28.9.24

Escribir la luz

 



No sé cuántas tarjetas de memoria o discos duros portátiles tengo, pero en casa ya no hay cajas de zapatos llenas de fotografías. Las contenemos en esos álbumes del todo a cien chino. Hay algunas decenas. Tienen números escritos en pegatinas en su lomo. Uno, quince, treinta y tres. La memoria se fractura con estas renuncias dictadas por el hilo de los tiempos o convenidas para hacer llevadera la tarea de fotografiarlo casi todo ahora que la cámara oscura ha sido sustituida por la alta tecnología y no cuesta nada registrar todas las puestas del sol del mundo y etiquetarlas en un archivo cifrado en las tripas de una máquina.

Roland Barthes, en sus “Mitologías”, en su indagación semiológica, dejó escrito que la fotografía era un ejercicio de «suplantación analógica de la realidad»  al dar a lo registrado en la cámara un lenguaje propio, una manera de fijarlo, una especie de advenimiento fabuloso de un simulacro. El que mueve una cámara y busca un enfoque óptimo o una luz que le agrade se está transformando, aunque sea liviana y brevemente, en un artista, en un censor, falible, epifánico a veces, en un cineasta de sí mismo también, pero la memoria no guarda películas, guarda fotografías. Por eso admiro a quien estudia lo que observa y lo razona y lo traduce a la conveniencia de su propósito, el que ejerce de poeta y hace palabras de luz de lo que a la vista carece de texto y es solo la contención de una fugacidad, su exposición sin tasa. Plasmar lo que fue deviene un sentimentalismo puro también. El retrato dice quiénes fuimos: podría argumentarse que el que se mira en ese pasado detenido no se reconozca, por más que algo suyo persista y haga su labor de vínculo. Luego está el concepto de la nostalgia: fotografiamos para no confiar enteramente en las facultades de la memoria, para crear una memoria alternativa, propedéutica. Lo que sucede una sola vez (sigo con Barthes) «se reproduce infinitamente». Hasta un paisaje (o una fuente en un patio o una ventana cochambrosa en una pared) se adhiere de esa especie de milagro que sanciona la locuacidad del tiempo y crea una realidad a salvo de su rigor, permanentemente revisable, sin fisura, única en todos los aspectos. No habrá dos fotografías iguales. La fuente no será nunca la misma. Es cosa de pensar que ni siquiera este texto sea el mismo cuando el amable lector acuda a él más tarde, en el futuro. No será ni siquiera el mismo lector. Todo eso lo dijeron los griegos.

Lo que la naturaleza le cuenta a la cámara es distinto a lo que le cuenta al ojo, escribió Walter Benjamin. En la captura del objeto fotografiado hay una fulguración, un destello, un quebranto (dulce, brusco) de la rutina, que de pronto ha sido violentada por la percepción de algo que la urge a descomponerse, a dejarse invitar por la zozobra. Tal vez estemos perdiendo la capacidad de ver fotografías con ese preliminar teórico (o sentimental). La narratividad de lo fotografiado excede a veces a la que proyecta la pintura. Es el ojo el que se siente cómplice de lo fijado en el papel, de ese instante en donde la realidad se detiene y se eterniza. La pintura, bien al contrario, es una narración ya avanzada en el momento en que se observa. Participa de las emociones, sucumbe al hecho primordial de que toda la luz que fija en el lienzo es luz pensada, luz convertida en pensamiento. El observador se dedica a seguir la senda, que está obligadamente ya marcada, abierta y en disposición de uso. Lo que se fotografía preserva un momento que de otra forma se perdería, se convertiría en pasto del feroz olvido, que tiende a escamotear o a cancelar el vigor de la realidad, su perseverancia. Man Ray fotografiaba lo que no deseaba pintar: “las cosas que tienen ya una existencia”.

Me gusta mucho el ardor con que Muñoz Molina habla siempre de la fotografía en sus sueltos de prensa cultural. No comparte la mezquindad con que algunos teóricos fijan la fotografía como un (cito) “reino frío y fortificado contra el mundo, en un club exclusivo, en una secta dotada de la pertinente jerga, del imprescindible hermetismo”. Al que ama la fotografía le gusta saberse partícipe de un privilegio que, en cuanto manifestación artística, no está al alcance de todo el mundo. La cámara será lúcida si el ojo lo es. El fotógrafo sabe que está contribuyendo a la construcción de un imperio de los sentidos, uno invisible, que se materializa en cuanto el ojo avisado, el que entiende los códigos y los patrones, los vicios y las técnicas, contempla el papel impresionado, aunque sea en una pantalla o en una televisión de última generación. Barthes, en su oficio, en ese hurgar en lo real y en ese subvertirlo, es un poeta, uno que no es indiferente a nada de lo que le rodea y se declara observador universal, paciente detective, obrador de una sustancia sensible que opera bien adentro de cada uno. Al pensar en Barthes pienso siempre en mi maestro Luis Sánchez Corral, que nos dejó, y en cómo echo en falta conversaciones sobre la ficción y sobre la metaficción, sobre la violencia de la fotografía y sobre la prosa de Haro Tecglen en los bares que rondaban la Facultad.

Quizá, en fotografía, en los retratos, se retrate el alma. Eso pensaban los primeros fotógrafos, los que dejaron el daguerrotipo y vieron la maravilla de la cámara fotográfica y cómo podían escribir la luz al manejarla, detener el tiempo, todas esas cosas que en principio están fuera del alcance de uno y sólo se reservan a los poetas finísimamente dotados de sensibilidad y de genio. No creo yo en otra alma que no sea la que me asiste cuando la belleza me ronda. El alma es ese misterio que nos acerca a lo mágico. Yo he visto el alma de muchas personas alojadas en su retrato, en su cara entre otras caras, en su figura engañada entre otras figuras. El alma que yo conocí vuela de la fotografía a mi cerebro y me convence de que la instantánea es en verdad un mundo hermético al que sólo al portador de la llave, al obrador de la causa de la magia, se le permite entrar. He visto desfilar historias que no existían en mi conciencia y que estaban ahí alojadas, en la foto, en el teatro de las sombras compartido, secretamente custodiado en una caja de zapatos, en un disco duro, en un marco expuesto a la vista de todos, en las páginas de un libro, como un marcador emocional que nos guía y se convierte, a su modo, en un personaje más de la trama.

No tengo una gran cámara de fotos. Ni pienso tenerla. Soy de los que no sirven para hacer grandes fotografías como tampoco soy de los que puedan embarcarse en aprender a tocar un instrumento. Todo eso ha sido intentado y en todo he advertido obstáculos. Algunos, insalvables. Está bien que escriba de vez en cuando, en este balcón público. Esa es mi única contribución a la creatividad universal y tampoco sé si la ejerzo con oficio o es tan sólo un entretenimiento sin propósito, un registro, uno de esos diarios que escondíamos con empeño y que escribíamos a hurtadillas, privando al mundo del ser sentimental que en el fondo éramos. Uso la cámara del móvil (qué aberración) con frecuencia. En días elegidos, cojo mi pequeña Leica. Me limito a fijar instantes, qué otra cosa podría. Los amigos fumando en la puerta del restaurante, la puesta de sol en Rota o la de los hijos al pasar de los años, como testigo casi involuntario del paso marcial del tiempo, de cómo nos vamos haciendo viejos, de cómo con lo que le entregamos se hace rico y nos deja a nosotros bien pobres, como escribió Rilke. Mi pobreza es buscada. La festejo. Admiro el trabajo ajeno y no siento ni vocación ni deseo de postularme como fotógrafo. Aprecio mi pobreza en lo que vale, en la medida en que me permite disfrutar de un arte sin tener que practicarlo, sin sentirme obligado a vivir en los dos lados, a sentir lo que se siente en ambos. Escribir construye mejores lectores y viceversa, me dijo un amigo hace pocos días. No sé si ese argumento, que comparto a medias, sirve para el fotógrafo o para el pintor o para el que filma una historia de zombis sin haber echado un vistazo siquiera a la obra de Romero.

Hay una inclinación natural a lo sensible que no precisa de academicismos: se salda con ese numen misterioso que extrae lo deslumbrante de lo que en apariencia es rutinario y sencillo. Como el agua manando de la fuente de la foto (estupenda) de mi amigo Rafa. Eso ha provocado que escriba. Se lo debía. En un bar del centro de Córdoba charlamos a veces de lo divino y de lo más acendradamente humano, decantando birras, mezclando a Charlie Parker con la noble institución de la enseñanza. Habrá que buscar un nuevo encuentro para escribir sobre la amistad.

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