20.1.10

Los sustitutos: Distopía light


Ya no sabe uno qué pensar: si la ciencia-ficción se está autoparodiando o si el gremio de los guionistas, a falta de ideas de relumbrón, se ha empecinado en pulir las historias de antaño o, al menos, del antaño fijado en los gloriosos setenta. Los sustitutos es una mala película presentada en un envoltorio flamante. De este arsenal de productos afiliados a la irrupción apocalíptica de las máquinas, de la tecnocracia y de esa especie de Second Life inventado para entretener el aburrido ocio de los humanos gusta que siempre terminan bien. No esconden tragedias ni se esfuerzan en dar brochazos de gris metalizado (con su porción de óxido afeando el chasis) cuando pueden ofrecer un esplendor de colores, un paleta cromática full HD. Las majors van al negocio seguro. Bruce Willis. Androides. Un trailer vistoso con helicópteros sobrevolando la ciudad, persecuciones impecables y decibelios desenjaulados a juego con las dimensiones del espectáculo. Los sustitutos es mala porque ya la hemos visto antes. Está facturada con absoluta falta de pudor cinéfilo. Parece escrita para un despistado novicio en esto de la ciencia-ficción. Cualquier socio de una cadena tipo Blockbusters, de ésos que no han pisado un cine hace tiempo pero que no se saltan ningún estreno en DVD, Bluray o BR-Screener recién pilladito de la red, pilla el bucle óptico.
Hurgando, por ver las tripas de la máquina, uno ve que la metafísica inherente a la ciencia-ficción buena, está aquí sustituida por un vertiginoso (y a veces incoherente) relato tecnofóbico, de apariencia agradable, en el que nada chirría en exceso pero donde nada (créanme) fascina ni siquiera un segundo. Se deja ver con absoluta indiferencia. No nos hiere: no nos emociona. En ese limbo imbécil de cine ramplón, Los sustitutos ofrece lo que algunos centros de comida rápida: fotografías impresionante de las viandas, amplias vistas al confort del establecimiento, pero luego comprobamos, a pie de mesa, que todo mengüa y nada es lo que nos dijeron que iban a vendernos. No obstante cumplimos el rito, salimos del cine, echamos pestes del engañabobos en el que hemos picado y aceptamos, entre risas, que igual volvemos en cuanto nos receten otra dosis de vacío perfecto. Algo así como la vida de esos seres humanos que se ven en la película: cómodamente instalados en su butaca, enchufados a la máquina, guiando sus alter-egos, sus robots antropomórficos. Sus dueños están a salvo, en ese edén digital que les evita el rigor de lo real, la asfixia de las calles, el roce con los otros. Como si un espectador prefiriese estos apaños palomiteros en lugar de películas de mayor fuste. Ésta acumula imágenes y planos, esplende en su vigoroso cromatismo, pero no da la talla en convicción, en profundidad, en peso. Y bien pudiera.

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