Se insiste con frecuencia en apuntar que el cine que carece de medios rezuma ingenio. Este argumento no es monopolio del séptimo arte, pero se afirma en él con más ampulosa evidencia. Un estudio no se deja una pasta gansa en un film si sospecha que en taquilla el producto puede flaquear. Excepciones hay, por supuesto.
Estamos muy acsotumbrados a ver películas americanas que huelen a dinero en cada fotograma. Esto no es nuevo. Lo que sí se me antoja novedoso es que haya un nuevo cine europeo de planteamientos comerciales muy semejantes a los que se estilan en Hollywood. El cine es arte y es negocio. O incluso es negocio y, en ocasiones, arte.
Como yo llevo ya un montón de tiempo sin ver arte en películas de producción reciente, suelo distraerme revisando clásicos. Magnífico invento el home cinema y el dvd. Remeda uno en casa las condiciones que querría en el cine, que suele ( además ) estar contaminado de molestos ruidos de palomitas vertiginosas y melodías febriles de semitono en la fila nueve.
Viene todo esto al caso porque acabo de ver una película que, en el fondo, es europea, aunque también es asiática. Nunca va a competir en taquilla con majors de postín. Muy raras veces será comidilla de ejecutivos en el café a las once, pero llenará el corazón de mucho amante del cine que busca, entre tanta morralla y tanto fuego de artificio, un reposado viaje a otro mundo.
La película en cuestión se llama El perro mongol y, más que película al modo clásico del término, es un documental que nos invita a pensar de otro modo. ¿ No debe el cine hacer eso de cuando en cuando ?
Trata de una niña ( Nansal ) que lleva a su casa a un perro que ha encontrado en una cueva, un cachorro, en realidad. El padre se obstina en no hospedarlo por cuanto lo imagina descendiente de los lobos. La superstición ocupa todo el imaginario familiar y la trama se centra en imponer a la superfechería ancestral un poso de raciocinio.
El conflicto no es enteramente mongol: es universal. Se enreda en la religiosidad popular y echa su lazo, vigorosamente, al más íntimo de los sentimientos humanos: la creencia de que hay otro mundo y de que nuestra alma no muere. A falta de cielo cristiano y Derecha del Padre, el nómada mongol cree en la reencarnación y, de algún arcano modo, sospecha que cuando haya muerto, su espíritu recorrerá plantas, árboles, animales pequeños... hasta que dé con un perro, y de ahí pueda saltar a un hombre.
Lo más excitante de El perro mongol es su carácter de rara avis. Al verla, sabemos que estamos asistiendo a un hecho único, al tránsito de un mundo a otro. Los nómadas mongoles se ven abocados a buscar la ciudad, que es una extensión de la ciudad occidental, comida de vértigos, enfebrecida por su disipación moral, volcada en crecer a expensas del hombre. Y el espectador ajeno a ese estertor, se queda literalmente pasmado por la fuerza de los sentimientos que el film exhuma. A borbotones. Esto es arte. Desintoxicación mental. Apertura a un lenguaje antiguo, pero al que no estamos últimamente acostumbrados.
No vi La historia del camello que llora, de la misma directora mongol. Prometo ir al videoclub y pillarla.
Caso de que no esté ( y eso que mi videoclub es una joya entre las joyas para el aficionado al cine ) volveré a casa y pondré alguna película iraní, de ésas de planos larguísimos y músicas hipnóticas, cuando no ausentes. Me dormiré pensando que todos los semáforos de mi pueblo se convierte en crisantemos.
Corran al cine. Vaya que la quiten y pongan en su lugar una mamarrachada de cualquier niñato pijo con gancho entre las mesnadas de féminas anfetamínicas y hormonadas.
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