29.6.14

Satanás Redux




I
Vi Satanás en la ahora ya casi difunta segunda cadena hace tal vez demasiados años. La programó Narciso Ibáñez Serrador en Mis terrores favoritos, aquel club nocturno de pánicos en blanco y negro que amenizaba las noches de invierno cuando no existía el VHS, al menos en mi casa, y el cine, el cine de pantalla grande, digo, era una experiencia prohibitiva, un pasatiempo para adultos. Mi adolescencia cinéfila creció alrededor de TVE2 como liquido amniótico primordial. Había olvidado la cinta hasta que hace unos días cayó en mis manos (temblorosas casi) una copia en DVD de la cinta de Edgar G. Ulmer. No la vi de inmediato. La guardé como el que guarda un tesoro con la secreta esperanza de dilatar el placer de volver a verla y es curioso cómo el tiempo, ese juez atroz, no ha enturbiado el recuerdo sellado. Continúan las líneas (hay mucha geometría en la estética futurista de la cinta) y persiste la idea de que estar asistiendo a una especie de sesión hipnótica de cine fuera del tiempo. Mejor me explico: Satanás es una obra maestra que exhibe precocidad conceptual por todos lados. Escaleras curvas, sombras sugerentes, lejana inspiración gótica: The black cat (éste es el título original según la referencia literaria, muy escorada, del cuento de Edgar Allan Poe) transcurre en la opresiva realidad de una casa alojada en mitad de los Cárpatos, edificada sobre un cementerio, aunque el propio anfitrión (un inquietante Boris Karloff) cuenta que en ese lugar hubo un campo de concentración que él mismo gobernó durante la última guerra. Satanás exhibe (orgullosa) una soberbia combinación de terror puro, sadismo, satanismo y hasta un punto de pedofilia. Una mujer embalsamada, alojada en una urna, da al relato el tono coprófago y necrófilo restante para que la obra (editada ahora por Suevia en una muy buena edición con la estupenda inclusión de un libreto) se imprima del  carácter sobrio e incluso mezquino (desollamientos, narcóticos, sexo reprimido, la presencia oscura del Diablo) de la obra de Ulmer, que es malsana y se alimenta de la decadencia gótica de la novela británica y de la influencia del art decó, tan del gusto nazi.


Es la primera vez que Lugosi y Karloff aparecen juntos en pantalla (luego siguieron casi una decena más) y Ulmer exprime con libertad la expresividad de sus afilados rostros, lo sórdido de sus miradas, la adusta emotividad de sus gestos. La arquitectura, perlada de geometrías hipnóticas, perfila la personalidad de estas dos mentes depravadas, dignos hijos de la imaginación de sus autores: espectadores, a su vez, de una época convulsa que veía en estos últimos coletazos del romanticismo finisecular (vampiros, amor eterno, pactos con el reino de las sombras) una forma lírica de evadirse de la sociedad súbitamente tecnificada, desafectada de las pasiones que alumbraron la obra del mismo Poe, tomado aquí de forma caprichosa, a modo erudito, o de Lovecraft. Los diálogos son sorpredentemente literarios, en el sentido de que avanzan (al tiempo que las imágenes) y se solapan a ellas, produciendo la impresión de que las palabras danzaran, en alguna extraña coreografía, sobre el vigoroso (y muy preciso) manejo de la cámara. La propia casa es un cántico entusiasmado al concepto puro del Mal: dudo que esa retahíla cafre de casas endemoniadas que devastan la filmografía esotérica más reciente pueda competir con ésta en capacidad de fascinación, en aturdimiento. De hecho es la casa (su desasosegante construcción y la matemática inspiración de sus formas) la que gobierna el primoroso avance de la trama.
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Esta joya del expresionismo, paradójicamente financiado por las estructuras financieras del entonces recién nacido imperio de Hollywood tal como hoy lo entendemos, no precisó un presupuesto holgado. En esto Ulmer, director checo exiliado a los Estados Unidos, era un maestro. Aprovechaba elementos mínimos para componer sombríos retratos, concebía al guión como una parte primordial aunque jamás concluyente a la hora de crear una película. De hecho Satanás no ofrece material narrativo de excesiva altura y ni siquiera se plantea acudir a esos formalismos literarios para alcanzar ningún status de clásico, pero Ulmer (un tipo fascinado por la imagen y por su poder hipnótico y transgresor) posee el talento para subvertir la dictadura academicista de un libreto solvente y confianza en sus encuadres y en su atrezzo, en su portentoso sentido de la iconografía, para formular propuestas estéticamente irreprochables. Tanto lo son que uno no echa jamás en falta un más labrado tratamiento de la historia. Ulmer mima los diálogos, los concibe como un mullido colchón en el que arrojar una parte de lo que quiere contar, pero sin privilegiarlos, sin consentir que la semántica viole los principios básicos del expresionismo, perpetrados a cara descubierta por un idealista de la estética, un avanzado a su tiempo que, merced a trabajar en una filial de la Universal, la Producer Releasing Corporation, controló absolutamente su trabajo, alcanzando cotas de creatividad inéditas.




Ulmer confesó que el título era un tributo a Poe, pero que éste (salvo los cruciales títulos de crédito) no era fundamental en el film. Lo que inspiró la cinta fue la vida y obra del satanista Alesteir Crowley (1875-1947). Las malas lenguas ofrecen la versión de que el malvado Polzig, interpretado por Karloff, estaba ligeramente basado en la personalidad "diabólica" de Fritz Lang, tan buen cineasta como crispado y retorcido como persona, según las crónicas de entonces. Ulmer, a diferencia de los otros directores de poética enfermiza como Whale o Browning, prefería hablar de metáforas y no de monstruos carnales, de mitos del vampirismo o de la literatura fantástica universal como Drácula, Frankestein o el hombre invisible: Satanás o El gato negro es una parábola sobre la guerra, un poema sobre la destrucción, un intenso melodrama de vocación terrorífica pero anclado en temas sociológicos todavía vigentes: la maldad del hombre sobre el hombre, el estudio de la inteligencia como instrumento del Mal o incluso la posibilidad de usar esa inteligencia (los personajes son eminencias en sus campos, ya sea la psicología, la literatura o la arquitectura) para justificar el desmán, la barbarie y el caos que genera la guerra.

II
Anoche volví a ver Satanás. Creo que no cambio una sola línea de lo que escribí sobre ella hace unos años. Me sigue pareciendo una experiencia cinéfila absoluta. El problema del cine en estos tiempos es que nada es absoluto: todo se enturbia por el vértigo de la caja. Serán éstos otros tiempos y tendrán otros criterios los que hacen que funcione el negocio del cine o el del arte en general, pero no me parece que ahora puedan producirse cintas como la de Ulmer. Las hay extrañas como ellas solas (vi hace poco Post tenebras lux y ahí ando pensando cómo contar todo lo que sentí) y las hay coherentes, mercantilistas, correctas, sin el brillo del arte embutido en su metraje. No sé si volveré a ver en breve Satanás. La debo pausar, debo considerar lo imprudente del abuso. Hay cosas que acaban quemadas cuando las acometemos con excesivo apasionamiento. Lo que voy a hacer este verano es repasar toda la filmografía clásica de terrores de los treinta. A mi amigo Rafa Padillo seguro que le parece una idea excelente. 

26.6.14

La otredad

Me fascina la persistencia en el error, la creencia de que uno puede ser brillante en el error, la satisfacción que produce insistir en el error. De esa vindicación del error como plan de vida nacen muchos de los obstáculos que malogran una vida más placentera, un mundo más justo, una sociedad mejor ensamblada. Porque una parte del mal que padecemos procede de la bondad del error, de no querer mejorar, de contentarnos con lo que hay, sin insistir en más, sin caer en la cuenta de que se puede salir del agujero a poco que echemos el hombro o de que hablemos sin lastimarnos, comprendiendo al otro. Quizá el mal que gangrena al mundo sea la imposibilidad de ponerse en lugar del otro. La otredad es el asunto pendiente. Yo sé lo que me digo. Pero hay gente encantada en caer mal, en no gustar al resto, en envenenarlo. El mundo, una vez que se envenena, no gira bien. No se puede apreciar esto que digo, pero el mundo gira mal desde que empezó a girar. No sé si alguna vez ha tenido un giro óptimo, uno de verdad espléndido. Los humanos somos buenos, pero hay que ver lo que fascina el mal, lo bien que sienta equivocarse y advertir que uno puede labrarse un porvenir obrando mal. Ahora si me disculpan voy a comer dos cosas y me voy a tumbar dos horas. Todo va en esa dualidad. He estado toda la mañana transportando la historia de la literatura. Menos mal que he tenido cómplices en el viaje. Gente buena. Gente que obra como hay que hacerlo. Gente que disfruta pensando en que el mundo gire bien y que ellos hayan contribuido a la eficacia del giro. Yo me entiendo. Algunos por ahí también sabrán a qué viene este explayarse tan críptico. O no. 

25.6.14

It's only rock and roll...



Parte de mi educación sentimental está en los primeros discos de los Rolling Stones. No entré nunca en la discusión sobre si los Beatles estaban o no por encima o si contribuyeron más o menos a la historia del rock. En alguna ocasión, acudí a las partes más que a la ardorosa defensa del todo. Siento devoción por algunas canciones de Jagger y de Richards, pero sé que la imparable máquina de la banda, su imperio mediático y bursátil, malogra en ocasiones la mirada atenta a las piezas de su repertorio, al catálogo de éxitos y a las canciones menores, de una relevancia menos consensuada, pero que han llenado la vida de quienes las sintieron más de cerca. No es posible, ni siquiera es recomendable, buscar una interpretación del rock, una especie de semiótica del género, sin que aparezcan ellos. Tampoco lo es incluirlos en una eventual historial universal de la infamia del circo del rock. Porque los Stones aúnan lo sublime y lo decadente, la excelencia y la mediocridad. No se pueden hacer tantos discos sin que se cuelen algunos malos, sin que se advierta un amor insobornable al dinero. Cuenta que subsistan, a pesar de la fatiga de tanto peaje; cuenta que todavía encandilen a los antiguos o que susciten la atención de una legión de fervorosos admiradores que, vistos sin mucho énfasis, podrían pasar por sus nietos. No iré a verlos, pero tal y como se ve la cosa no dudo que haya ocasión. 

19.6.14

Hay que aforar a España




Es más literario destronar a alguien que auparlo al trono. En la ficción da más juego el destrozo que la construcción. Es el mal el que triunfa y es el bien, el pobre, al que se le encomiendan las más altas exigencias. Por eso dicen que España, anoche, fue un puñado de traidores, incapaces de llevar con honor la elástica con el escudo y la noble estrella. Como aquí gusta ensañarse es mejor que España haya perdido y esté ya a punto de hacer las maletas y volver a casa. Incluso es mejor hacerlo tan pronto. No está bien crear ilusiones y después, conforme avanza el campeonato, borrarlas. Todo lo demás importa escasamente. Lo que propongo es que se afore a España. Aforada, encapsulada, indultada, se impedirá que se la ajusticie en plaza pública. Solo por los servicios prestados, por los seis años de reinado, por los festejos compartidos. No será así: es probable que el linchamiento dure hasta que vuelvan a sacar otra estrella. Tiene más fuste épico el dolor. Se recrean los sentidos más en la visión del linchado. Todos estos vestidos de rojo, bien pagados, por supuesto, no han pasado la prueba. Ni el propio Del Bosque, que es la bonhomía pura, saldrá limpio de la escabechina. Nadal, a poco que se descuide, por mucho Roland Garros que se haya llevado, irá a la picota. Ya lo está el olvidado Fernando Alonso. No hay quien recuerde a Induráin. Somos olvidadizos, tenemos facilidad para flaquear en la admiración continua. Canto mientras apuro la cerveza que me han puesto en la barra del bar. Mi felicidad dura lo que la espuma en el vaso. Y ya no hay héroes. Anoche los pocos que quedaban fueron expulsados, barridos sus galones, reducidas sus gestas. Menos mal que tenemos hoy con qué entretener el ocio terrible. Porque a veces no sabemos cómo amenizar los ratos en los que no estamos fustigando a alguien. 

13.6.14

Agua en el agua

Creo que no basta con creer en algo y llevar esa creencia a la vida, haciendo que de algún modo la gobierne o la conduzca. Hace falta proclamar que creemos, hacer ver al resto esa incontrovertible manifestación de nuestro espíritu. En ese hilo de las cosas, creo que también es legítimo contar que no creemos en absoluto, crear la percepción exacta de que no nos mueve ninguna inclinación religiosa. Lo que sucede con frecuencia es que se acepta con más comprensión al creyente, a quien somete al criterio ajeno la esfera privada de su religiosidad, y se rechaza, en ocasiones con desmesura, a quien ofrece al resto su descreimiento. Quizá convenga entonces una especie de consenso en esas posturas enconadas. Mi amigo K. lleva toda la vida mostrando su lado laico o su lado ateo o su lado agnóstico o las tres versiones de una misma realidad espiritual, y no ha dejado de sentir el apartamiento, ese ser señalado como una especie de apestado. Los que no creen, a decir de algunos de los que sí lo hacen, son los descarriados, los que no poseen a Dios en la conciencia, pero sí lo tienen alojado en su interior, presente y secreto. Los descreídos no suelen caer en descalificar la autoridad moral de los creyentes. Crees en Dios, pero no lo sabes. Suelo escuchar eso de vez en cuando. Lo dicen con absoluto convencimiento. No sé si ese mismo entusiasmo sería admisible en el caso de que el laico o el ateo o el agnóstico hiciera una manifestación semejante: No crees en Dios, pero no lo sabes. Al final va a ser todo una cuestión lingüística. Todo se deja embutir en el chasis de la sintaxis, en el modo en que las palabras se juntan y se separan. No recuerdo ahora qué poeta dejò escrito que el hombre nunca sería agua en el agua. Es la muerte la que lo emponzoña todo, la que forja las metáforas, la que arbitra sus argucias para que el hombre, abandonado a su pobre suerte en el cosmos, arañe salmos del éter, le confisque consignas a los poetas y manuscriba el prontuario de la salvación. Cada religión prescribe uno. La percepción de la eternidad, la posibilidad de que exista un mundo más allá de éste, inventa las religiones, inventa sus dioses, funda la fe, que es una especie de confianza ciega. A K. le incomoda ir sin ver, pero a veces (le digo) las cosas invisibles son las que realmente importan, las cosas que solo puedes percibir si abandonas lo racional. La misma poesía adquiere sus rudimentos en este bosquejo de tecnología iluminativa que voy aquí dejando, sin saber uno mucho, pero quién sabe de esto algo más que uno. Considerar al final que toda estas reflexiones sobre la divinidad sean tan solo una poética celestial. Que toda la metafísica pueda ser alojada en un poema. 

8.6.14

Tres sueltos dominicales

Al fútbol se le encomienda lo que  a veces no consiguen la religión, la política o las artes, disciplinas de mayor fuste moral, intelectual o estético. Quizá cuando lo que alcanza el fútbol, ese estado de euforia absoluta, esa sublimación del gozo, lo consigan las artes estemos en un mundo mejor. He dejado atrás, deliberadamente, la política y la religión. Las dos, cada una a su antiguo modo, buscan un conforte espiritual, pero se enturbian por quienes las representan, se enmohecen, adquieren un tono feo, de cosa gastada, que cuesta a veces limpiar. Y ambas deberían ponerse al día, arrimarse al sentir de lo más acendradamente humano y permitir que el camino, sea cual sea el camino, resplandezca. No lo hacen, a lo visto. No se esmeran. Y así les va.


Dice hoy El País que una mayoría prefiere a Felipe VI antes que a un presidente republicano. Estaría bien que eso se constatase en un refrendo popular. No serán tiempos para gastar en la gigantesca maquinaria de las urnas, pero es un asunto lo suficientemente importante como para permitir que la opinión de los gobernados sea conocida. Yo soy un gobernado poco inclinado a levantar la voz, pero no me importaría bajar la papeleta. La mejor forma de levantar la voz es esa, hacer que la papeleta caiga sobre las demás papeletas. Y que las matemáticas hablen.


Ayer sufrí una pequeña conmoción óptica. Vi una foto de Paulo Coelho en la que se parece muchísimo a Peter Gabriel. De verdad que me acosté pensando en cómo es posible que el azar obre estas filigranas. Incluso pensé en la posibilidad de no restarle importancia, y no supe. Me dormí embargado por esa evidencia. Todavía hoy no se me va de la cabeza. 

4.6.14

Catedral: Carver nada más abrir los ojos

Los cuentos de Raymond Carver deberían leerse en las escuelas o deberían ocupar las editoriales de los periódicos o incluso acompañar a los prospectos que suelen traer las cajitas de fármacos. Hay cuentos de Carver que iluminan partes de uno mismo que jamás habían visto la luz antes. No hay ninguno que no produzca la zozobra necesaria para cuestionarse cada pequeña cosa que sucede alrededor nuestra. El mundo, al ser interrogado, ofrece matices que permanecían ocultos. Un cuento de Carver, unos más que otros, todos a su manera contribuyendo un poco, hace que el mundo gire mejor, pero no hay políticas que fomenten estas iniciativas. No tenemos en la adminstración al devoto de Carver de turno. Los hay que veneran a las vírgenes de los templos (más de uno, créanme) o a los padres de la iglesia, pero gente como Carver queda fuera. Imagino que incluso este arrebato mío de miércoles por la mañana, antes de salir a la calle, parecerá una excentricidad. Es que soy raro con avaricia. ¿Quién piensa en Carver nada más abrir los ojos? Que tengan favorable el día. 

El hastío



Por ver que esto prospera uno está dispuesto a dejarse engolosinar por casi cualquier discurso. Solo se trata de que suene creíble o de que no ofenda a la inteligencia o incluso a la estética o de que pulse la cuerda de la confianza que uno a veces presta a los demás. Lo de la ética ya parece que no cuenta, visto el casting de estafadores que han malogrado el prestigio social de la política, pero si no hay ética, si desaparece de verdad la racionalidad en las costumbres o en el manejo de unos valores universales, no habrá prosperidad. Da igual que el Rey se vaya a cazar elefantes a Namibia y deje a su preparado hijo al mando de los cuartos y de las quintas o que un tipo con coleta, un recién llegado, se lleve de calle a la horquilla de indecisos y de desheredados que han ido llenando las calles y las plazas, sobre todo las plazas. Uno (insisto) está por escuchar con atención el contenido de las declaraciones, pararse si es preciso en los matices, advertir el quiebro, convenir que la política sigue siendo una de las más hermosas ocupaciones, a pesar de las atrocidades que en su nombre se cometen, de las infamias que a su cargo se ejecutan. Está todo muy tierno, como a punto de partirse, como para no andar con tiento y cuidar qué se dice. Al trending topic del bipartidismo quebrado, el que ha violentado Podemos o el que se han buscado a conciencia los dos grandes partidos del país, se une ahora el de convocar un referendo que someta la monarquía al arbitrio de las urnas. No es éste (no sé cuándo será, si es que alguna vez es) el momento en que deba yo declarar mis inclinaciones en estos aspectos, o si lo que yo consigne aquí valdrá o será relevante: sé que este es el momento en que pensemos la pertinencia de todo este zarandeo que le estamos metiendo al Estado. Igual se fractura, y no creo que estemos en un momento en que de ese roto hecho a posta salga algo bueno y válido, de lo que se pueda construir un Estado mejor. Lo habrá, sin duda. No es el mejor de los mundos posibles. No sé si alguno de los que se ven venir, de los que se anuncian, será mejor. De verdad que no veo ninguna evidencia que me haga ilusionarme. Será el hastío. Debe ser el hastío. Y algunos esquilmando la Filosofía en los institutos y borrando la Ciudadanía, con saña incluso, como proyecto curricular, en la escuela. 

2.6.14

Lunes

No existe lo que no se nombra. Lo dijo George Steiner, pero lo acuña cualquiera que se enfrenta a lo desconocido, que viene a ser lo realmente trascendente, lo relevante, lo que hace que el corazón se encienda y que el mundo gire. Tengo a mi favor la inercia de los vicios. Todo lo que no conozco me entusiasma.  Las tengo altas y las tengo nobles, aunque a veces las enfangue en asuntos que no vienen al caso de este escrito. Hay metafísica incluso donde no parece que pudiera haberla. Y amor y ternura y gozo. Está el día levantando sus pólenes, poniendo desde primera hora los obstáculos habituales, pero el cielo es azul y a lo mejor alguien está escuchando ahora un concierto de Bill Evans. Puede que no exista lo que no se nombra, pero nos levantamos buscando la novedad, arañando las partes sin pulir de la superficie sacrificada. Estamos en este juego por ver cómo avanza. Da igual perder. De hecho es un juego del que partes con la idea de que terminarás perdiendo. Pero es una pérdida maravillosa. No hay otra que la iguale. Ganar no era parte del entusiasmo con el que se sale. A lo mejor, por lunes, se levanta uno con este volunto conciliador. Que les vaya bien a ustedes. Yo me voy a trabajar. En estos tiempos de zozobra y de fiebre y de hastío, no es poca cosa. Tiene que haber un relato de Carver que cuente un poco de todo esto. 

La gris línea recta

  Igual que hay únicamente paisajes de los que advertimos su belleza en una película o ciudades que nos hechizan cuando nos las cuentan otro...