16.1.11

Otra vez Rayuela


Leí Rayuela a trompicones, sospechando que le sobraban páginas o a mí me faltaba talento. Leí Rayuela por estricta recomendación académica. O la leí porque no podía seguir viviendo sin haberlo hecho. En esa edad los riesgos se miden en términos heróicos. El mío fue la monumental historia de Cortázar y todavía hoy me siento en deuda con aquel arrebato épico que me procuró placer como pocos libros han hecho en mi vida lectora. Recuerdo sentirme reconciliado con las letras y también con el mundo, recuerdo (esas cosas ya no me pasan) sentirme un poco mejor persona, más hospitalario, más sensible, más en sintonía con la bondad cósmica, cuando cerré el libro, aspiré aire y miré al infinito por la ventana, turbado todavía por la magia de Cortázar, hechizado, vencido, ganado a la causa del amor a la literatura. Confieso que la volví a leer años después y no sentí ninguna de esas íntimas revelaciones. Pero un secreto y eficaz mecanismo de defensa me impidió razonar las causas de ese déficit de entusiasmo y pasé página.
Esa primera vez la leí de corrido, a la manera clásica: empezar desde el principio y terminar en el famoso capítulo 56. El tablero de dirección ofrece una lectura más lúdica que entonces me pareció fascinante y ahora (veinte años después) me parece un laberinto. Hace mucho tiempo que he negado a mi ocio la lectura de novelas gruesas, espesas: prefiero perderme en breviarios. Será que no tengo el tiempo que tenía antes o será que mis vicios son ahora otros y me cuesta (segundo juramento) afrontar la lectura de mamotretos faraónicos. Ahora ando con Canetti y sus aforismos y estoy disfrutando una enormidad. Asuntos profundos pero embutidos en un formato leve.
Son ganas de hablar o son ganas de escribir, pero ahora son ganas de leer y acometo (tercera vez) la lectura de Rayuela. Iré a saltos, como quería Don Julio. Iré con la conciencia quemada por las lecturas anteriores: nadie baja dos veces al agua del mismo río, sentenció Heráclito. Ningún libro es el mismo nunca. Ningún verso. Ni siquiera uno lo es. Yo no soy el que era. Ni de cerca. El nuevo lector de esta Rayuela de 2.008 ha visto el 11-S, las tecnologías p2p, la victoria de España en un Mundial, la consagración urbi et orbi de David Bisbal, el abandono de todo tipo de fe en la bondad de las religiones y posee también convicciones de la que antes carecía: ser padre es un acto de responsabilidad fantástico, la educación de los jóvenes es clave en la acometida de una sociedad más justa y ecuánime, menos fanatizada por los idealismos totalitarios, más apasionada por las artes y por la belleza y por todo lo que conlleve algún tipo de apropiamiento cultural. Ser maestro tal vez condicione más cosas de las que uno sospecha en un principio. Supongo que todo eso tendrá alguna influencia en la nueva fascinación. Inevitablemente me acordaré de Rafael Roldán y de Auxiliadora Salido, de Luis Sánchez Corral, que nunca leyó mi página, y de Juan Luengo, de mis años en la Escuela de Magisterio en Córdoba y de los bares en donde, jubiloso, abría mi libro y devoraba peldaños de esa escalera formidable.Ahora no lo leeré en una mesa apartada, frente a algún ventanal, bebiendo café, escribiendo notas en una libretita, fumando distraídamente Chester. Leeré el tocho siendo otro. Siempre se es otro. Diariamente. Guardamos rasgos de lo que fuimos. Nos reservamos la facultad de ser un yo del ayer, uno fiable, reconocible por los demás, pero es falso.

2 comentarios:

El Doctor dijo...

Cortázar es sobre todo un escritor que pide lectores cómplices, no quiere lectores pasivos. Sus personajes, por otro lado, se expresan como lo hace la gente en la calle, sin retórica, sin engolamientos, sin peajes academicistas, son personajes de gran alcance carismático. Pongamos de ejemplo a Horacio Oliveira, personaje de Rayuela, esa maravilla que sigue fascinando a unos pocos lectores que todavía aman la literatura y aceptan como juego vertiginoso la inteligencia y el lenguaje para expresar estados de profundización en el ser. Oliveira es un hombre que está poniendo en tela de juicio todo lo que ve, todo lo que escucha, todo lo que lee, todo lo que recibe porque le parece que no tiene por qué aceptar ideas recibidas, estructuradas y codificadas, sin primero pasarlas por su propia manera de ver. Oliveira es un hombre común que, sin embargo, siente que en torno a él hay cosas que no andan bien, hay cosas que, incluso gente mucho más inteligente que él, acepta y que él no está dispuesto a aceptar. Se opone a la realidad, tal como se la presentan diariamente. Rayuela, en el fondo, es una larga meditación a través del pensamiento e incluso a través de los actos de un hombre, sobre todo, una larga reflexión sobre la condición humana, sobre qué es un ser humano en este momento del desarrollo de la humanidad, y en una sociedad, como la sociedad donde se cumple, donde se desarrolla el libro. La singularidad de esta gran novela es la posibilidad de una lectura, que como se advierte en la página inicial, se puede alterar el orden lineal al gusto del lector, es decir, el lector cómplice.

Bueno,este comentario es de un post que escribí hace tiempo.Por supuesto,leí Rayuela cuando era muy joven y no he vuelto a leerla y no se qué impresión tendría ahora.

Un cordial saludo.

Emilio Calvo de Mora dijo...

Muy buen comentario, Francisco, como siempre. Me gusta Oliveira. Fascina porque vive de esa intriga continua. Todo se lo cuestiona. A nada se pliega. La realidad es un puzzle y él no está jamás en disposición de colocar las piezas como deben. Y vive en esa fiebre. Gracias.

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