I
Vi Satanás en la ahora ya casi difunta segunda cadena hace tal vez demasiados años. La programó Narciso Ibáñez Serrador en Mis terrores favoritos, aquel club nocturno de pánicos en blanco y negro que amenizaba las noches de invierno cuando no existía el VHS, al menos en mi casa, y el cine, el cine de pantalla grande, digo, era una experiencia prohibitiva, un pasatiempo para adultos. Mi adolescencia cinéfila creció alrededor de TVE2 como liquido amniótico primordial. Había olvidado la cinta hasta que hace unos días cayó en mis manos (temblorosas casi) una copia en DVD de la cinta de Edgar G. Ulmer. No la vi de inmediato. La guardé como el que guarda un tesoro con la secreta esperanza de dilatar el placer de volver a verla y es curioso cómo el tiempo, ese juez atroz, no ha enturbiado el recuerdo sellado. Continúan las líneas (hay mucha geometría en la estética futurista de la cinta) y persiste la idea de que estar asistiendo a una especie de sesión hipnótica de cine fuera del tiempo. Mejor me explico: Satanás es una obra maestra que exhibe precocidad conceptual por todos lados. Escaleras curvas, sombras sugerentes, lejana inspiración gótica: The black cat (éste es el título original según la referencia literaria, muy escorada, del cuento de Edgar Allan Poe) transcurre en la opresiva realidad de una casa alojada en mitad de los Cárpatos, edificada sobre un cementerio, aunque el propio anfitrión (un inquietante Boris Karloff) cuenta que en ese lugar hubo un campo de concentración que él mismo gobernó durante la última guerra. Satanás exhibe (orgullosa) una soberbia combinación de terror puro, sadismo, satanismo y hasta un punto de pedofilia. Una mujer embalsamada, alojada en una urna, da al relato el tono coprófago y necrófilo restante para que la obra (editada ahora por Suevia en una muy buena edición con la estupenda inclusión de un libreto) se imprima del carácter sobrio e incluso mezquino (desollamientos, narcóticos, sexo reprimido, la presencia oscura del Diablo) de la obra de Ulmer, que es malsana y se alimenta de la decadencia gótica de la novela británica y de la influencia del art decó, tan del gusto nazi.
Vi Satanás en la ahora ya casi difunta segunda cadena hace tal vez demasiados años. La programó Narciso Ibáñez Serrador en Mis terrores favoritos, aquel club nocturno de pánicos en blanco y negro que amenizaba las noches de invierno cuando no existía el VHS, al menos en mi casa, y el cine, el cine de pantalla grande, digo, era una experiencia prohibitiva, un pasatiempo para adultos. Mi adolescencia cinéfila creció alrededor de TVE2 como liquido amniótico primordial. Había olvidado la cinta hasta que hace unos días cayó en mis manos (temblorosas casi) una copia en DVD de la cinta de Edgar G. Ulmer. No la vi de inmediato. La guardé como el que guarda un tesoro con la secreta esperanza de dilatar el placer de volver a verla y es curioso cómo el tiempo, ese juez atroz, no ha enturbiado el recuerdo sellado. Continúan las líneas (hay mucha geometría en la estética futurista de la cinta) y persiste la idea de que estar asistiendo a una especie de sesión hipnótica de cine fuera del tiempo. Mejor me explico: Satanás es una obra maestra que exhibe precocidad conceptual por todos lados. Escaleras curvas, sombras sugerentes, lejana inspiración gótica: The black cat (éste es el título original según la referencia literaria, muy escorada, del cuento de Edgar Allan Poe) transcurre en la opresiva realidad de una casa alojada en mitad de los Cárpatos, edificada sobre un cementerio, aunque el propio anfitrión (un inquietante Boris Karloff) cuenta que en ese lugar hubo un campo de concentración que él mismo gobernó durante la última guerra. Satanás exhibe (orgullosa) una soberbia combinación de terror puro, sadismo, satanismo y hasta un punto de pedofilia. Una mujer embalsamada, alojada en una urna, da al relato el tono coprófago y necrófilo restante para que la obra (editada ahora por Suevia en una muy buena edición con la estupenda inclusión de un libreto) se imprima del carácter sobrio e incluso mezquino (desollamientos, narcóticos, sexo reprimido, la presencia oscura del Diablo) de la obra de Ulmer, que es malsana y se alimenta de la decadencia gótica de la novela británica y de la influencia del art decó, tan del gusto nazi.
Es la primera vez que Lugosi y Karloff aparecen juntos en pantalla (luego siguieron casi una decena más) y Ulmer exprime con libertad la expresividad de sus afilados rostros, lo sórdido de sus miradas, la adusta emotividad de sus gestos. La arquitectura, perlada de geometrías hipnóticas, perfila la personalidad de estas dos mentes depravadas, dignos hijos de la imaginación de sus autores: espectadores, a su vez, de una época convulsa que veía en estos últimos coletazos del romanticismo finisecular (vampiros, amor eterno, pactos con el reino de las sombras) una forma lírica de evadirse de la sociedad súbitamente tecnificada, desafectada de las pasiones que alumbraron la obra del mismo Poe, tomado aquí de forma caprichosa, a modo erudito, o de Lovecraft. Los diálogos son sorpredentemente literarios, en el sentido de que avanzan (al tiempo que las imágenes) y se solapan a ellas, produciendo la impresión de que las palabras danzaran, en alguna extraña coreografía, sobre el vigoroso (y muy preciso) manejo de la cámara. La propia casa es un cántico entusiasmado al concepto puro del Mal: dudo que esa retahíla cafre de casas endemoniadas que devastan la filmografía esotérica más reciente pueda competir con ésta en capacidad de fascinación, en aturdimiento. De hecho es la casa (su desasosegante construcción y la matemática inspiración de sus formas) la que gobierna el primoroso avance de la trama.
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Esta joya del expresionismo, paradójicamente financiado por las estructuras financieras del entonces recién nacido imperio de Hollywood tal como hoy lo entendemos, no precisó un presupuesto holgado. En esto Ulmer, director checo exiliado a los Estados Unidos, era un maestro. Aprovechaba elementos mínimos para componer sombríos retratos, concebía al guión como una parte primordial aunque jamás concluyente a la hora de crear una película. De hecho Satanás no ofrece material narrativo de excesiva altura y ni siquiera se plantea acudir a esos formalismos literarios para alcanzar ningún status de clásico, pero Ulmer (un tipo fascinado por la imagen y por su poder hipnótico y transgresor) posee el talento para subvertir la dictadura academicista de un libreto solvente y confianza en sus encuadres y en su atrezzo, en su portentoso sentido de la iconografía, para formular propuestas estéticamente irreprochables. Tanto lo son que uno no echa jamás en falta un más labrado tratamiento de la historia. Ulmer mima los diálogos, los concibe como un mullido colchón en el que arrojar una parte de lo que quiere contar, pero sin privilegiarlos, sin consentir que la semántica viole los principios básicos del expresionismo, perpetrados a cara descubierta por un idealista de la estética, un avanzado a su tiempo que, merced a trabajar en una filial de la Universal, la Producer Releasing Corporation, controló absolutamente su trabajo, alcanzando cotas de creatividad inéditas.
Ulmer confesó que el título era un tributo a Poe, pero que éste (salvo los cruciales títulos de crédito) no era fundamental en el film. Lo que inspiró la cinta fue la vida y obra del satanista Alesteir Crowley (1875-1947). Las malas lenguas ofrecen la versión de que el malvado Polzig, interpretado por Karloff, estaba ligeramente basado en la personalidad "diabólica" de Fritz Lang, tan buen cineasta como crispado y retorcido como persona, según las crónicas de entonces. Ulmer, a diferencia de los otros directores de poética enfermiza como Whale o Browning, prefería hablar de metáforas y no de monstruos carnales, de mitos del vampirismo o de la literatura fantástica universal como Drácula, Frankestein o el hombre invisible: Satanás o El gato negro es una parábola sobre la guerra, un poema sobre la destrucción, un intenso melodrama de vocación terrorífica pero anclado en temas sociológicos todavía vigentes: la maldad del hombre sobre el hombre, el estudio de la inteligencia como instrumento del Mal o incluso la posibilidad de usar esa inteligencia (los personajes son eminencias en sus campos, ya sea la psicología, la literatura o la arquitectura) para justificar el desmán, la barbarie y el caos que genera la guerra.
II
Anoche volví a ver Satanás. Creo que no cambio una sola línea de lo que escribí sobre ella hace unos años. Me sigue pareciendo una experiencia cinéfila absoluta. El problema del cine en estos tiempos es que nada es absoluto: todo se enturbia por el vértigo de la caja. Serán éstos otros tiempos y tendrán otros criterios los que hacen que funcione el negocio del cine o el del arte en general, pero no me parece que ahora puedan producirse cintas como la de Ulmer. Las hay extrañas como ellas solas (vi hace poco Post tenebras lux y ahí ando pensando cómo contar todo lo que sentí) y las hay coherentes, mercantilistas, correctas, sin el brillo del arte embutido en su metraje. No sé si volveré a ver en breve Satanás. La debo pausar, debo considerar lo imprudente del abuso. Hay cosas que acaban quemadas cuando las acometemos con excesivo apasionamiento. Lo que voy a hacer este verano es repasar toda la filmografía clásica de terrores de los treinta. A mi amigo Rafa Padillo seguro que le parece una idea excelente.