7.4.09

Los abrazos rotos: Ciegos y falsos...





El autor, el que está fascinado por su poder telúrico y concibe la realidad como un material desde el que construir su obra, suele incurrir en ocasiones en el ombliguismo, en el bucle, en la ciega persecución de un ideal al que ya hace tiempo que no debería aspirar. Mi amigo K. me contó que los verdaderos creadores, los auténticos, deberían darse una fecha de cese creativo. Que todo lo que hacen después de esa fecha suicida es accesorio, inservible como evidencia del talento. A Almodóvar le ha hechizado Almodóvar y se ha inventado otro director que le imita en una especie de desdoble consentido y hasta alentado.
Los abrazos rotos es la cúspide de este bilocación artística. Nada chirría, todo se ajusta a la belleza cromática, al personalísimo universo de gestos y de maneras y (sobre todo) al alambique narrativo, a ese discurrir en lo dramático que investiga en las emociones y extrae con pasmosa facilidad quebrantos universales, roturas del alma que otros directores no saben ni que existen y que Almodóvar explicita con absoluto magisterio. Las historias se convierten en juguetes sofisticados donde predominan las máscaras y es desde esas máscaras por donde el director ofrece su generosa vitalidad. En cierto modo, uno sabe que lo que sucede en Los abrazos rotos es cine, esto es, un engaño ametrallado a 24 fotogramas por segundo, un vibrante puzzle de intensidades variables en donde el movimiento se matrimonia con el pensamiento y así el espectador elabora la novela de lo visto. Debajo de las películas de Almodóvar hay siempre una novela, una empeñada en reventar su trama en las últimas páginas. Aquí todo se precipita muy rápido. Aquí todo garantiza ya desde las primeras imágenes (un inserto de cine dentro del cine) que lo que estamos a punto de ver va a colmar el hambre de Almodóvar que todos secretamente creemos llevar dentro (o esa piensa Almodóvar y así satisface a su cómplice parroquia de adeptos), pero tal vez no colme el hambre de cine mayúsculo porque se ha preocupado tantísimo el director manchego de ser fiel a su doctrina que ha olvidado otros caminos, enfangando éste, convirtiendo Los abrazos rotos en un onanista (aunque brillante por momentos) ejercicio de reivindicación de sí mismo.
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Lo que pasa después, una vez que Almodóvar ha alfombrado de Almodóvar el set de rodaje, es que los personajes se abisman en Almodóvar. No salen con facilidad y algunos todavía están dentro: la trama es inferior al autor que la monta, el magnetismo y la autoría total del amo secuestra la libre danza de personajes y de actores que los representan de modo que podemos entender que a ojos de quien no ha visto una película de Almodóvar en su vida (no crean, hay gente y viven tan felices en su analfabetismo cinéfilo) se les antojen autómatas y que lo contado sea casi en todo momento una inverosímil ensoñación, una poco creíble bajada a los infiernos del desamor y de la destrucción personal a la que siempre aspiró a retratar en sus películas.
Los abrazos rotos zozobra en su desmesura: pudiendo ser perfecta cae de bruces por la ambición, por estirar en demasía las posibilidades dramáticos, los giros, los guiños, la metalingüística, poniéndonos semánticamente interesantes. Los desgarros sentimentales, para que sean creíbles, deben despojarse de artificios: el acúmulo barroco, la sintaxis forzada, la escritura alambicada de Almodóvar ahogan el film, abortan la transgresión (que es una condición fundamental del arte) y todo lo elevan a un metafísico punto creativo entre el cine de Douglas Sirk y el culebrón de Televisa en emisión de sobremesa para amas de casa hambrientas de lujuria sentimental.
K. me confiesa el momento prodigioso en el que Penélope Cruz, castigada en exceso con un personaje sencillamente incomprensible, mira el espejo mentido de la proyección en la que se rebela contra su protector y la autentifica y la convierte en estremecedor documento al doblarla ahí, literalmente, al borde mismo de la pantalla blanca sobre la que discurren los personajes que la cámara registra. Todos, al cabo, cuando nos filman, somos personajes. Almodóvar mima su cámara y olvida probablemente que la cámara ficcionaliza la realidad y la convierte en un teatro. O lo ha olvidado o se lo ha aprendido demasiado bien y no ha sabido encontrar el estado de gracia que permite rodar sin que se advierta la cámara.

5 comentarios:

Isabel Huete dijo...

Después de leer tu crítica se me han quitado las ganas de verla... Pero la veré, como todas las demás. :)
Besotes.

Gabriel Cusac dijo...

No voy a opinar de la peli, que no he visto. Sólo quiero decirte que eres un orfebre gramatical

Emilio Calvo de Mora dijo...

Que no se te quiten por lo que escriba nadie: ve a verla, disfruta cosas buenas que tiene. Igual te encanta. En eso estriba eso del arte. En que a unos nos despierta unas cosas que en otros no existen. O viceversa.

Es muy difícil eso, y a lo mejor muy impertinente a la hora de contar cosas, de hacer orfebrería gramatical. De todas formas, gracias, Gabriel.

Anónimo dijo...

Autor, autor...

Cada vez en un mundo más pequeño y más universal.

Adu dijo...

Pues aunque mi versión es muy distinta a la tuya, estoy de acuerdo en lo que dices. Te linqueo, con tu permiso.
Vine aquí por consejo de tu amiga Isabel.
BBD.

La gris línea recta

  Igual que hay únicamente paisajes de los que advertimos su belleza en una película o ciudades que nos hechizan cuando nos las cuentan otro...