que la cosa lisérgica ha ocupado la entera extensión de mi cabeza sin que mi cuerpo haya recibido la tralla de los fármacos. Entusiasmado, izado, conmovido incluso, he viajado al Londres de los primeros setenta. En el viaje, he visto escena de Blow up de Antonioni y juro que tuve pantalones de campana, patillas de doce centímetros y, pese a mi alopecia, pelambreras respetables. He comprendido, en cinco o seis piezas, el poder de la música. No ha sido una revelación, no ha llegado la cosa a tanto: uno sabía bien que hay discos que pueden salvarte la vida o malograrla. Lo que en este rato he percibido es la sublimación de un modo muy concreto de entender el mundo. No es posible que hoy en día salgan discos como A saucerful of secrets. No habría productor que lo auspiciara, ninguno que lo refrendara. Lo bueno de aquellos tiempos es que se apreciaba cierto desquicio creativo que hoy en día no existe. -Todos esos discos nuevos que pretenden innovar terminan haciendo pensar en tal o cual grupo, en alguno de los setenta, tan febriles, o de los ochenta, tan tarareables. Hoy soy de Pink Floyd, cuando ayer, a última hora de la noche, fui feligrés de Monk. Ha sido un día feliz en muchos sentidos. Mis Bowers and Wilkins me han sonreído a su manera.
13.6.15
Fiordos como catedrales
El mirador de Trolltunga, en la región de Stavanger, se encuentra a 700 metros sobre el lago de Ringedalsvatnet.
(Foto: Simon Dannhauer, El País)
No se me ocurre pensar en un fiordo que no lo cruce un barco vikingo, uno de esos drakkar temibles, con su dragón en el mascarón de proa, partiendo las aguas. Tampoco pienso mucho en ellos, pero en cuanto lo hago, a poco que el azar me los sirve - quién va a ser sino el azar el gentil y hospitalario anfitrión- aparece el barco vikingo y veo desfilar por mi cabeza cascos con cuernos, barbas trenzadas, hachas izadas al aire y escucho canciones de saqueo. Es curioso todo lo que puede hacer una cabeza inclinada a la épica, aunque a falta de la propia, sea la épica ajena.Mi cabeza se educó leyendo historias de pillaje vikingo en los tebeos del Jabato o del Capitán Trueno o los dibujos de Vickie el Vikingo. Luego vino Los vikingos, la gloriosa película de Richard Fleischer, con Kirk Douglas con un solo ojo, sentado en su trono, rezando a Odín y pidiendo a su hijo, el armado Thor, que le concediera el don del coraje y pudiera entrar en el ansiado Valhalla., con la hermosa Janet Leigh, vestida como una princesa, adorable y ruda a la vez. Ahora hay una serie, titulada abruptamente Vikingos, cuyas dos primeras temporadas me han parecido formidables, que deja caer la idea de que no solo era un pueblo violento, de moralidad liviana e inclinación natural al fornicio, diligentes en la guerra y conscientes de lo que una buena propaganda podía hacer a favor suyo. No solo eran unos bárbaros, en el sentido animal del término, sino que se cuidaban mucho de parecerlo y de difundirlo. Eran también unos defensores a ultranza de la familia, eran sentimentales y también poseían una religiosidad depositada en una abundante y emocionante literatura oral. Le daban a la mujer un rango social que el cristianismo jamás cedió. La mujer vikinga lee, participa en la batalla, decide con quién casarse y hasta se registra que alguna -no con la profusión de los hombres - lideraba ejércitos y ejercía la jefatura ciudadana.
De los vikingos, de su civilización, me fascina el paisaje que la encuadra. Es una de esas fascinaciones de orden estético que no pueden en modo alguno ser vertidas adecuadamente en palabras. Ninguna combinación de ellas compondrá una imagen como la que proporciona la realidad. Dicho esto por alguien que nunca ha visitado las costas noruegas, por un lado, y ama el juego de combinar palabras - y a ver qué sale y qué produce - es decir mucho. De momento, a falta de viajar de una vez allí y comprobar de primera mano la belleza, me conformo con recrear la vista con fotografías como la que encabeza este escrito de sábado. No sé qué se sentirá al mirar el mundo desde esa piedra horizontal, que se incrusta en el aire y lo violenta. Debe salir otro distinto al que se sentó. Me imagino que el que haya sentido ese placer - esa visión pura del infinito, de la naturaleza ofrecida como un regalo - habrá cambiado de alguna manera. Igual se entienden cosas a las que normalmente no alcanzamos. Quienes construían las catedrales pretendían hacer fiordos, pero no eran dioses, los dioses a los que pretendían acercarse y a los que ansiaban halagar. Queda quizá la sensación de sentir que todo cobra un sentido. Probablemente el significado de las religiones sea ese: el de ocupar un hueco, el lugar vacío en donde nada es narrable con la razón. Somos de los cuentos, somos de la fabulación, de todos los dioses antiguos, de los bonancibles y de los bárbaros, de los furiosos y de los tiernos, somos figurantes de una trama imposible de contar, en la que se nos permite decir unas líneas en el escenario. El de los fiordos es idílico.
11.6.15
Sin noticias de Heidi
Cuanto más miro la foto, a poco que caigo en la inocencia de la que carece, más me inclino a pensar que estamos en manos de gente admirable. No porque valgan más que uno y tengan valores que uno no posee, sino por la voluntad de vivir la vida que llevan, por aceptar ese vértigo y levantarse por la mañana vestido de personaje público - y estos dos de un modo masivo - y acostarse sin haberse desvestido, desprendido de ese traje. Hay oficios que se miden por la responsabilidad que conllevan. La de ellos es alta, aunque no desdeño la de un cirujano, la de un abogado, la del conductor de un autobús o la de un maestro o la del panadero, sí, cuidando que el pan que prepara por la noche en el obrador esté apetitoso y cumpla la normativa que exista en la fabricación del pan. Admirables Obama y Markel, sí; y reprochables también. No convencerán a todos. No lo hacen, de hecho. Les arreciarán las críticas y tendrán los halagos de algunos. Porque detentan puestos que suscitan adherencias fuertes y repulsas extremas. No les envidio. No me atrevo a criticarlos, aunque motivos tendría. Alguien tiene que estar en ese banco, aunque sea tan relajadamente, como si el mundo girara bien - y bien sabemos que no gira bien - y parte de esa eficiencia en el giro estuviese dependiendo de su gestión en el cargo. Hay cargos que deberíamos ocupar todos. Y de ahí ver la vida con otra perspectiva. La política es un oficio ingrato, al que con frecuencia se le zahiere a gusto. Hay una voluntad en menospreciarla, en recabar los máximos apoyos para que la tarea de defenestrar su prestigio obtenga éxito. Y a pesar de lo justa que parece esa empresa, habría que repensar la táctica y obrar de otra manera. No sé cuál. Esto es un dejarse ir, un hablar tras ver una fotografía, la de la Merkel y Obama en un descanso del G8. Parece, vista sin otra información añadida, un montaje. Parece de mentira, es cierto. Luego están los de siempre, los que agotan las posibilidades gráficas y le buscan el humor que igual no tiene. Qué bien está uno en la inocencia, qué pronto se descabalga de ella, qué rápido la echa de menos después.
10.6.15
El espejo de los sueños
Da igual cómo se sienta uno durante el día, qué lo conforta o qué lo atenaza, si cae en la pesadumbre, en la rutina o en la indignación o si los astros se alían para que todo sea placentero y el mundo gire y el aire te ocupe todo el pecho. Todos los días acaban bien. Hay un momento en que el cuerpo, vencido tal vez, se desprende de todo lo malo que hubo y se reconcilia consigo mismo y te hace a ti sentirte en paz también. Entra uno en el sueño, se deja llevar, se pierde dentro y la felicidad te inunda como quizá no lo hizo en la vigilia. Son los sueños a veces los que nos mantienen a flote. Ellos son los que nos confortan. Soñamos para limpiarnos. Lo turbio y lo sucio se abandona en el sueño. Tiene que haber un lugar en la cabeza en donde están todos los desechos que hemos ido arrumbando a lo largo de nuestra vida. Y ojalá exista de verdad y se tenga la suficiente capacidad como para permitir que continúe el volcado. También soñamos para saber qué se siente al ser malos. De hecho hay que cuidar esa parte de maldad. No se puede ser bueno a tiempo completo. Conviene emporcarse de vez en cuando, aunque sea en sueños. Se despierta uno con la sensación de que algo de lo que ahí adentro no nos pertenece. Como si fuese otro el pervertido, el retorcido, el que saquea y el que destroza. Al sueño le concedemos la consideración de no sentirlo nuestro. A conveniencia, en cuanto el sueño es dulce y de nuestro completo agrado, le concedemos también la de ser nuestro del todo. No he leído a Freud, no sé nada de esto de los sueños que ahora pueda contar aquí. Escribe uno no de lo que sabe, sino de lo que siente. De la maldad no sabemos nada; únicamente percibimos impresiones fiables, la idea de que algo es bueno o de que no para uno mismo, pero sin tener que compartirlo, sin que se tenga que contar a los otros y recabar su anuencia o su rechazo. No sabría contar qué soñé anoche, pero me desperté sobresaltado. Es mejor que todo se diluya. Quizá sea un mecanismo de defensa el hecho de no recordar qué pasó en el sueño. Nos libramos de una realidad a la que tal vez no se nos haya educado a soportar. El abismo está dentro, escribió el poeta. Miramos abajo y descubrimos que desde abajo alguien nos mira a nosotros. Como un espejo. El espejo de los sueños. Es posible que ése. No sabría explicar el porqué del nombre del blog al que acudo casi a diario desde hace nueve años - y el nombre de un libro de poesía que la Diputación de Córdoba me publicó hace más de veinte -. Será esto de lo que hablo en él: de mirarse uno y de saber que es difícil mantener mucho tiempo la mirada. De eso trata también la escritura. Nada que interese mucho. Cosas que se me ocurren entre un día y otro.
7.6.15
Procrastinando, que es lo mío
No suelo pensar en el futuro. Me siento incapaz de hacer planes a plazo muy largo. Los que hago, los pocos que me veo obligado a hacer, se malogran con frecuencia. Va uno aplazando las cosas. A veces creo que lo aplazado es más mío, me pertenece más enteramente, por el hecho de poder administrarlo. No es que se espera que se resuelva todo por sí solo o que mande la pereza: se aplaza, se difiere en la línea del tiempo para sentirlo propio. El sentido de la posesión es mayor incluso que el uso que se le da a lo poseído. No voy a poner casi nunca la obra completa de Bach, pero tengo la caja en una balda, expuesta a quien se tope con ella, diciendo de mí lo mucho que adoro a Bach, cuando es una verdad a medias. Lo dice K., lo podría decir yo, tú que lees. Este verano voy a releer a Lovecraft. Siempre hago planes para el verano. Cuando irrumpe septiembre, no pienso si los he cumplido o no. A veces improviso otros a los que concedo la legitimidad mayor. Suplo a Lovecraft por Canetti. Disfrutamos las cosas que se van pensando, gozamos el modo en que las organizamos. Luego importa poco que se culminen con éxito o no. He ahí mi novela, la aplazada. De hecho suelo traerla por aquí, por este prontuario de ocurrencias, La procrastinada, le voy a decir. La traigo para sentir que la voy dejando para un después inasible, de poco asiento en la realidad. Será verdad que el futuro es lo único lugar en el que queremos estar, y no pensamos en el hoy fugaz, ni en el ayer zanjado. No hay nada que se disfrute más que elegir en qué usar el tiempo, en que se perderlo incluso. La siesta de la que acabo de salir -juro que en trance, izado, en volandas, feliz y remasterizado - estaba planeada desde el viernes, pero no la he aplazado. No he dicho: no la vas a dormir, Emilio, te sentarás a escribir, verás Alma en suplicio - la tengo preparada en un lápiz de memoria para esta noche - o ordenarás el cuarto de los libros, que requiere atenciones y no se las das nunca. He dormido gloriosamente, contento de viandas, saciado de birras. Es bueno tener fe en algo. Yo, que soy un descreído, creo en la propiedad del tiempo. Casi nunca se dispone de él a capricho, pocas veces tiene uno la posibilidad de gobernarlo a voluntad, así que hay que esmerarse en los ratos en que se nos ofrece sin resistencia, consciente de que vamos a hacer con él lo que nos venga en gana. Luego llega el verano, estación de felices vacaciones; llega con otros oficios y otras ocupaciones. Y Lovecraft, mi buen Lovecraft, queda allá en su rincón, preguntándose qué pasó esta vez,
2.6.15
Hécuba en Lucena
El domingo fui al teatro. Lo hice a sabiendas de que no se sale indemne de una buena obra de teatro. Quise exponerme, dejar que me asombrasen, permitir que fuese otro el que saliese de la función, no el que entró. De Hécuba, la maravillosa función de teatro realizada por el módulo de adultos de la Escuela de Teatro Duque de Rivas de Lucena, se sale vulnerado, herido, conforme con haberse entregado a uno de los ritos más antiguos de la humanidad, el de aceptar la representación de la vida en lugar de la vida misma. Porque en un escenario la vida discurre a otra velocidad. Lo que no se puede gobernar después es el modo en que la vida de verdad, la de la calle, se deja impregnar por lo que se ha visto en ese escenario. Hay obras de teatro que no te abandonan. Los clásicos, los griegos, los del Siglo de Oro, los ingleses, cuentan el mundo de ahora como si lo acabasen de registrar en el libreto. Por eso Hécuba se comprende sin tener que estar uno al tanto de las mitologías y de la cultura helena. Basta escuchar, sólo se precisa ver, abrirse un poco a lo que los atormentados protagonistas confiesan bajo las luces. Todas esas mujeres formidables, comidas por la fiebre de la venganza, enfermas de odio, convertidas en verdugos antológicos, calan dentro del público. No es cosa únicamente de Eurípides. Al texto, espeso sin excusa, se le aligera un poco la carga sintáctica, la parte vulnerable al paso del tiempo, y se le arropa con una escenografía pulcra, de una pulcritud obscena a veces. Mérito del cuidado de Toñi Jiménez y de Maribel Peñalver, la espesura dramática se adelgaza sin que ese lifting escénico descuide ninguna de sus virtudes, que son muchas y aquí están todas muy bien aprovechadas.
No hay mayor dignidad que la del teatro. Ninguna de las artes posee más honradez tampoco. Al teatro se le encomiendan cometidos que siempre realiza airosamente. Es la poesía, es la danza, es la palabra. Nació en los albores y durará hasta que la tierra reviente o el hombre se embrutezca del todo. La fiesta del teatro es de las más íntimas que existen. Todo lo que se despliega ante los sentidos es incumbencia nuestra, nos atañe, nos involucra de un modo con el que solo la literatura rivaliza. Hay palabras que solo las dicen para que nosotros las escuchemos. Están escritas pensando en nosotros. De ahí la festividad de lo íntimo, de ahí la intimidad de lo festivo. No todo el teatro es sagrado o es épico o entra en la alta y noble disciplina de la belleza o de la inteligencia, no toda la literatura. Hécuba, la Hécuba del Duque de Rivas, es hermosa y es noble y es inteligente: es teatro de un calidad enorme y de un mérito de un tamaño incluso mayor que el de su calidad. Que el elenco sea no profesional y trabajen en talleres, en ratos sueltos, entre oficios y placeres, entre obligaciones y quebrantos, hace que uno aplauda con más entusiasmo y la fascinación con la que sale del teatro sea - si cabe - más entera, de más difícil borrado. Porque uno acaba olvidando las cosas, incluso las buenas. El tiempo obra a su aire y quita lo que le place, sin que concurse nuestra voluntad, por mucho que uno crea tener una propiedad. No hay tal cosa. Pero será extraño que olvidemos esta Hécuba. Habrá más teatro y habrá más vida, pero la impresión, la impresión feliz y sencilla, de haber asistido a un espectáculo prodigioso no tiene visos de perderse pronto. Se me ocurre que el agradecimiento que les debo ni siquiera está pagado con esta pequeña reflexión que dejo aquí para dar una especie de anuncio de grandeza.
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