31.12.12

Dos mil doce / Fin


Tengan ustedes una noche antológica, una noche sublime, una a salvo de la pesadumbre, una con colmo de júbilo, una festiva hasta el desmayo, una que no deseen que acabe, pero no caigan en el error de olvidar el mañana gris, el día con todas sus luces, el año que entra con su vértigo y con su fiebre. Hoy, no obstante, desfóndense. Sean felices sin otro dios que les guíe. Miguel Brieva, el autor de la imagen que traigo todos los años, en esta fecha, a mi blog, se lo dice muy claro. El texto no cambia. Los últimos años entran a trompicones, amenazando con llevarse todo por delante. Así que hoy, si pueden, bailen.

30.12.12

Los miserables / Una noche en la ópera




Disfruté Los miserables y deje de hacerlo casi al instante y así varias veces. Todo eso paso en el trayecto del metraje, sin levantarme de la butaca, engolosinado con la brillante puesta en escena, aturdido por el mantra musical, convencido de estar asistiendo a un espectáculo grandioso, pero el corazón desoye a veces los rumores de los sentidos y se planta. Uno asimila Los miserables a poco de que empieza. La entiende y la respeta como obra literaria, se deja untar por la musicalidad de las piezas cantabiles, pero el corazón desoye el entendimiento y el respeto y te dice al oído un basta detrás de otro. De lo que te dan ganas es de leer la novela de Víctor Hugo o de encontrar alguna versión antigua, no cantada, que te restituye el aroma épico de la historia y que te rescinda de la obligación de sentirte conmovido por la majestuosidad de las canciones. Que lo son, no lo duden. Las hay para cada situación y las hay hermosas y las hay perturbadoras, aunque llega un momento en que de verdad que todo se viene abajo y ya no sabe uno (yo al menos no supe) si prestar atención a los efluvios melódicos (la música da la información que las palabras a veces no rinden) o a al agitado subtitulado que te va contando las cosas con el formato clásico, entiéndaseme, frases que dicen cosas, adjetivos que se aplican a un sustantivo y verbos que encienden el alma. Como yo soy un amante de los verbos, de los adjetivos y de las palabras que se inclinan y se estiran y hasta fornican entre ellas para alumbrar palabras nuevas, pedí sin ser escuchado que los intérpretes las declamaran. No entré del todo (si bien el juego no me resultó, contrariamente a lo que pensaba, desagradable) en la fórmula del musical. Solo lo entendí en tramos. Debe ser que me falta educación para eso al modo en que a otros les falta para cosas que yo entiendo, valoro y estimo en grado supremo. A falta de la empatía que este tipo de cine precisa, disfruté (como digo) más de lo que presumía disfrutar. De hecho hubo piezas que me emocionaron. Las otras, las que me parecieron carne de artificio, aditamento innecesario, zapato que no calza con el pie de la trama, las pasé con cierta resignación, a la espera de que un golpe de efecto me hiciera renacer.

Lo malo de querer contentar a todo el mundo es que es posible que no se contente a nadie. Lo malo de tener un Oscar de Hollywood (Tom Hooper, el primerizo Hooper, tiene uno, inmerecido, por El discurso del rey) es que debes convertir un producto mainstream en una delicada obra de arte. Y casi creí que la cinta merecía ese rango cuando contemplé (muy sobrecogido, confieso) el rutilante inicio, la mayúscula puesta en escena del trabajo carcelario del preso Jean Valjean (muy creíble en la piel de un soberbio Hugh Jackman) o cuando Hooper, osado como pocos, se atreve a poner la cámara a ras de piel, devorando al protagonista y extrayendo de él matices profundos de unos papeles que luego, conforme la cinta avanza, descarrilan en el torrente de voces, en toda la maquinaria vocal de la historia, que lo anega y lo impregna todo.El festín melómano diluye el atracón narrativo, lo aplaza, lo acomoda al baile de números de modo quien sale afectada es la crónica limpia de los hechos. Hooper encorseta en demasía la función: se conjura a hacer un gran musical, pero deja de lado la sencilla entrega de una película. Quizá lo que falle sea el formato en sí. Los miserables la adorarán los apasionados del musical, y éste lo es de forma arrebatadora. Saldrán decepcionados quienes (como yo) no tengan a ese género como favorito o incluso (sigue siendo mi caso) lo aborrezcan y no sepan entrar en materia y se distraigan a poco que el protagonista, en mitad de una refriega de disparos o en una cama donde yace un moribundo, afina la voz y canta. Toda esa infatigable vocación operística, que en el teatro puede ser maravillosa, queda ambigua en el cine, en la pantalla grande. Lo extraordinario de la función teatral es su calidez. Perdido eso en la sala de cine, nos queda una ópera grandilocuente, que avanza como una locomotora, arrasando la perplejidad del espectador, arrumbándolo a un lugar muy pequeño desde donde observa una historia muy grande contada con unos instrumentos maravillosos, a saber, excelente música, maravillosos actores y (sobre todo) kilométrica pasta. Con todo, a pesar de las raspaduras en la epidermis, pensando en que quizá no vuelva a verla nunca, ha merecido la pena pagar los cinco euros y medio (era miércoles, día del pobre) por ver a Javert, a Valjean, a Fantine, a Cosette, a Marius y a todos esos personajes inmortales. Lo son, no lo duden. Me quedo con Grease, aunque tenía catorce o quince años y no estaba tan contaminado como estoy hoy. Danny Zucko y Sandy Olsson también son inmortales en mi corazón.



29.12.12

Somos cookies


El griego es una mierda y la filosofía es otra. Las humanidades no son las que levantan un país. Por eso las leyes del Ministerio están eliminando todo lo que arruine esa visión competitiva y pragmática que hará de España un pilar de la sociedad del futuro, pero va a ser una sociedad castrada si le quitamos el griego o la filosofía, si le damos importancia al inglés sin que la tenga la bendita lengua castellana, si en los planes de estudio explicamos la mecánica cuántica y no explicamos el valor de las palabras y la naturaleza poética del progreso, si arruinamos la idea de educar para la ciudadanía y jaleamos, pagado con dinero público, la enseñanza evangélica en las escuelas. No sé si entender la métrica latina crea empleo, pero lo que es seguro es que no lo destruye. Tampoco si leer en voz alta a Góngora en Secundaria podrá competir con una lectura dramatizada de Cincuenta sombras de Grey. Se desdeña, a golpe de boletín oficial del Estado, la formación del espíritu. En el mejor de los casos, la organización del currículum invita a los alumnos, en secundaria, en bachillerato, a que estudien clásicas o Historia o Filosofia, pero la invitación viene ya envenenada, untada de todas las urgencias laborales del mercado. A lo que no se han atrevido es a meter en el Plan de Estudios una asignatura que se llame Mercado. Que les enseñe a los muchachos (paso de protocolos lingüísticos) a competir. Porque somos contribuyentes, competidores y, en última instancia, ciudadanos. Personas lo somos cada vez menos. En números nos están convirtiendo. Servimos a estadísticas. Ni siquiera aspiramos a ser palabras. En el número, en su fronda abstracta, molestamos menos. Valemos para hacer estudios de mercado. Somos cookies. En el fondo, somos cookies y no tenemos ni puñetera idea de quién fue Parménides. Más al fondo: ¿Quién soy yo, como maestro, quién es Wert, como ministro, para quitar de la cabeza al adolescente que veinte minutos de Los Simpsons son mejores que toda la historia de Roma? ¿Cómo va a competir la escuela con el emule?


27.12.12

Dos mil doce / Uno

I
No creo que nunca haya formulado grandes planes para el año venidero cuando el saliente iba cerrando. Cree uno en las cosas irrelevantes y sobre ellas construye la épica de las grandes. Suele pasar que las altas esperanzas (a la manera dickensiana) las va arruinando el azar, la incompetencia de quien las fragua o la suma de una serie de catastróficas desdichas que, en muchas ocasiones, las provocamos nosotros mismos. Yo mismo peco de no no ser el constante que debiera y flaqueo a la primera de cambio. Hay días en que me armo de júbilo y confío en mis posibilidades y días en donde enfermo de pesimismo, miro de frente al porvenir, calibro pros y contras y me dejo llevar sin que esa inercia cobarde afecte a mi trato con los demás o a mi quehacer diario, en el trabajo, en casa. La conciencia, caso de que alguna subsista por ahí dentro, es la que luego cobra sus peajes.

II
Paso gran parte de la noche purgando el disco duro de mi ordenador. Constato que de una forma inexplicable se parece en demasiadas cosas a mí, a quien lo ha ido llenando o vaciando, según qué circunstancias.Recreo en mi cabeza la nómina escandalosa de asuntos que compartimos los dos. Razono que el disco duro me tiene a mí para que lo encauce y ordene e imagino una parte de alivio en su pequeño corazón de máquina, pero ¿a quién tengo yo para que me afine y purgue? ¿En quién deposito la confianza de que ese acto piadoso me libere de cogitaciones inoportunas, me desarme de iras innecesarias y me conforte finalmente? El alma se multiplica y echa ancla en el paisaje al que accede. Las baldas del armario que tengo a la espalda tienen una perfecta biografía de mis cuarenta y seis años. Son ellas, con toda la historia que tutelan, con los cuentos de Borges, con los blues del delta, con los poemas de Valente, con las canciones del Sinatra de Reprise, con los libros infantiles y juveniles con los que mis hijos han ido creciendo y creciéndose, las que me cuentan como persona. Quizá ni yo mismo me explique como ellas lo hacen. Ni lo intento. Invito a mis amigos a casa y les dejo mirar las estanterías. Lo que no saben, está a su disposición; lo que conocen, se consolida a medida que miran, cómplicemente, los tomos apilados, toda esa evidencia absoluta de lo que uno ha estado haciendo. Incluso está lo que uno nunca ha hecho. Somos lo que tenemos, pero sobre todo somos lo que no tenemos.

III
He leído muy poca poesía en dos mil doce. He visto muy poco cine en dos mil doce. De esa flaca memoria del año se salva el jazz. Creo que no podría dejar de escucharlo. Hay días en los que no se posee tiempo para perderse en un libro o para sentarse en una butaca y ver una película. Días que aplastan más que otra cosa. Días que van persiguiéndose sin que podamos frenarlos. No todos son así, afortunadamente. Los hay mansos y dóciles, de los que se dejan. Días para leer un libro en una sentada o dos películas en otra. Para pasear sin prisa, admirando las cosas que nunca miramos con atención. Para no hacer nada. Y qué bendición eso de no hacer nada y, encima, saberlo, paladearlo, apreciarlo como un don. Perderse en la periferia de las cosas. Mirarlas sin que nos obligue a nada la aprehensión de sus gestos, toda esa topología incansable con que la realidad nos reclama sus mimos.

23.12.12

La vida de Pi / El cine religioso del siglo XXI



El alma
He visto pocas pruebas de fe de más hermosa contundencia que la exhibida en la historia de Pi. De una naturalidad asombrosa, pudiendo ser un tostón afectado y propagandístico, la película de Ang Lee es un cántico místico, teológico, espiritual y religioso y uno saca la conclusión de que todas esas disciplinas del alma pueden ser maravillosas o pueden ser nefastas, de que encontrar nuestro sitio en el mundo es una tarea intransferible y que todos la ejecutamos con aperos distintos. Los míos no difieren en exceso de los de Pi. Uno busca a Dios y no lo encuentra y no sabe si marra en los procedimientos que pone al descubierto en esa búsqueda o es que en verdad no es Dios asunto que merezca honduras mayores. Tampoco sé si la religión es oscuridad, como proclama el muy científico padre de Pi, que sostiene que creer en tres religiones con idéntica firmeza es en el fondo no creer en ninguna. Por eso La vida de Pi es un película de una religiosidad ambigua, a pesar de que Martel, el autor de la novela que la fundamenta, sea un cristiano de convicciones profundas. Lo que busca la historia es involucrarnos en la necesidad absoluta de trascender. No se trata de que Pi cumpla unos preceptos religiosos de forma escrupulosa y dócil sino de que, en vida, mientras suceden sus días y suceden sus noches, Pi se comunica con su Dios y sepa que en Él tiene un respaldo y un vigía. Nada de eso, en términos estrictamente evangélicos, posee la religión cristiana, que pacta una serie de puntos a respetar sobre los que se edifica la salvación del alma y la entrada en un reino inaprehensible, confiable únicamente a la voluntad de quien lo acepta.

La materia

En alta mar, en la oscuridad y en el silencio, bajo un sol implacable o a merced del vértigo ancestral de las olas, Dios está más cerca. Debe estarlo. Si no está ahí, en la penuria, no alcanzo a entender cuándo debe hacer acto de presencia. Leí hace tiempo que uno cree en Dios porque hay que creer en algo que no haya sido manufacturado por el hombre. Hay quien deposita su cuota de espiritualidad en la literatura y se deja evangelizar por la ficción, por la cultura de los libros, por todo ese acervo de metáforas que intentan explicar el mundo. Pero es que el mundo no se explica jamás. Ni la ciencia lo aborda con absoluta eficiencia.


El cine

I
Apabulla la imaginería visual de Ang Lee. La vida de Pi es, por encima incluso de consideraciones anímicas, una evidencia de que el cine es un arte mayor a la hora de contar historias y de que la imagen, desbordante en ocasiones en el metraje, de una plasticidad única, es capaz de convertir una historia de supervivencia en una travesía genuina, la del descubrimiento de uno mismo, la de la afirmación del yo y la dura (lo es siempre) ubicación de ese yo en el mundo. La fábula construída para contar ea dificultad narrativa es portentosa. La historia exalta la magia y Lee saca de donde casi no hay: el partido visual de toda esa estrechez discursiva es magnífico. Pocas veces el paisaje (salvo el amor de John Ford por Monument Valley) ha cobrado un protagonismo de este calibre: el mar, o más precisamente el agua, adquiere rango textual. Pi (Piscine de pila) salva su alma (Save Our Souls reza el SOS clásico) sino su cuerpo. Encomienda su espíritu a la divinidad y salva su cuerpo por la fe en la ciencia, doctrina que le enseñó su muy materialista padre. El ir superando adversidades sin desfallecer y la fascinación por el peligro puro (la presencia del intimidante Robert Parker, el gran tigre de Bengala) hacen de Pi un naúfrago alerta, nunca ensimismado, conjurado a proyectarse por encima de las circunstancias (eso es trascender al fin y al cabo) y a mitigar el dolor a través del prodigio de la fuerza del espíritu. Luego descubrimos la verdad (aquí no va a haber spoilers) y sabemos que la verdad es a veces insoportable y necesita paliativos narrativos. Incluso la verdad incomoda a la razón. De ahí la supremacia mágica de las religiones, que hacen que el mar se abra en dos o que de la boca de un niño surja un dios. Por eso Pi, al ser preguntado por cómo sobrevivió y de las circunstancias que rodearon a ese heroico y admirable acto, nos obsequia con la verdad que cualquiera desearía escuchar y se guarda, en su adentro más íntimo, la tragedia que padeció. El terror, al fabularse, se convierte en leyenda. El hombre, al inventarse sus dioses, se hace trascendente. Pero una cosa queda clara: Pi sabe que la fe es necesaria. Sabe que sin el soporte del espíritu el cuerpo no vale nada. Sabe que Dios, cualquiera de los dioses que pueblan el ansia de eternidad del hombre, le alumbra, aunque no esté.

II
La vida de Pi reconcilia al cinéfilo con su objeto amado en estos tiempos de zozobra narrativa. Hace tiempo que una historia destinada a ser leída no está tan asombrosa volcada en imágenes. Hace mucho tiempo que este cronista de sus vicios no sale emocionado del cine con una historia que, a priori, no le llenaba lo suficiente. Imagino que no seré el único. Valoramos los prejuicios que tenemos. No bajamos la guardia y sentenciamos que determinado tipo de historias no caben en nuestra devoción por el cine. Ang Lee consigue que entremos en la vida de Pi con un respeto enorme. Lo consigue con los primeros treinta minutos de cinta. Ese acto primero, absolutamente modélico, nos mete a Pi en el corazón. Lo demás, los otros dos actos, suceden fluidamente. El más hermoso, en mi opinión, es el que se desarrollo en alta mar. Ese viaje por la inmensidad del océano es el logro más redondo de la película. Hace falta mucho talento para que un tigre de Bengala, un orangután, una hiena, una cebra, un mar de medusas, una ballena luminiscente, una coreografía de jubilosos delfínes y hasta una isla carnívora congenien, funcionen e incluso asombren. El cine asombra todavía. 

21.12.12

Un cuento de Navidad / Su Majestad de la Terminal 4




Álex, Mycroft y yo llevamos unos años escribiendo cuentos de Navidad. Es una de las mejores cosas que este rincón de la blogosfera me ha traído. No sé si alguna vez rescindiremos esta celebración de las palabras, pero todavía acudimos a la cita. En pocos días, Álex publicará en su blog los cuentos de este año. La familia ha crecido en esta ocasión. Somos cuatro. Para escribir el cuento de 2012, releí el de 2011, que es este que hoy cuelgo en mi Espejo. No me gustan ninguno de los dos, pero los aprecio por lo que significan y por la devoción compartida que secretamente tutelan.



  Para Juan Carlos Estepa, que padeció mi stress literario en un par de barras de bar antes de que le metiera mano al cuento y ya no fuese mío.

Everyday is like Sunday.
Every day is silent and grey.
Morrissey

1
Era uno de esos domingos de café en la terraza con invitados levemente achispados y Kenny G. sonando en los Bose de quinientos euros que Laura compró en Tokyo cuando yo todavía le miraba las piernas y ella me cogía las manos al pasear por los parques. Los hombres somos más de piernas y las mujeres, a pesar de que alguna pueda contrariar este hecho, son más de manos en los parques. De los tres, de los Bose, de Kenny G. y de mi esposa, me quedo con los Bose y su impecable entrega de bajos en los pasajes complicados. A Kenny G. no lo soporto. Me produce migraña esa dulzura de mentira. De Laura, mi mujer, no soporto los domingos de café en las terraza con invitados achispados y sin achispar, cuando se pone ocurrente o cuando recuerda los años de novios.
2
Laura era de un colegio de monjas. De uno de esos colegios de monjas elevado a una potencia escandalosa, aunque de apariencia noble y maneras educadas. Adentro vivía el diablo. A Laura el diablo le cayó bien desde el principio. Congeniaron nada más cruzarse en un pasillo, entre la clase de matemáticas y el rezo de antes del almuerzo. Sé poco del diablo, aunque oportunidades he tenido. De Laura lo sé todo. Ojalá supiera contarlo.
3
Yo soy de un barrio de las afueras. De uno de esos de barrios de las afueras con los suficientes indicios urbanos como para mantenerse en las afueras toda la vida. A pesar del estrago arquitectónico y del abandono municipal, vivíamos bien. Los sábados le dábamos balonazos a la pared trasera de la iglesia. A veces Don Julián, el párroco viejo, ocupaba la portería dibujada a tiza en los ladrillos. Mi madre me previno: hay curas buenos y curas malos, pero tú por si acaso no te arrimes mucho a ninguno. Ninguno de estos consejos caló en mí. El tiempo me mostró que la bondad y la maldad no son materia que pueda ser comprimida en un consejo. Descreo de los consejos. Sigo pensando en que la vida se debe vivir siempre de primera mano. No vale la experiencia de nadie a no ser que uno la haya vivido también. Supongo que por eso nada de lo que ahora escriba sobre Laura y sobre mi descenso al infierno del tedio matrimonial, del hastío absoluto de convivir con ella, valdrá para nadie. Ni siquiera valió para mí, en cierto modo. A mi madre la borré pronto de mi círculo de cercanos. Se ve, a lo visto, que no tengo suerte con las mujeres.
4
No soy un ingenuo partidario del amor eterno, pero ojalá lo fuese. De haberlo sido no estaría contando esta historia. Mal puedo contarla si el amable lector no ha estado alguna vez enamorado. Mal podemos contar una historia si no sabemos escuchar las historias de los demás. Uno se va haciendo cargo de la gravedad de los problemas ajenos si les presta la atención que merecen. El problema de este mundo es que no nos paramos a escuchar. Pasamos por alto lo que nos cuentan. Son nuestras palabras las únicas en las que creemos.
5
Era uno de esos domingos de los que uno jamás podría sospechar que ocultaran algo extraordinario. Una borrosa sensación de bienestar recién rebelado al mundo amenizaba la tarde. Un invitado de mi mujer confesó sentirse vagamente de izquierdas en esos domingos en los que solo le distraía de su propio ombligo el bip bip del Smartphone al recibir un nuevo comentario en el twitter. El lunes, sin embargo, se encabronaba todo un poco. El titánico y homicida lunes del traje impecable, la corbata de marca con su nudo Windsor y el cerebro inyectado en sangre. Ahí está la sangre, yendo y viniendo a capricho, encendiendo y apagando las luces de la ira y las de la bendita calma que siempre acude, pero casi siempre muy tarde. El mundo baja las armas el viernes. Las deja en un sitio visible. Por si hay que echarles mano. Nunca se sabe. La televisión por cable programa una de esas películas de adolescentes salidos con un vampiro alojado en el fondo de sus almas o una de asesino en serie con un doctorado en antropología. A ninguna hago ascos. Me basta que ocupen dos horas en las que no necesite pensar en el nudo Windsor y en mi agenda de citas. Luego llega el domingo y llegan los invitados. Se ponen hasta arriba de canapés y de cerveza y exhiben el humor burdo con el que hacen las delicias de sus iguales. Yo soy distinto. Soy un infiltrado en la vida de mi mujer y en las tertulias en la terraza antes o después de que todos se embriaguen y truquen todas las barajas.
6
Hay quien frecuenta a solas las estaciones de tren, las paradas de autobús o las interminables y grises salas de embarque de los aeropuertos. Invitan a perderse al modo en que lo hacen las buenas novelas. Uno observa con afecto el caos. Quizá porque encuentra en ese desorden ajeno una evidencia del desorden interior. Porque se convierte en un ser insignificante, irrelevante, absolutamente anónimo, invisible. Nadie se fija en ti, aunque todos reparen en cómo vistes, qué periódico lees o si llevas una pinta peculiar de la que uno deba preocuparse. En esas salas de tránsito es en donde ejerzo mi derecho a sentirme hospitalario conmigo mismo. Me suelo sentar en un banco. No tengo ninguno favorito. Miro y dejo que me miren. No hay pudor en ninguna de esas dos actividades fantásticas. En ocasiones lo que hay incluso un morbo irrenunciable.
7
El tipo grande como un oso, torpe y casi bruto en su andar, glacial en la mirada, huraño en apariencia, desaliñado hasta lo indecible, movía una saca de un marrón imposible de sucio cuya previsible carga, pesada sin atisbo de duda, amenazaba en romperlo y en derramarse por el suelo de la estación. Entretenido en esas distracciones frívolas, no me fijé en lo verdaderamente importante. Suele pasar que miramos la apariencia sin recalar en lo que la apariencia oculta. La del tipo grande con la saca permitía la aventura de imaginar una vida más que austera, exenta de domingos compartidos con seres indeseables, alimentado egos catedralicios y vaciando caras botellas de licores. Pensé en lo maravilloso que sería disponer uno de todo su tiempo. No tener que rendir cuentas a nadie o que nadie le exija la rendición de cuenta alguna. Me sorprendí fascinado con la posibilidad de intercambiarme con él. Pillar yo la saca y ponerle al día de los desvaríos de Laura y de la costumbre de las visitas en domingo. De esa trama de mala novela me apartó la sensación de que nadie reparaba en él. Unas adolescentes con quienes casi se empotra no comentaron, cuchicheando, entre risas, su nariz extremadamente regordeta, rojiza, como apayasada. Solo yo advertía expresión huidiza como en desacoplo con una cara de buena persona intachable. De pronto empecé a comprender. Razoné el desquicio, pensé el desvarío. La locura, al contársela uno a sí mismo, adquiere proporciones épicas. Creída, convertida en una parte irrenunciable de lo que somos, la locura es una extensión fascinante de la personalidad. Supongo que sería mi cansancio extremo o mi hartura conyugal o una mezcla bien agitada de todo lo adverso y de todo lo triste que me ha venido ocurriendo en los últimos años, pero he allí a Santa Claus, frente a mí, portando una saca gigantesca, desgarbado y fondón, invisible a los ojos de los demás, mío en su entera brusquedad de hombre imposible, de personaje de mentira, del dueño sideral del viejo Rudolph, que ocupó una estantería en la cabecera de mi cama durante los años en que uno cree de verdad y no se le ha fracturado todavía el alma. Es entonces cuando Santa Claus desatiende su rutina y se fija en mí. Ahí es en donde Jaime desaparece de este cuento y nace otra cosa.
8
Escondí a Santa en el sótano. Le abrí el BMW y le dejé dormir en los asientos traseros. Guardé la saca en el maletero, le encendí el reproductor de discos compactos y dejé que Dean Martin, Frank Sinatra, Bing Crosby y Ella Fitzgerald le acunaran. Creo que antes de que apagara la luz y subiera arriba el hombretón estaba dormido. Lo que pasó después no sabría explicarlo. Posiblemente no haga falta explicación. Sé que entré en el salón y aticé el fuego en la chimenea. Uno de los invitados de mi mujer hablaba del genocidio del pueblo armenio. Bebía traguitos de un bourbon caro que compré para las ocasiones especiales. No recaló en que lo miraba. Tampoco Laura, entre hermética y accesible, ejerciendo el papel de diva como si el salón de casa fuese un escenario y representáramos una obra de teatro muy afectada. No entiendo cómo el Jaime que ahora no soy se enamoró de la Laura que sigue siendo Laura. El amor oscurece las zonas de luz del cerebro. Las entenebrece, las asfixia de sangre y no hay flujo de vida en todo ese bendito salto sináptico. El azar me trajo a Laura y será el azar quien la retire ya para siempre de mi vida. Se irán los domingos con invitados, las estúpidas conversaciones alargadas sin pudor ni mesura. Le dije a Laura que la dejaba. No ensayé la declaración. No compuse un texto creíble que la hiciera pensar en la conveniencia de la despedida ni pensé en las razones que me movían a dejar mi casa con sus Bose de quinientos euros, la bodega con los riojas de alcurnia y la colección de discos de clásica. Simplemente me iba. Despertaría al hombretón dormido en el BMW y le propondría acompañarlo por los aeropuertos. La saca se lleva mejor entre dos. Lo curioso es que Laura no me contestó. Ni siquiera me miró. Siguió a lo suyo, que últimamente era bien poco. Moví mi mano frente a sus ojos. La alcé y la bajé como recabando su atención. Me atreví a tocarla. Quizá la primera vez en meses que había un roce entre ambos. Fue una sensación increíble percatarme de que yo podía sentirla y de que ella no me sentía en absoluto a mí. Debe pasarnos a los que somos invisibles. Yo lo tomé con alivio. Respiré, bufé casi. Soy un fantasma, dije en voz alta. Soy un fantasma, Laura. Pero nadie me oyó. Subí al dormitorio de matrimonio, en el que increíblemente todavía compartíamos la cama, y preparé una maleta. Nada que ocupe demasiado espacio ni precise ahora demasiado tiempo. Cosas para ir tirando unos días. Ya habrá ocasión de renovar el vestuario. O de no renovarlo jamás. Fui descolgando las camisas, vaciando un par de cajones y sacando del zapatero calzado cómodo por si el amigo Santa Claus era de andar mucho y durante muchos días. Ignoraba si accedería a mi deseo, pero estaba dispuesto a convencerlo de la forma más convincente posible.
9
Acabo de entrar en casa un año después de dejarla. Laura vive con uno de sus invitados. Es un caballero a la medida inglesa, que viste con gusto exquisito y habla con aplomo sobre asuntos absolutamente nimios. Por el amor que le tuve, por el pudor que todavía tengo, no he fisgoneado en su dormitorio. He querido privarme de la certeza de saber si era inapetente únicamente conmigo o lleva su austeridad lúbrica a todas las parejas que la encaman. De Santa Claus he aprendido a manejarme con discreción. Lo de bajar por las chimeneas es un absurdo que no podemos permitirnos. Se gana peso en los meses sin trabajo. Estoy fondón y se me está enrojeciendo la nariz. He dejado que crezca mi barba y ella se ha puesto blanca a su antojo. No le tengo un afecto especial a los renos, pero los miro con cariño porque jamás he visto animales de más abnegado oficio. Jamás preguntan. Hay uno llamado Rudolph que se hace querer un poco más. Ni Santa ni yo consideramos la posibilidad de entablar un diálogo con las bestias. Todos cumplimos nuestro cometido. Tirar del trineo o leer millones de cartas. Ya saben de lo que hablo. Tenemos Santa y yo recursos para no dejar ninguna casa sin el regalo que merece. Casi nunca son cosas materiales. La saca no es la lámpara de Aladino. No se nos da bien mezclar cuentos. El nuestro es antiguo y de su puesta en escena depende la felicidad de muchísima gente. Laura nunca pidió nada. No es de pedir. Le bastaba sacar la visa y teclear cuatro dígitos en un terminal inalámbrico. De verdad que no soy un hombre rencoroso. Hablo de esta forma de quien fue mi mujer porque sufrí con ella o porque los dos, al vivir juntos, nos fuimos envenenando y terminamos maltratándonos sin rubor alguno. He visto a Laura tan bonita esta mañana que se me ha puesto el corazón de un tierno insoportable. Santa, que es un hombre comprensivo, ha sonreído y me acariciado la cara al modo en que un padre acaricia a un hijo. No me ha recriminado que llore y lo he hecho con la dignidad de quien se libera con el llanto. He visto a Laura tan bonita y la he querido de pronto tanto que he convertido todos los días en domingo. Supongo que eso la hará inmensamente feliz. Kenny G. sonará en el cuarto de baño mientras se aplica las cremas reductoras de vientre. Nunca faltará una buena botella de bourbon. La chimenea estará siempre encendida. Será eternamente navidad en mi casa. Alguna vez creo que pidió que las tardes en la terraza o a la lumbre del fuego durasen para siempre. Lo dijo sin doblez. Lo deseaba de verdad. Su alma entera pedía que los domingos no terminasen nunca.
10
En los aeropuertos Santa y yo disfrutamos como elfos rodando por una torrontera de nieve. De vez en cuando hay alguien que nos mira y a quien miramos. No es frecuente, pero todavía existe gente sensible que nos detecta. Gente invisible. Como nosotros. Cuando alguien desea con todas sus fuerzas venir con nosotros se nos agita el corazón, se encabrita pecho adentro. He ahí a uno de los nuestros, dice Santa con orgullo y desparpajo. Debemos ser cientos los que le seguimos allá donde van. Gente que ha renegado del mundo. Proscritos. Ángeles, en fin, que no han dejado de ser niños o  espíritus a los que la vida encalleció el alma y vagan por el cosmos con el hermoso contenido de hacer el bien que puedan. Yo me obstino en hacerlo lo mejor que sé. Espero que Laura nos acompañe pronto. Santa no ha puestos objeciones para que una mujer ingrese en el cuerpo de elfos de su Majestad de la terminal 4. Es liberal y sueña con un mundo en que la navidad dure todo el año. En Laura, al menos, se ha cumplido ese sueño.

20.12.12

Armas


Es falso que la violencia provenga de la incultura de los pueblos. Los hay que la ejercen con absoluta firmeza a pesar de que los informes digan de ellos que son pueblos cultos y que sus resultados académicos están muy por encima de la media. No creo en la bondad del progreso o, al menos, no creo a ciegas, apasionadamente. Pueblos de rentas altísimas, de los que se citan cuando se desea expresar la altura moral de la sociedad o de esos que son de un civismo ejemplar, exhiben después ciudadanos despreciables, que manejan la cultura que atesoran a beneficio de sus vicios y justifican la naturaleza de sus vicios apelando a argumentos despreciables también. Nada de esto es útil para explicar las razones de las masacres que a menudo se producen en centros escolares, en los Estados Unidos, a manos de descerebrados. Alarma que a pesar del estrago, incluso después de toda esa escenificación de la tragedia, el pueblo norteamericano siga considerando que el uso de los armas no solo es legal sino moralmente legítimo. En cada norteamericano que tiene un arma en casa (una barbaridad infame de americanos) subsiste la filosofía de los fundadores de la patria. Están los mitos sobre los que han edificado una sociedad de la que se sienten muy particularmente orgullosos y sobre la que depositan el liderazgo del orden mundial. Van a dar armas a los profesores para que las aulas sean lugares más seguros. Van a crear comisiones que estudien el impacto de una campaña contra las armas por parte del gobierno de Obama. El resultado será desalentador. Mi rifle y yo velamos por la seguridad de mi hogar. De Afganistán, de Palestina o de Malí no hablamos. Esa violencia obedece a otros patrones. No la registran los medios de comunicación con la misma voluntad pedagógica con la que despachan las masacres en los Estados Unidos. Es la guerra. Eso es otro asunto. En el fondo, no tenemos remedio. Ninguno.

12.12.12

Los Prescotts de antes y los de ahora



En 1929, en la Gran Depresión, hubo muchos Prescotts, banqueros arruinados a los que no les agradó ninguna opción diferente a la de estamparse en la acera. Que no los haya hoy informa del descrédito de la tragedia como género literario. Uno se alegra de que el suicidio no sea un recurso, pero lo que le entristece es que los que así lo consideran sean los afectados por las fechorías de los banqueros en lugar de los malhechores mismos. No queremos Prescotts en el aire, pero tampoco se advierte que haya muchos en fila, conjurados a zanjar su deuda con la sociedad por el expeditivo método de arrojarse desde la cornisa de un edificio. Hay, sin embargo, desahuciados que hacen de banqueros, criaturas a las que la pobreza aboca al suicidio. No hay chistes que podamos adjuntar para esa circunstancia terrible. No hay Prescotts en la gruesa caterva de pobres del mundo. Hay gente que lo perdió todo. Una vez que todo se ha perdido caben dos posibilidades. O empezar de cero o mandarlo todo a la mierda. Duele que haya soluciones intermedias, de inspiración recreativa. Que el malo de esta película, el que salió del banco con la cuenta reventona a costa de los pequeños inversores y de los clientes de cartillas enclenques, sepa que después de la vergüenza pública (en el caso de que la haya) y del ajuste penitenciario (en la hipótesis de que se le aplique) saldrá con la cabeza alta y la seguridad financiera de la que sus damnificados carecen. El lector amable puede intercalar en la lectura los nombres de los personajes conocidos. Los Prescotts sin cornisa. Los que han provocado que andemos como andamos. Algunos, a este paso, dudo incluso que anden.

8.12.12

Me gusta pensar que todo empezó en Alabama




Anoche vi Shane, Raíces profundas. Hacía un par de años que no lo hacía, y antes quizá veinte más.  La primera vez la programó  la solemne y única Televisión Española en horario de tarde y brasero. Igual hasta llovía. Así aprendí yo a ver cine: a amarlo. Recuerdo tardes enormes con Oliver Twist o Ben-Hur o David Coppefield. Nada de eso queda ya para la chiquillería y la juventud de hoy cuyos héroes son de metal o del manga japonés y se lo administran a través de descargas ilícitas o pagando en los establecimientos del ramo. Dejo caer la idea de que ya no existe una educación pública del cine. Todo lo ha emponzoñado el mercado. A todo se lo mide por la vara de la caja. En todo se establecen fieros mecanismos de ajuste. Uno veía (sigue por la misma cuerda) lo que el programador programaba (valga el bucle fonético). Mi avituallamiento de películas dependía enteramente de los demás al carecer de vídeo (vhs, beta, 2000, palabras ya en desconocidas para estas generaciones que viven del blue ray y del disco duro, del dropbox o del wifi ) o de no poder ir al cine de pantalla grande siempre que quería. Estos son otros tiempos. uno ve lo que quiere, hasta cierto punto. Se alquila o se compra o lo da un canal de cable o satélite a horarios asequibles y repetidamente. Sirva toda esta perorata sentimental para ubicar Shane en el contexto que quiero: Shane es la película de la infancia o, al menos, de la mía. Yo era el niño rubio de la granja de Alabama cuyos padres, honrados y buenos a más no poder, no pueden con la tiranía de un cacique barbudo y grasiento que quiere echarles para que sus vacas pasten más plácidamente. Yo era el niño fascinado por el lenguaje de las armas que forja su identidad con la épica del pistolero retirado y errático que busca también su identidad en la mirada inocente del niño. Juego recíproco, cómplice, bellísimo. Yo sigo siendo el niño sentado en la valla, lamentando la sospecha de que el héroe tenga que partir. Ahora que no tengo héroes (no como entonces) no sé qué lamento. O sí lo sé, y eso hace que el lamento sea más doloroso.




Entonces yo no escudriñaba el cine: no buscaba códigos y lenguajes ocultos, señas de autor y tres pies al gato de la fotografía. Nada de eso importaba: lo que primaba era la historia, que debía estar bien contada. El escudriñe actual obedece a razones que, bien miradas, detesto. La cultura también lo emponzoña todo. Hay un veneno que lo cubre todo y no te deja contemplar las cosas con la pureza de las primeras veces. No vi yo a William Manning en el personaje del pistolero de Alan Ladd. Sí, el Manning de Sin perdón que, por otra parte, todavía no existía. No reconocía la semilla infinita de John Ford porque simplemente no había visto La diligencia o Centauros del desierto, pero advertí que aquel final era, por necesidad, un final de mucha altura: ahí estaba el niño y su héroe, despidiéndose, después de que Wilson, un Jack Palance indescriptible (el mercenario contratado para que la sangre vertida espante a los voluntariosos colonos reacios a irse) hubiese sido abatido por la más rápida pistola de Shane, al que no volvería a ver nunca. Al cine lo están despojando de lo que es más acendradamente suyo: la fascinación del ritual que produce. No vamos al cine, no le damos al hecho de ver una película la fiesta de antaño. Se está perdiendo la sensación de que algo maravilloso se produce cuando la sala se oscurece o cuando en la pantalla pequeña salen los títulos de crédito y uno se arrebuja en el sofá y piensa que el mundo es perfecto durante un par de horas. Será que ya no es perfecto ni siquiera en esos trozos. Será que el perdido, el contaminado, el irremediablemente sacrificado, soy yo y solo me queda (ay) esta crónica para liberar mi desencanto un poco. En fin, qué bonito es el cine. Qué bonita es Alabama.

4/11/07

I
anochece en el azucarero
tacones pasillo abajo la tristeza
se ven tan poca cosa sus perritos
que a la luz de las linternas
parecen algas
parece tan gacela
niña mía
el tiempo en la almohada

II
Puse anoche a Scarlatti en la cena. A mi hija le sentó mal la tortilla francesa. Scarlatti suena a gaseosa ida, papá, me confesó en los postres.

III
Queda lejos Gotham City, se lo dije ayer a mi hijo, que me pide la épica de la emboscada en la trasera oscura de un chino en donde unos maleantes están arrugando el traje magnífico del héroe.

5.12.12

Lang por Wert II

  

Jailhouse rock
La cárcel es tan grande que nadie sabe que está dentro. Algunos reclusos, sensibles, sospechan que algo va mal y miran con detalle las circunstancias de la reclusión. Otros, felices en su penitencia, progresan e incluso medran de forma ostensible. Secretamente aspiran a merecer un lugar de más fuste en la instalación. En ningún momento hay motines. A una salida, aunque sea masiva, al patio, en plan queja, no se le puede llamar estrictamente motín. El mercado asume ese excedente de protesta y lo aprovecha. De hecho el mercado contempla la rebelión en su protocolo de hostilidades como una licencia legítima del pueblo, al que se le consiente la revolución con la condición de que se retransmita por cable y la patrocine una de las muchas marcas de productos dietéticos. Nada hay fuera del mercado. La mecánica cuántica examinaría la posibilidad de que en los abismos de la materia exista un plan ancestral que privilegiara al mercado por encima de todas las cosas. Como si un Dios remoto alojara en el interior del caos un orden nítidamente previsto. Como si el primer hombre dibujara en las cuevas la silueta de un cajero automático.

Crying in the chapel
A menudo me hago preguntas a sabiendas de que no obtendré respuestas. Se da el caso de que las encuentro sin que tercie ninguna pregunta que las exija. Ando así a medio confortar. Nunca pretendo llegar al final de las cosas. Me conformo en el arribo a un término medio satisfactorio, uno que me libere de cogitaciones peligrosas. Se va mejor sin metafísica, he escrito muchas veces. Atormentado, hundido en los abismos del espíritu, no aprecia uno los dones de la tierra, las efusiones de la carne y en ese plan telúrico. Soy la oveja feliz que no desea salirse del rebaño ni encuentra placer en la posibilidad de que alguien, preocupado por mis limitaciones, sensible a las dimensiones de mi cautiverio, me informe de lo que me pierdo al no salir jamás. Voy así felizmente con los míos, reconocido entre ellos, oculto entre ellos. Pero de cuando en cuando razono a mis adentros sobre la naturaleza de mi felicidad y no puedo evitar una pesadumbre de la que me cuesta después mucho salir. Tengo muy claro que en esa incertidumbre es en donde me siento más vivo. Soy la oveja feliz que busca, en ocasiones, la presencia de un lobo a quien ofrecerme, la oveja irresponsable, la que busca en el rebaño un igual con el que disentir a medias.

One for the money, two for the show...
Mi abuela lo decía más a las claras: por el dinero baila hasta el perro. Díaz Ferrán es el perro de los telediarios y baila más que bien el rock de la cárcel. Por ahí íbamos al principio del post. Por Elvis y por la Santa Cofradía del Dinero Fácil. Por todos los negocios que han sido y serán y de los que dejaron a unos timados y a otros, ay pícaros, ay tahures, montados en el dólar, que se decía antes. Ahora no hay dólar al que montarse. Dicen que para el trece empezamos a ver luz al final del túnel. Ya todo es túnel y los ojos se nos han ido convirtiendo en otra cosa, pero no ojos. La luz no importa: nos hemos acostumbrado a la oscuridad. Hemos mutado de oveja a topo sin dejar de ser lo que somos, esto es, contribuyentes.

... and no religion too
A Wert, que ayer lo canjeé por Fritz Lang, le tengo todos los días reproches. Siendo criatura de mayor fondo intelectual que yo, admitiendo que es quien, en última instancia, gobierna mi trabajo docente (es el ministro, entiéndase) y decide sobre lo divino y lo humano de mi docencia, le tengo como un personaje a tener en cuenta. De hecho lo evalúo más que a Montoro, pongo por caso. Uno administra el bocado del fisco en mis ganancias y éste, ay, escribe el guión de la tiza en mi pizarra. Antes de continuar, debo consignar aquí mi profundo amor a la pizarra. No he visto yo instrumento de más lustre que éste. En ella se vuelca lo maravilloso del conocimiento humano, sobre ella se despliegan todas las telas del milagro del conocimiento, en fin, no he venido a ponderar el milagro de la vulgar, en apariencia, pizarra sino a evidenciar mi desencuentro con este jefe caprichoso signado por la voluntad del presi Rajoy.  Como jamás escalafonaré a puestos de distinción como el suyo, no me ensañaré con la persona, a la que respeto como eso, como alguien que, en el fondo, tendrá su corazón y buscará que todos sus latidos, setenta al minuto, cien en días de ruedas de prensa, aspiren al bien, busquen la eficiencia y, en útlima instancia, contenten a una gruesa mayoría. Es imposible, Wert u otro, que alguien contente a todo el mundo, pero todavía ando buscando una decisión de este hombre que me haya contentado a mí. Sí, yo soy un empleado más. No soy nada. Solo pido cuatro o cinco cosas, y ninguna se me está concendiendo. Tendrá sus razones. Que las explique.





4.12.12

Lang por Wert



No deja de sorprender el hecho de que la lluvia suscite una épica narrativa que no soporta el día luminoso. Hay una tendencia tácita a privilegiar los argumentos del gris. Incluso estoy por aceptar que el noir se hizo arte en el blanco y negro porque el color borra toda posibilidad de tragedia. Esta misma fotografía induce un rico tapiz de tramas que no acudirían si la bañara el sol y al coche no lo abatiera la pertinaz lluvia. La sombra a la derecha, el personaje del que nada sabemos, es el que espolea la épica. De él extraemos toda la fabulosa inventiva que hace de un momento mecánico e intrascendente uno absolutamente relevante, digno de encender la más tibia de las atenciones. Son estos asuntos los que nos consuelan de Wert y de Menkel. En la literatura, en ese palimpsesto de lo real, reside la belleza de las cosas. No sé por qué traigo ahora al tibio ministro de Educación (es mentira eso de la educación en Wert) y a la cristiana Menkel. Uno se refugia en la ficción cuando la realidad lo aturde. Uno se refugia en la ficción cuando la realidad lo aturde, repito. Me refugio, me proclamo patriota de mis vicios, me retiro de todas las demás banderas, reniego de todos los dioses, me planto en la plasticidad de una fotografía en blanco y negro (ay, otra vez carezco de información sobre la autoría de esta maravilla) y me pido un folio en blanco (me vale un procesador de textos) para contarme esta noche las razones de esa sombra de la que nada sabemos. De lo que no sabemos levantamos un mundo. Soy un pequeño dios rudimentario y caprichoso que desoye la admonición del augur (de Wert, qué perra la mía) y se engolosina con lo que hubiese sacado Fritz Lang de este fotograma. Esta noche cambio a Lang por Wert con los ojitos cerrados. Ya me callo.

3.12.12

El caballero de la niebla


Creo firmemente en el frío, en la niebla y en la literatura gótica. Me fascina todo lo victoriano, ese aire discretamente decadedente a lo Dickens con el que entretengo en cuanto puedo mi inevitable personalidad meridional, de escaso afecto por los tópicos del sur, que huye del calor y de los cielos limpios de nubes y de tormenta. En invierno mi paisaje se britaniza, por decirlo de alguna forma. No ya tanto la topografía como lo que se levanta por encima de ella. Imagino que si me hubiesen nacido en Londres, de haber sentido desde pequeñajo el english way of life, hoy querría ser sureño, andaluz tal vez, cordobés como soy. Descreo de la fortaleza anímica del lugar en donde uno nace. Por eso no soy amigo de nacionalismos y me aferro fieramente a la idea de que todos somos de todos sitios. Yo soy un poco inglés leyendo a Chesterton y otro poco tropical cuando tengo entre manos a Cabrera Infante. Para que nos entendamos, soy una especie de Ian Gibson inverso que no busca ningún enterramiento mitológico. 

La fotografía que ilustra este post me la creo del todo. Parece que he sido yo el que la hecho (más quisiera) o que yo soy uno de esos viandantes eventuales a los que el fotógrafo ha pillado en uno de esos momentos mecánicos en los que vamos o venimos sin meditar mucho el sentido de la travesía. De hecho hasta se me da un aire, es un decir lo del aire, el caballero del bombín, con gafas de pasta o similar, que lleva el gesto contrariado y la flema británica a la vista. Soy ese señor a medio ir o a medio venir, que circula a contramano, arriesgándose a que los demás lo miren. Por raro. Soy de una britanidad cuestionable en casi todo lo demás, aunque adore su idioma, su literatura (de Shakespeare a McEwan, de Eliot a Hornsby), la Ealing (ya saben, Pimlico y compañía) y su imparable maquinaria pop o rock (de los Beatles al infinito y posiblemente más alla). Soy un inglés de mentira, un español a medias, una de esas volubles criaturas que son felices donde les acogen bien y le hacen sentir como en la propia casa. La mía, ahora misma, huele a cena recién preparada y no hay ni rastro de frío por ninguna de sus habitaciones. Ya ven, eso de que amo el frío, la niebla y la literatura gótica es una frase que viene bien para empezar un artículo. O no. 

addenda:
solo falta que alguien venga y diga que la foto (cuya autoría desconozco) fue tomada en Berlín o en Madrid. Antigua, no obstante, es.

La gris línea recta

  Igual que hay únicamente paisajes de los que advertimos su belleza en una película o ciudades que nos hechizan cuando nos las cuentan otro...