9.12.09

Buscando a Conrad


Una biblioteca en Bagdad




El orden es una fatiga: lo escribió Espronceda, del que únicamente recuerdo los versos de los cañones a toda vela por el pupitre de mis once años. Santiago Auserón, menor en la nómina de autores de la literatura española pero más afín a mis vicios, dijo (en una memorable canción) que el orden aprendió del caos.
Siempre me obsesionó el orden, que es una dictadura para quien lo respeta. Ese orden al que aspiro no se deja que lo manosee. No soy un amante convincente: se escapa a mi control, se obstina en contrariarme, resiste que lo gobierne. El orden procura (lo sé) confort, habilita refugios, crea una intimidad limpia a la que acudir cuando afuera el vértigo (las horas son el vértigo) nos aturde. El orden es una condena también, una especie de enfermedad cultural en estos tiempos frágiles, volubles, vacíos, contagiados de stress. Al orden no se le combate nunca: el orden es un dios severísimo que pide tributos y no consiente disidencias. Y estos días de diciembre vivo en desorden, huído, incapaz de postrarme ante su cálido afecto y dejarme dirigir por su divina certeza. Recuerdo días bajo su protectorado, días simétricos, días de una formalidad espartana, cartesiana, lúcida y enteramente previsible.
Y es en ese rango de lo previsible en donde los deseos patinan o donde los hacemos patinar. Hay algo de premeditación en el caos. Hay más alegría en la búsqueda que en la certeza. Y el azar contribuye fantásticamente a engordar este desorden mío al que ya me voy acostumbrando y del que (a lo visto) no presento síntomas de curación. Oficio y vocación: el territorio de lo sublime o de lo mediocre no dependen de ese estado de las cosas al que llamamos orden. No, al menos, en el sentido en el que ese orden legisla la creatividad, la regula, la compartimenta y vigilia. El arte o los intentos domésticos y sencillos de acercarse a él precisan otros ámbitos. Trabajo junto con inspiración, que era lo que buscaba afanosamente Lorca.
Y hoy al entrar en la habitación en donde están los libros y los discos, me pareció que un poco de orden convenía. Encontrar a Conrad a la primera, que no fue posible. Ni a la segunda. Apareció (El corazón de las tinieblas) horas después un poco por azar y un poco por trabajo. Inspiración y terquedad como quería Lorca. Y pensé en la canción de Radio Futura y en la cita de Espronceda y en la necesidad de ordenar el desvarío, acotar el desmán y hacer más llevadera la vida dentro de esta habitación en la que escribo.

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2 comentarios:

Pedrodel dijo...

Cuando los montones de papeles no me dejan ver el horizonte empiezo a sufrir pensando que he de ordenar, archivar, limpiar y tirar. Primero lo pienso unos días (a veces son meses), pero la rebeldía me impide hacerlo.
Luego, cuando me olvido de que tengo esa obligación, un día entro en el estudio y me lío la manta a la cabeza dejándolo todo niquel.
Al principio soy feliz. Luego me siento extraño con tanto orden.

Emilio Calvo de Mora dijo...

Sufrimiento entendido, Pedro. Y lo malo es lo que dices: que ese esfuerzo luego no recompense y te guste más el caos, el desorden lógico, esa forma incivil de amontonar libros, discos, papeles que uno entiende perfectamente. Digo perfectamente. Las obligaciones, en casi todos los ámbitos de la vida, son malas. La rutina es una obediencia, y uno se encuentra bien en ella. Hasta que deja de sentirse bien y quiere rebeldía... En nuestro trabajo, es otro asunto, interesa el orden. Caso de dejarlo de lado... Ay ay ay... Caos Total. La ley ésa de la Calidad pisoteada, echada a los perros... Nos vemos a pie de café.

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