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No sé qué sucede cuando escribo, la razón por la que unas palabras tapan otras, el hecho de que el texto se vaya modulando a distancia de quien lo escribe, como si hubiese dentro del autor un par de voluntades. Está la que vuelca las frases y está también, agazapada, tímida, en apariencia, la voluntad del lector. Porque el texto es siempre del que lee. El otro, el escribiente, es una circunstancia mecánica, la que tiende el puente entre el vacío y el universo. Porque el texto, incluso éste, es un universo que posee un big bang y un demiurgo. Incluso si los rastreamos a fondo posee su propio mecanismo de destrucción. Está encriptado. Algunos lectores lo descifran. Encuentran el mal dentro de la bondad de las palabras. Se me ocurre que la literatura, en el fondo, es un ejercicio de confianza entre el autor y el lector. O entre dos lectores. No tengo ni idea de qué sucede cuando escribe. Se para el mundo. Puede ser que suceda eso.
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Durante un tiempo me interesé en las razones de los escritores. Hurgué en la red y encontré algunas respuestas. Ninguna me deslumbró. La de M., por ejemplo, señalaba la importancia del temperamento por encima de la vocación. La de R. confiaba en una especie de divinidad poética, una a la que ninguna religión había hecho puñetero caso, que insuflaba el numen en la vigilia y en los sueños, en los actos cotidianos y en los que no lo son. Ese soplo cósmico debía afectar a unos más que a otros. R. sostenía que leer hacía que el numen se fijase más enteramente, digamos. La lectura de lo vertido por los otros hacía bueno lo propio. Se puede dar la circunstancia de que un mal libro inspire uno bueno. O viceversa. No sabemos nunca en dónde reside ese halo misterioso que extrae belleza de las cosas. Qué hace que yo mire de un modo en el que no lo haría otro. Que yo tenga ahora deseo de contar esto que estoy contando y no otro asunto. Que un lector haya caído en este rincón sumamente prescindible del cosmos, por demás imperceptible y volatil, y no en otro. Que no haya abandonado la lectura en el quinto renglón del trozo de arriba. En donde pone El otro, el escribiente, es una circunstancia mecánica, la que tiende el puente entre el vacío y el universo. Todo es una suma de azares. Todo son piezas de un mecano que no entendemos.Quizá deje esta página (no es una forma de hablar ni me mueve sacar a la luz la adhesión de un par de decenas de buenos lectores que sé que tengo) y prosiga escribiendo en privado, en uno de esos diarios que ya casi nadie escribe. En un diario podría no pensar en un lector. Tal vez yo mismo deje de ser, mientras escribo, lector y me convierta en el primer escritor puro. Que exista un Emilio Calvo de Mora enteramente consagrado a la escritura y un par de cientos de Emilios más ocupados en otras empresas. La de ser padre, marido, hijo, amigo, obrero, en fin, todas ésas que, cuando verdaderamente estás atrapado por un texto, te impiden que le pertenezcas en cuerpo y en alma. Yo no sé a quién pertenezco. Ya que no creo en ninguna deidad, me inclino esta noche en creer un poquito en ésa que anunciaba el autor R. La divinidad poética, la que insuflaba el numen en la vigilia y en los sueños.