31.3.12

Escribir

1
No sé qué sucede cuando escribo, la razón por la que unas palabras tapan otras, el hecho de que el texto se vaya modulando a distancia de quien lo escribe, como si hubiese dentro del autor un par de voluntades. Está la que vuelca las frases y está también, agazapada, tímida, en apariencia, la voluntad del lector. Porque el texto es siempre del que lee. El otro, el escribiente, es una circunstancia mecánica, la que tiende el puente entre el vacío y el universo. Porque el texto, incluso éste, es un universo que posee un big bang y un demiurgo. Incluso si los rastreamos a fondo posee su propio mecanismo de destrucción. Está encriptado. Algunos lectores lo descifran. Encuentran el mal dentro de la bondad de las palabras. Se me ocurre que la literatura, en el fondo, es un ejercicio de confianza entre el autor y el lector. O entre dos lectores. No tengo ni idea de qué sucede cuando escribe. Se para el mundo. Puede ser que suceda eso.

2
Durante un tiempo me interesé en las razones de los escritores. Hurgué en la red y encontré algunas respuestas. Ninguna me deslumbró. La de M., por ejemplo, señalaba la importancia del temperamento por encima de la vocación. La de R. confiaba en una especie de divinidad poética, una a la que ninguna religión había hecho puñetero caso, que insuflaba el numen en la vigilia y en los sueños, en los actos cotidianos y en los que no lo son. Ese soplo cósmico debía afectar a unos más que a otros. R. sostenía que leer hacía que el numen se fijase más enteramente, digamos. La lectura de lo vertido por los otros hacía bueno lo propio. Se puede dar la circunstancia de que un mal libro inspire uno bueno. O viceversa. No sabemos nunca en dónde reside ese halo misterioso que extrae belleza de las cosas. Qué hace que yo mire de un modo en el que no lo haría otro. Que yo tenga ahora deseo de contar esto que estoy contando y no otro asunto. Que un lector haya caído en este rincón sumamente prescindible del cosmos, por demás imperceptible y volatil, y no en otro. Que no haya abandonado la lectura en el quinto renglón del trozo de arriba. En donde pone El otro, el escribiente, es una circunstancia mecánica, la que tiende el puente entre el vacío y el universo. Todo es una suma de azares. Todo son piezas de un mecano que no entendemos.Quizá deje esta página (no es una forma de hablar ni me mueve sacar a la luz la adhesión de un par de decenas de buenos lectores que sé que tengo) y prosiga escribiendo en privado, en uno de esos diarios que ya casi nadie escribe. En un diario podría no pensar en un lector. Tal vez yo mismo deje de ser, mientras escribo, lector y me convierta en el primer escritor puro. Que exista un Emilio Calvo de Mora enteramente consagrado a la escritura y un par de cientos de Emilios más ocupados en otras empresas. La de ser padre, marido, hijo, amigo, obrero, en fin, todas ésas que, cuando verdaderamente estás atrapado por un texto, te impiden que le pertenezcas en cuerpo y en alma. Yo no sé a quién pertenezco. Ya que no creo en ninguna deidad, me inclino esta noche en creer un poquito en ésa que anunciaba el autor R. La divinidad poética, la que insuflaba el numen en la vigilia y en los sueños.



30.3.12

El síndrome Nicolas Cage




1
Últimamente me gustan las películas poco enfáticas, las que transcurren imperceptiblemente, las que cuentan historias levísimas. Películas de poco peso, de sustancia pobre y de poco afecto al recuerdo. No me sucede esto con los libros. Los prefiero más de fuste, de los que se quedan dentro y a los que uno vuelve como quien regresa a una casa o a un amigo al que no vemos hace tiempo. Se me queda corta la novelita de azares, un poco rocambolesca, amena y gratuita, en donde el vértigo suspende el drama, de personajes huecos o a punto de liberar el hipotético contenido que el autor, quizá en un descuido, pudo colocarles entre pecho y espalda. Del cine, incluso del cine malo, espero a veces que me entretenga. Le pido distracción. Al libro, sin embargo, le tengo otro respeto. Le consiento menos deslices. No admito que me prive de las horas que puedo dedicar a asuntos de otra enjundia. La última película que he visto ha sido una lamentable que, pese a su absoluta falta de calidad, me atrajo durante hora y media. Embrutecido, despellejando la magra trama, pensé en todo esto. En la forma en que manejamos el ocio y cómo lo llenamos. Somos como una especie de gran disco duro, uno aristócrata y sibarita, al que le debemos el volcado diario de las cosas a las que le hemos ido acostumbrando. No puedo pasar un día sin que un poco de jazz me lama las orejas. Ni uno solo en que eche mano de la prensa para ver cómo se precipita el mundo hacia el hondo abismo que le hemos construído. Ninguno sin algunos de esos vicios que, embozados, deleitan, conmueven y, en algunos casos, enriquecen. No sé bien eso de la riqueza en qué consiste. Supongo que en ser feliz sin más atributos. Es rico quien está alegre o se siente feliz durante un corto espacio de tiempo al día, pero a diario. No creo en la felicidad completa. Soy más de una alegría intercambiable. Por eso confío en esas golosinas intrascendentes que programo a media tarde o por las noches para ir cerrando el tráfago del día. Veo fútbol, enchufo el ipad y navego sin un plan de vuelo. Soy el buen naúfrago. El que tiene a mano un ferry que lo conduce a tierra. El que abre (esta noche) un libro de Auster (Invisible) del que espero grandes cosas. También puedo ser un inocente. Una amiga (B.B.G., pongamos) me mandó hace pocos días su novela. Suerte. Estoy ocupado en esa agradable travesía. Poder leer y luego contar al autor cómo ha sido el viaje.

2
Recuerdo que mi amigo K. me refirió la historia de un pariente suyo que rehusaba leer a Kafka y a Kierkeegard porque los dos le daban migraña. Será la K., adujo K. en una de sus muy finas maneras de retorcer los argumentos de los demás y llevarlos al campo que más domina y que yo más aprecio: la ironía, la sutileza. Yo hace tiempo que no releo a Kafka, sin motivos que pueda explicar lo aparto cada vez que me asalta Samsa en la cabeza,  y una única vez tuve a Kierkegaard como lectura de cabecera. Estos tiempos exigen otras lecturas, otras películas, otras músicas. En lo que apenas cambio, en lo que no introduzco cambios inducidos por mi estado de ánimo o por el estado de ánimo ajeno es en mi irrenunciable afición al jazz. Ahí busco el énfasis, el arabesco, la síncopa bien recargada y la madre que parió a la inspiración y al libre desenfreno de los ardores del genio creativo. No sé que opinaría Harold Bloom acerca de estas reflexiones mías después de un café bien cargado. Me declaro incompetente para razonar mi amor al jazz, pero asumo mis vicios y me confieso adicto. No escribo más sobre jazz en este página porque me quedo sin argumentos. Hay declaraciones de amor profundo y hay convicciones firmes que mi rutinaria manera de escribir recoge en posteos repetidos, prescindibles. Escribir sobre jazz me produce zozobra, envaramiento: me siento indispuesto, desprovisto de cualquier pequeño síntoma de inspiración. Curiosamente me explotan cien sintagmas en el pecho (y todos hirientes y todos canallas) si lo que leo o lo que veo o lo que oigo (libros, películas, discos) me desagrada y empatiza con esa parte severísima de mi ocio crítico que no consiente (habida cuenta del poco tiempo que tenemos para estas cosas) mediocridades. Por eso me resulta vigorosamente fácil escribir sobre el último engendrillo de Nicolas Cage,  metido en  películas malas de solemnidad, bandidaje intelectual, refritos desatinados, subproductos voluntariamente prescritos para almas poco exigentes, cuando no apáticos consumidores en nada concienciados del valor del tiempo y de sus esclavitudes. Tópicos amañados con infame voluntad de mercado, desprecio patrocinado, saldos de mercadillo vendidos a precio de Armani, pero a veces están ahí, reclamando que las mires y las olvides más tarde.

24.3.12

I've got the blues

                                                              Val Wilmer, 1.964


Esta reunión de bluesmen me recuerda las fiestas flamencas a las que alguna vez he asistido. Aquí están los viejos patriarcas y están los aprendices. Custodian la historia de una música y en ocasiones exhiben el magisterio heredado. Carecen de glamour y no precisan de la maquinaria infame de la notoriedad, pero son capaces de conmover a quien contempla cómo ejecutan su oficio. Me imagino que para que esta instantánea fuese posible tuvieron que concurrir enormes y muy azarosas circunstancias. De hecho, el jazz o el blues son, en su esencia más íntima, la expresión básica de una pérdida, la manifestación del dolor. Se canta para quemarlo o para compartirlo. Luego la música probablemente se dejó cortejar por excesivos pretendientes de modo que ni el blues ni el jazz que se hace hoy está pensado desde el dolor. Todo se ha maleado en exceso. O se ha convertido en otra cosa ajena a la que lo alumbró. Nada escapa al imperio absoluto del showbusiness. El dolor está en Amazon y se lo envían a casa en menos de una semana a cuenta de su Visa Oro, pero entonces, en la foto, los patriarcas se reunían en un garito cualquiera y enseñaban a la feligresía más joven la forma en que debe ser tocado el blues. El dolor es el disco de T-Bone Walker que ahora estoy escuchando. Dicen que inventó el blues eléctrico. No dejan de ser etiquetas, añadidos a beneficio de la heráldica. Importan otras cosas. El diablo merodeando. El dolor de pronto ofrecido como un bálsamo.

11.3.12

La fiesta del señor Samsa


Corre por estos días la efemérides de La metamorfosis. Samsa cumple cien años. La fatalidad de Kafka, su don para expresar el tormento de estar vivo. Porque la belleza está ahí afuera, pero a veces pienso que la mejor literatura procede de los atormentados.

8.3.12

A lomos de Moby Dick / Revisión del desorden

Todo sigue felizmente en desorden. El primer impulso es coger unas cajas y meter los libros que ya no leemos y coger más cajas y meter los discos que ya no escuchamos. Una vez que hemos llenado montones de cajas y hemos aliviado el desorden se procede a inventariar meticulosamente el material sobreviviente. Entonces advertimos que la habitación sigue reventando por todas las paredes y ya no tenemos cajas en las que meter más libros ni más discos. El siguiente impulso es cerrar el cuarto con llave y abrir otro cuarto donde comenzar una nueva vida de libros y de discos. Piensa uno en la posibilidad de buscar un piso franco en el que arrumbar el material sobrante. Piensa en uno no necesariamente grande, una especie de picadero libresco, céntrico, con ascensor y una comunidad de vecinos a la que no le incomode un inquilino eventual, poco conversador, centrado casi exclusivamente en hacer continuos portes de cajas y en cuidar en no intimar en exceso con las vecinas curiosas.

El vicio de ir comprando todo lo que nos gusta no sólo rebaja nuestras a veces flacas cuentas sino que crea problemas de espacio. Recuerdo haber alojado libros en prácticamente casi todas las habitaciones de una casa de alquiler que tuve. Había libros en el salón, en el dormitorio, en el cuarto de la plancha, metidos en cajas. Los miraba casi con ternura: los imaginaba dolidos por mi abandono. En cuanto tuve domicilio propio y estable, habilité una habitación en donde colocarlos. Disfruté con la idea de que todos estuvieran allí, en ese refugio simbólico, en esa intimidad cálida y ordenada. Quizá por eso me gustan las películas victorianas en donde un patrón mobiliario exige altas estanterías pobladas de libros, anaqueles lujuriosos con escalera propia. Me gustan de un modo elemental, primario y escasamente elaborado. Observo el orden, aprecio la terquedad del espacio, evalúo la posibilidad de vivir yo en ese búnker idílico, aplastado por Shakespeare, por Milton, por Chesterton, por toda la colección de revistas de cine y por las obras completas de Borges, por los libros de Visor y por los pocos, ay, que compré sobre jazz. Y pienso en el bendito desorden, en la promiscua imprudencia de no estabular y dejar que el azar administre los tesoros allí velados. Comprobar de pronto que a Henry James le hemos colocado de vecino a H.P. Lovecraft sin premeditación, sin percibir el hermanamiento repentino entre los dos volúmenes. Porque hay libros que se contagian y hasta he pensado que las historias que cuentan se entremezclan sin que lo percibamos. Por eso cuando leemos a Bolaño vemos a Cortázar atrincherado en un párrafo. Por eso cuando disfrutamos del verso de Gil de Biedma nos percatamos de que allí está Dámaso Alonso. A nuestra disposición. Qué hermosura. Hay como una corriente de afecto que hermana las cosas que, en principio, no parecen casar. Me pregunto qué batalla íntima, invisible, ocurrirá cuando descanse un libro de Paul Auster con otro de Jorge Bucay. Cualquiera de Paulo Coelho apoyado sobre La conjura de los necios o sobre Moby Dick.


La gris línea recta

  Igual que hay únicamente paisajes de los que advertimos su belleza en una película o ciudades que nos hechizan cuando nos las cuentan otro...