Están los pobres de la navidad al raso frío de las avenidas y tienen empuñada el hambre como una levísima arma arrojadiza, pero se mueven sin prisa, no les duele la densa verdad de los escaparates ni el peso sin propósito de los contenedores. Están mirando cómo nace el niño Jesús en una pantalla de plasma que emite en alta definición todas las cosas importantes que pasan estos días en el mundo. Es una pantalla enorme que se ve desde el cristal. Las caras parecen que perdieran píxeles y ganaran aire para colarse por las rendijas de los bolsos de las señoras y las estanterías reventonas de cachivaches eléctricos hasta hocicar con la cara del pobre ensimismado con los colores y con la evidencia formidable de que el mundo está infinitamente mal repartido y él está en el lado equivocado sin que nada parezca que vaya a sacarlo de ahí y meterlo en danza, en la fiesta estomacal, la que festeja que el niño Jesús ha venido y nadie sabe cómo ha sido.
La navidad es magia para quien la paga y estos pobres de hoy que me han cortado el paso de camino al Corte Inglés no tienen con qué abonar la pitanza. Van como zombies y entonan una letanía en un idioma que no nos pertenece. Ni a ellos. Se atreven con un español precario y funcional que les sirve para reblandecer oídos cómplices. El mío está duro y sobrevivo como puedo al gentío de pobres de la navidad que me regalan incógnitas igual que yo les regalo indiferencia. No puedes pararte y editar el hambre, borrar con algún sofisticado artilugio infográfico la cara oxidada, el pelo brumoso, las ropas tullidas del frío y de la costra de mierda que las levanta a peso del frío suelo de Ronda de los Tejares, en Córdoba, hoy, a eso de las tres, cuando volvía de charlar con mi amigo Rafa Roldán las historias nuestras. Me ha dicho que en el blog falta humor, pero hoy precisamente no tengo el argumento jocoso. No tienen la culpa los pobres de la navidad ni los muertos de la carretera ni tan siquiera la franja de Gaza, que aperece esta noche mientras preparo a mi hija una pizza y escucho la CNN, que es un boletín de desgracias como otro cualquiera, pero neurálgicamente conectado a toda la fibra sensible del jodido mundo. Me ha extrañado que no hablen de los pobres de la navidad.
En Madrid tiene que haber un millón de pobres, según las últimas estadísticas. Y como Don Dámaso a veces por las noches me incorporo en este nicho mullido y levemente aristocrático en el que hace poco más de cuarenta años que me pudro y paso largas horas oyendo el ruido de la tristeza, que es un ruido sin alboroto que se agarra al pecho y no te suelta. Y como el poeta me paso muchas horas preguntándole a Dios por qué se pudre lentamente mi alma y por qué la grandeza del ser humano es un verso en un soneto o es un alto pensamiento de alguien que supo manejar las palabras y juntarlas con razón y con belleza y no un acto heroico, uno del tipo que soluciona de cuajo la infamia y la miseria, el ejército de pobres que cercan el Corte Inglés en Ronda de los Tejares, en Córdoba, y te impiden que puedas desplazarte a la velocidad que te apetece para no perder el autobús número 6, que va al Sector Sur, a la Avenida de Granada. Ahí te esperan con la mesa puesta y la sonrisa abierta y te preguntan si hace frío, pero tienes una urdimbre esponjosa de caras de pobres que te anula el desparpajo, te bloquea el júbilo y te arrumba en una tristeza de viernes de navidad que tenía que llegar tarde o temprano.
Y mi amigo K., que me da en estos casos consejos sabios, no atina a colocarme ahora uno válido. Me ha soltado tres lugares conocidos y una ristra de frases previstas, pero la ciudad es un pabellón de tristeza y los coches enfilan las largas avenidas del centro como caballos salvajes que quisieran perderse en la distancia y no regresar jamás. Mi amigo K. lee a Chesterton y le sale una prosa de lo más enjundiosa, pero no sabe que ser cristiano en estos tiempos equivale a tener que justificarte continuamente. Antes, me cuenta, los que se justificaban eran los ateos. Los pobres de la navidad no se justifican. Los ricos que hoy me han parecido muy ricos caminan a la vera de los ricos que luego son unos muertos de hambre en la intimidad y abren latas de conserva en un mantel antiguo de cien mil pesetas. Todos los que aquí paseamos las calles de la tristeza, que según las últimas impresiones avanza sin cautela y devora edificios y muda el color de los semáforos, sabemos que la miseria o la gloria va por tocas y que el azar, ese bicho cabrón, da y quita a capricho. Está siempre el azar comprometiendo la bondad del mundo y azuzándole leones y serpientes y luego brokers recién despojados de la gracia infinita y abandonados en el asfalto como bestias bautizadas en sangre y dispuestas a romper los escaparates y llevarse la cesta entera de la navidad. Maadof tutela la travesía desde alguna celda y cien mil hijos confiados se suicidan en los servicios de las cafeterías. Un pobre no se suicida. Se suicidan los que lo tuvieron todo y perdieron ese recuerdo. Los ateos del mundo viven la navidad con el corazón encogido y no le echan la culpa a ningún dios en las alturas. En eso hay una pedagogía: en no caer en el fanatismo semántico ni en la cuenta cruenta de cadáveres que la Historia, por ser historia, ha ido abandonando por el camino.
Rojos, nacionales, judíos, demócratas, chinos, marxistas, fascistas, hijos de la MTV y parias del underground: todos son por navidad muertos ilustres de las páginas de las enciclopedias o son pobres sublimes que recorren las calles de la tristeza con la mano horizontal y el ojo avizor, como deslumbrantes aves rapaces que perdieron la capacidad de vuelo y arrastran zapatos quemados en las avenidas definitivas de Suburbia, ¿verdad, Álex?. Y aunque la noche esté cerrando ya las persianas del verbo y uno entienda que no se puede alfombrar el barro, duele que en Madrid y en Córdoba y en las calles de Londres y en las de Varsovia los pobres vayan a seguir siendo pobres y los ricos de raza o de azar (las dos palabras se contienen y se buscan: raza, azar) sigan en su riqueza inasequible al desaliento. Yo mismo, hoy, de vuelta a casa, camino del almuerzo familiar en un día de navidad, me he visto atropellado por una turba obscena de pobres que me han regalado cien incógnitas en un par de miradas y otras cien en el recuerdo ineludible de esas miradas, de esos ojos metafísicos que buscan en los escaparates (había uno cerca que presidía el encantamiento) pantallas de plasma que emitan en alta definición la realidad que a pie de calle, en la tristeza infinita de las calles de mi ciudad, no conocen todavía. Los pobres, por serlo, no conocen la realidad. Se niegan la razón que les faculta para aceptar que todo lo que les está pasando sea realidad, contenga trozos de realidad, exhiba trazas de realidad, parezca de lo más real y se puede ver desde dentro y desde fuera como algo inevitablemente real. Y no lo es. Debe ser mentira o debe ser ficticio o debe ser falso todo lo que no se ajusta a la belleza ni al común denominador de la razón empírica. Pobres hechos paisaje. Mendigos hecho atrezzo. Caigo ahora en la cuenta de que los pobres de la navidad son pobres todo el año y les asiste (qué infamia) la rutina y el miedo.
4 comentarios:
Lúcida reflexión, atroz yo diría.
Muy triste reflexión, sí. La felicidad continua es cosa de la primavera, y por ende, de la adolescencia. Decía Eduard Punset no hace mucho que es imposible ser feliz por tiempo indefinido. Y curioso resulta que sea la Navidad la época en la que más desesperanza aflora.
Hace pocos días, le comentaba a dvd (sevillano él, ciudad que como sabes adoro) en su blog la estampa que me encontré aquella mañana. Un tipo con todo tipo de marcas bordadas en su ropa, un móvil más poderoso que el PC desde el que te escribo, peinado mohicano a la moda y actitud perdonavida al cruzarse con los tipos que hacían cola para conseguir un plato de comida. ¿Navidad? Cosa de niños y de Capra, como sueles decir.
Ignoro si atroz.Sentida, sí. Feliz Navidad.
Triste también, Álex. Son días muy cómplices con la tristeza, que tiene sus pabellones. Las ciudades son lugares enormes en los que cabe toda la miseria humana, y puede (convenientemente vista) pasar desapercibida. Todo lo que está lo suficientemente visto no asombra, escribió Vicente Aleixandre. Lo confirmo. Lo del tipo mohicano es un apunte. Uno más. Hay cientos de bucles. Cosas de niños y de Capra, sí.
Bien, bien, no hay duda de que la pobreza crónica acaba haciéndose invisible y, por tanto, no la vemos aunque la atengamos pegada a la nariz. Entristece a la mínima que aflora una mano o una mirada que nos aprieta y deja su huella morada en nuestra piel, pero no podemos sentirnos culpables por todo lo que pasa, por toda la miseria, física y espiritual, que nos rodea. No podemos salvar al mundo, no podemos redimir los pecados de todos echándonos a la hoguera; sólo podemos hacer lo que está en nuestra mano: ser coherentes, generosos, solidarios, amar la vida (no dejarnos morir en ninguna cama), gritar y apoyar todo aquello que ayude a mejorar las cosas. Pero, claro, hay que creer que las cosas pueden mejorar. Lamentándonos no conseguiremos nunca nada.
¿Ingenuidad? Puede ser, pero cada día cuando me voy a la cama sólo deseo que llegue el día siguiente para poder vivirlo. No tengo miedo del espanto que nos rodea pero sí de verlo, mirarlo, llorar y callar.
Una preciosa reflexión la tuya llena de sentimiento.
Un beso grande.
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