De igual modo que al cerrar los ojos negamos la realidad visible y clausuramos el aturdimiento de las formas y de los colores, podríamos también cerrar a voluntad el oído y negar los sonidos, no escuchar a quien habla y no dice lo que se quiere que escuchemos, a quien grita cuando a nada contribuye el ruido, a quien violenta el silencio con palabras vacías, con frases huecas, con argumentos estériles. El cuerpo es una máquina que funciona casi siempre a su aire: no se deja gobernar, no acepta que se la administre y se la conduzca a capricho de quien la posee. Pero vivimos fascinados por su lenguaje y guía nuestra vida: lo endiosamos, lo convertimos en el norte absoluto y fatigamos los días vigilando que no se despeñe en el abandono, haciendo punible la pereza, cuando conviene de vez cuando esmerarse en su cuido, mimando su aspecto, engolosinados en la labor de arrimarle los cariños atrasados, que se acumulan y exigen su restitución, oficiando la ceremonia de la distracción. Hemos creado modelos de conducta basados en lo físico, en lo gestual, en lo epidérmico, forzándolos sin atención ni consideración, no cayendo casi nunca en la cuenta de que es adentro donde reside la belleza y lo que quiera que la belleza nos entregue. Pero no podemos cerrar a voluntad el oído y no sabemos decirle al cuerpo que somos nosotros quienes mandamos. No nos interesa: seguimos pagando a gusto el peaje de los sentidos y miramos los cuerpos con absoluto fervor, buscando esa belleza externa, claudicando ante esa belleza eventual, notando cómo el corazón vibra, loco, conjurado a no claudicar y continuar en la restitución de un recado antiguo, el de la sangre como un caballo galopando sin fatiga. Qué difícil ese tráfago y qué ciego su desempeño. Hoy mi cuerpo está reacio a que se le traslade de un lugar a otro y llueve como si se acabara de inventar la palabra “lluvia”. La lluvia es una invitación a que no franqueemos la puerta de casa. Se está bien ella, no hay lugar mejor en ocasiones. Por más que en otras anhelemos dejarla y ocuparnos de la realidad que la circunda, no se está en ningún lugar como en ella, como decía Dorothy tras aventurarse por las baldosas amarillas con sus zapatitos mágicos en El mago de Oz. Será de holganza doméstica el día, será de no darse por aludido, no involucrarse más de la cuenta en nada y aplazar lo que quiera que suceda afuera y le incumba, no saldrá a la calle ni daré de mí lo acostumbrado, no haré que el cuerpo sucumba al peso del cansancio y reclame su parte de sombra, su cancelación de la vigilia, su ingreso en el bendito sueño. Llueve con intención de que no dejar nunca de llover y el cuerpo agradece que se abone la tierra y el alma.
31.3.24
30.3.24
swordfishtrombones
Night club de comarcal, once de la noche, se oye fango, turbia precisión de hombres oscuros que se resguardan del frío frente a un bourbon aguado y meditan las causas y los azares del mundo con un bourbon triste y aguado. Hay días que caben en el fondo de un vaso. Hay vidas que se cuentan en la vigilia ciega de la resaca. Son de la tibieza las palabras, que salen sin empeño y ocupan el aire quemado del local. Suena Tom Waits en un jukebox de mil novecientos setenta y cuatro. Alguien ha pedido que abran las ventanas por ver si afuera la luz no ha perdido su milagro dulce, su temblor sin daño, pero nadie ha escuchado.
29.3.24
birdwatching
Ver pájaros antes de que icen el vuelo y se pierdan, antes de que el de sus alas sea un festejo privado y no podamos ni siquiera contemplar la coreografía del aire al convidarse de luz y abrazarlos o esquivarlos. Es del aire la luz, es toda ese fluir invisible del que tenemos noticia cuando cerramos los ojos y creemos volar.
Neil Young se bebe todos los árboles de Alabama
28.3.24
Un aforismo antes del almuerzo
Leve tumulto el de la sangre, aunque dure una vida entera su tráfago invisible.
De botones y brocas
Me agrada hurgar en las palabras, darles vuelo, apretujarlas, descomponerlas, abrazarlas, intimar con ellas y luego intimar otra vez hasta que ellas comprenden mi cansancio y esperan con paciencia infinita a que la musculatura del ánimo invoque toda la ciencia de mi afecto. Ayer la palabra mercería agitó mi inquietud y ocupó una buena parte de la tarde al punto de que de camino de vuelta a casa las busqué en todos los comercios sin, para infortunio mío, por mera consecución de un antojo, dar con ninguna. Parece que deriva del catalán, escrito en esa lengua de la misma manera, y se la emplea para designar la actividad laboral que comercia con "artículos pequeños y de escaso valor o importancia, tales como alfileres, botones, cintas, encajes, hilos, agujas, elásticos y otros artículos similares". El mercero es el intendente de ese establecimiento, el sujeto a vender las mercancías de ese ramo. Mi abuela (y mi madre después, disciplinada alumna suya) fueron devotas clientas de las mercerías. Recuerdo ir invariablemente a la misma y llevar apuntado en un papel lo que alguna de ellas me solicitaba. Se me antojaba imposible confiar en mi memoria. Todavía hay comercios que no concitan mi satisfacción cuando acudo a ellos y, ay, ella da ya señales de decaimiento y no me asiste como solía. De lo que no tengo afinidad alguna es del antiguo negocio de las ferreterías. No sé manejarme en ellas. Son un mundo en el que me pierdo, si bien es cierto que no me ha importado mucho ese desafecto mío. Ahí están las brocas escalonadas, las hojas de sierra de sable, los discos de lija, la pistola para la espuma de poliuretano, los cuatrocientos tipos de tornillos, las cizallas, las espátulas, los giramachos, los granetes, los botadores, los alicates, las tenazas, las remachadoras, los martillos neumáticos o la flejadora. No creo haber tenido nunca esa efusión del espíritu que te envalentona para hacerte con ese noble material, pero he comprobado el alborozo de quienes practican el noble oficio de dar apaño a todas esas singularidades domésticas que surgen y precisan la mano confiada que las enmiende.
Entendernos
Tiene el lenguaje terrenos boscosos en los que anda uno a tientas, sin saber en qué hondura meterá el pie y si, una vez metido, recobrará el paso y sabrá cómo retomar el camino. Incluso si se acostumbrará a ese andar roto y no se conminará a corregirlo. Quien escucha, avisado o no, al tanto de las exigencias de la lengua, tiene dos posibilidades: o las refuta, dándoles enmienda, o no se da por enterado y deja que el infractor (uno mismo tantas veces) prosiga su discurso. Se piensa con acostumbrada ligereza en reparar el estropicio y dar intendencia a la normativa, tan fría ella cuando se la ha conocido de cerca, tan de no ceder. Quizá importe más no pecar de listo, en fin, ustedes me entienden, exponiendo el error y ofreciendo una corrección inmediata si es otro el que la provoca. Ayer escuché en quien me hablaba un error que me dolía, pero no tuve el atrevimiento de exponerlo. No tiene nadie certezas absolutas, no hay hablantes que jamás incurran en esos accidentes semánticos o sintácticos, todos (tarde o temprano) caemos en esa desgracia lingüística. Lejos de preocuparnos tal cosa, se debería sentir alegría por el dislate. Amar la propia lengua requiere también respeto, sí, y, llegado el caso, la suficiente humildad como para reconocer que hay veces en que esa lengua, por más que creamos dominarla, nos viene grande. A mi entender, al menos a lo que hoy entiendo, no cuidamos nuestro idioma, lo zaherimos, lo apartamos, le damos importancia a veces, pero otras lo repudiamos, como si fuese un lastre, no un instrumento de uso, como si pudiésemos desatender sus consignas (las debe tener, no hay manera de que nos entendamos si no las tiene) y creer que ese valentía no cobrará más tarde su peaje. La lengua es un cuerpo vivo que reclama cuidados y afectos. Hay días en que percibimos su ascendencia y días en que nada de lo que decimos o escuchamos o leemos o escribimos posee relevancia alguna. Es esa oquedad la que se abre camino. Se afianza, se expande, toma conciencia de su existencia y ocupa la realidad y la corroe o la desangela. Es bonita la idea de que lo desangelado tuvo antes ángel. No son juegos verbales, divertimentos de la mente ociosa: la realidad está mal, no tiene quien la cante, no hay nadie que tenga el cometido de abrazarla y hacer que no flaquee, ni se deteriore, ni se envilezca. Hoy el mundo está barbarizado, embrutecido: necesita metáforas, anda huérfano de épica, pide a gritos poetas. Traer poesía adonde no la hay es un acto humanitario: la poesía no mitiga el hambre, no reduce las pandemias, no evita las guerras, pero a su secreto modo hace mejores personas y somos las personas las que permitimos que otros sufran el hambre y se encarnicen en guerras. No hay arma mejor que la palabra: una vez esgrimida, izada bien alto, exhibido su extraordinario poder, todo se conduce mejor, el mundo gira más armónicamente. Fin del entusiasmo.
El español es un tesoro de valor incalculable. Se ha pulido a través de los siglos y ha ido, sin que se aprecie esfuerzo, y habiéndolo, corriendo con los tiempos, dejándose tocar aquí y allá con el noble fin de no quedarse atrás y de contentar, algunas veces con más fortuna, otras con menos o con ninguna, a cualquier hablante que lo esgrima para expresarse. El español es una joya de la que no presumimos lo suficiente. Duele, sin embargo, que se le ningunee en los medios de comunicación; duele que quienes lo manejan públicamente (otro asunto es el ámbito privado, ahí hagan de su capa un buen sayo) no se esmeren, no caigan en la cuenta (o no les hagan caer) de que son modelos para mucha gente, que aceptan de buen grado (sin chistar, sin dudar) lo que escuchan. Hablamos mal porque no amamos el lenguaje que usamos. De ahí que los que nos dedicamos a enseñar estemos obligados a redoblar los esfuerzos o triplicarlos o multiplicarlos las veces necesarias para que nuestros alumnos tengan un referente fiable, un patrón limpio que usar y así lo amen. El lenguaje es el fundamento incuestionable de la educación: todo es lenguaje, todo se impregna de lenguaje, es el lenguaje el que conduce el resto de las áreas. Se comprenden esas áreas porque comprendemos las palabras con las que nos las explican. Entendemos el mundo, si es que es posible entenderlo, porque comprendemos las palabras con las que nos lo cuentan. Incluso nosotros mismos, caso de que nos entendamos, manejamos palabras, nos las decimos continuamente, las desplegamos, las volcamos a los demás, vivimos de las que nos dicen. Se valoran últimamente las emociones: se privilegia la educación emocional, pero el punto de partida, el sostén de esa cofre de emociones, no está forjado únicamente con gestos, con abrazos, pero el punto de partida, el sostén de esa cofre de emociones, no está forjado únicamente con gestos, con abrazos, con los sentimientos (los buenos, los nobles) con los que enseñamos, sino también con la emoción de las palabras. Son ellas las que guían, de ellas extraemos lo que nos hace mejores personas y lo que hace de nuestra sociedad un lugar más justo y también, por qué no, más hermoso.
Neil Young es un planeta
Hay canciones de Neil Young que duran nueve minutos cuando podrían durar para siempre. Lo que sorprende es que haya un motivo que conmine a los músicos a cerrarlas. No tenemos ni idea de lo que hace que un canción ocupe el aire o lo que hace que se desvanezca en él. Hasta no importaría que nadie escuchase la melodía. Tampoco hemos puesto el pie en Júpiter y sabemos que ocupa un lugar en el infinito sideral y que, mientras nosotros paseamos una avenida al atardecer o recogemos la mesa después de almorzar, Júpiter gira. Neil Young sigue de gira también. Él es un planeta. Lleva una eternidad deambulando con su canción por el negro obcecado de la cabeza de algún dios del que todavía no sabemos nada. Lleva ochenta años con su canción en la cabeza.
27.3.24
Una pesadilla
"Por lo tanto no veo nada malo en cabalgar sobre la pesadilla esta noche. Me llama relinchando desde las copas de los árboles que se mecen, desde el viento que aúlla. La atraparé y cabalgaré sobre ella en este aire terrible. Árboles y arbustos por igual tiran de sus raíces, como si deseasen volar con nosotros hasta la luna, como aquel toro salvaje y enamorado cuya cría es el cuarto creciente. Nos alzaremos hasta ese loco infinito donde no existe arriba ni abajo, la elevada confusión de los cielos. Cabalgare sobre la pesadilla pero llevare las riendas".
(La pesadilla, Gilbert Keith Chesterton)
Ayer
En La pesadilla, artículo aparecido en el Daily News hacia 1.900, Chesterton sostiene que un cuerdo puede intimar con la locura, pero no es recomendable dejar jugar al loco con la cordura. Defiende la fascinación de cabalgar sobre las pesadillas, divisar en la bruma del sueño escandaloso al monstruo tenaz, saberlo juguete de nuestro desvarío y volver después a lo real, contento de fantasía, extasiado por la visión del extravío puro aunque aliviado al descubrir su carácter falso, fingido, montado en un escenario que no existe, arrimado al desorden.
Nightmare, pesadilla en inglés, obedece desde la propia entidad lingüística a ese carácter poético de lo vivido en los sueños. Palabra formada por dos: night, noche, y mare, yegua. El cuerdo puede vivir el delirio del sueño, pero el loco no puede soportar la realidad. Lo real desquicia. Podemos ver bestias extraídas del mismo infierno a nuestra vera, en la ficción consentida, en la literatura, en la religión, en el tapiz del cine, pero nuestro espíritu no es capaz de enfrentarse a un perro al incidente de un perro atropellado por un coche delante nuestra. Puede ese espíritu, vuelvo a Chesterton, contemplar el horror siempre que no sucumba a la fascinación de adolarlo. Los débiles (sostiene) son los que veneran a dioses temibles y desconcertantes.
Hoy
Los dioses que se veneran hoy son franquicias. El terror de hoy en día es frívolo. Lo anticipaba Chesterton a principios del siglo XX. En la frivolidad, en lo vacuo o en lo simple, el terror es un elemento de la tragedia, un ingrediente que acelera o retrasa la trama, que la afecta y la concluye o la deforma, pero no es el músculo que la hace vivir. El dios al que hoy se hace reverencia es un dios inalámbrico, uno inofensivo, carente de los atributos de las deidades de antaño, incapaz de cumplir las expectativas metafísicas del usuario. El cielo bendito con el que se pactaba el trato de la fe es ahora un Iphone. En lo tecnológico, en ese seguro territorio de verdades lo suficientemente débiles como para no luchar siquiera cuando se las reprueba con otras verdades igual de sacrificables, se edifica la moral de la plebe. Al hombre del hoy se le ilumina la inteligencia con hipervínculos, con llaves que abren mil puertas tras las que hay otras puertas que llevan a dependencias que están vacías. Todo es invitación a una invitación, un sueño plácido dentro de otro, un camino que se alarga ad nauseam sin que se advierte término, descanso para quien lo transita. El dios al que se rinden tributos está en dentro del algoritmo del Google. Si Chesterton levantara la cabeza, apesadumbrado, reaccionaría con estupor. Tendría miedo, no sé si terror puro. Y sería un pánico atroz, sí, pero sutilísimo porque la naturaleza de estos demonios es enteramente fantasmal. No son gárgolas ni son pavorosas criaturas descritas por un Lovecraft comido de opio: son códigos binarios, son espacios virtuales, son los reinos de las redes sociales o de la IA, es todo ese fango infinito en donde las pesadillas se solapan, se entrecruzan, se lastiman y se retiran para que entren otras a beneficio del mercado. Ese es el dios único y plenipotenciario: el Mercado. Pero Chesterton, el tunante, el ladino, creo que ya sabía todo esto.
Mañana
Mañana el caos será patrocinado por una empresa de cosméticos emocionales. Venderán odio y lujuria y paz. El mundo de los sentimientos, el que gobierna la forma en que compramos, en que nos relacionamos con el mercado, habrá sido rediseñado a nivel neuronal. Es la culminación de la doblegación absoluta del deseo. Los libros de autoayuda habrán desaparecido por completo. Lo siento por los nietos de Coelho y Bucay, de verdad. La gente se limitará a someterse a una sesión de optimismo o de genio o de mansedumbre y bastará un pago en un terminal virtual incrustado en su córtex cerebral para que el tránsito de un estado emocional a otro sea satisfactorio. Chesterton, caso de que levante por segunda vez la cabeza, buscaría una taberna del Soho y se metería una pinta de cerveza y luego otra más. Buscaría a su dios en el fondo de su alma y se dejaría mecer por los vapores vivíficos del alcohol. En el sueño, en ese país sin gobierno, buscaría un caballo bien sano. Lo montaría y se alejaría por la bruma. Libre. Buscando monstruos. Sintiendo en el pecho la libertad de poder batallar al mal en su propia casa. Cuerdo en la locura. No al contrario.
25.3.24
La escritura es una enfermedad pulmonar
No creo en que escribir requiera un rito. Las palabras siempre están a mano. Unas van tirando de otras, se buscan, ajustan su brillo, administran el contorno hasta que ocupan el lugar que les corresponde. El hecho de que se las nombre hace que existan. Se incorporan a la realidad, la cincelan. Es posible que el texto ya estuviera y uno únicamente se encargara de apartar la bruma y adecentar las partes vistosas, las que más se impregnan y con más visible ahínco nos interrogan. Como el escultor que extrae del mármol lo que nadie ve y el mármol esconde.
Mann hizo de su literatura una crónica del declive, un inventario pormenorizado de cuanto alienta o contribuye a que esa decadencia prospere con el fulgor de lo reservado a lo espléndido y vivo. La montaña mágica (inolvidable Hans Castorp y el sanatorio en Davos) debió alimentarse de esos apuntes. Yo la querría haber escrito y no Mann, pero todavía puedo envalentonarme y ser Pierre Menard en este ocupado domingo de ramos. Sé que es una novela sobre las enfermedad o sobre el aburrimiento o sobre la disipación considerada una de las nobles virtudes del género humano, pero la novela avanza con mórbida seguridad y las mil páginas (tantas serán) parecen ocupar un otoño entero, aunque las hayamos franqueado en cinco días (enfermos, aburridos, disipados días).
En las notas de Mann, las que propiciaron algo de su obra publicada, habrá otras novelas ocultas, invisibles. Me pregunto si en mis notas (ahora escribo en el móvil, ese es mi cuadernito rojo de anillas y pasta dura) estará mi novela. Trata de algo que no alcanzo a comprender, pero sé que tendrá sentido y hablaré de ella a tres amigos. Uno escribe para tres amigos. A veces poemas o cuentitos o una novela.
Estoy pasando un bache, un revés, un agujero, un no sé qué me pasa, que ni yo mismo me entiendo, escribió Aute, ahora lo escribo yo. También habla del tiempo y de la enfermedad. Habla de Ingrid, que ha venido a casa y mamá ha dejado que suba y vea mi convalecencia. No ha habido hoy forma, al releer las cincuenta escasas páginas que llevo escritas, podrán ser cien, no sé cómo contar páginas (una podrá valer por tres y otra restar al conjunto y adelgazar el cómputo), de dar con un título. Ruego perdonen si alargo las frases. No es adrede, no sé con qué podarlas, aunque lo cierto es que me agrada en ocasiones que se extiendan. Semejan una apnea de Dios. Si luego irrumpe el título (esta noche si no me visita el sueñi) escribiré con más ardor. Ninguno tan redondo como el de Mann. Debió ser un infeliz Mann. Se ve al leer que escribía para no pensar en su desdicha.
En la elección de los títulos intervienen circunstancias extrañas. Hay cuentos que provienen del hallazgo de un título deslumbrante, de los que te parecen perfectos y a los que intentas acoplar una trama pareja, pero te puedes tirar horas, reemplazando unos por otros, creyendo que uno ha superado la criba definitivamente para más tarde comprobar que ha caído y no te agrada, hasta lo consideras pésimo. No creo que hoy resuelva mi propósito, el del título para mi novela. Manejo tres, dos muy parecidos. No será ninguno de ellos, tendré la epifanía cuando no me lo espere y me asaltará en el lugar menos propicio, no sé, en la cola de la charcutería (hace falta embutido en casa) o en la cama, cuando se te empiezan a nublar los ojos y la mente adquiera esa cualidad asombrosa de ver al tiempo lo velado por los sueños y lo revelado por la realidad. Sé sin margen de duda a quienes se la daré, esos primeros lectores que siempre serán temibles. Tengo tres o cuatro insobornables. Ellos lo saben.
Seré escritor para aplazar la certeza de mi desdicha, me pregunto. Seré Castorp, ese joven alemán que ya se me empieza a desdibujar en la memoria, en el invierno en Davos, en ese sanatorio en el mismo limbo, al aventurarse en la nieve con la sangre ocupada de Oporto y el alma soñando con la muerte y burlándose de ella.
Escribir es dolerse del aire al entrar y salir de los pulmones y, no obstante, no dejar de respirar. Por lo demás, nunca querría ser Castorp, deben ser aburridas esas clínicas temerariamente surgidas entre montañas suizas.
Ser Thomas Mann el tiempo indispensable para escribir La montaña mágica tendría su punto. He visto fotos suyas y amedrenta esa cara sin sentimentalismo alguno, como comida por alguna devastadora afección particularmente dotada para retirar de las facciones cualquier atisbo de ternura, uno de esos rostros que manifiestan a gritos no haber tenido infancia.
Yo no querría ser Thomas Mann. De hecho, ni tengo una familia que favorezca una rica vida interior de la que más tarde extraiga episodios dramáticos, pasajes de una hondura humana inconmensurable. La mía es de una sencillez maravillosa. Es admirable su poco aprecio a la extravagancia. Nunca sucedió nada en ella que no pudiera haber sucedido en la tuya. A lo sumo, podría echar mano de alguna de esas historias que contaba mi abuela Luisa, tan narrativa ella. Escribo porque mi abuela contaba historias.
22.3.24
Un caballo que agoniza en la nieve
Un caballo en la nieve es el preludio de la muerte. Sus ojos son un atrevimiento blanco. Su lengua, el ala de un pájaro que agoniza. Las nubes precipitan una tragedia. Huele a escombro el aire. No haber dormido esta noche, tener la cabeza ocupada en dar con la puerta del sueño y, una vez encontrada, no tener con qué abrirla. Algunas noches no es una única puerta. Se ven muchas. Avanzo hacia ellas con paso firme, me envalentono, creo saber cómo franquearla, pero no cruzo el umbral, me quedo mirándola y sé qué hay detrás. Está la paz y está la muerte. Me quiero morir desde que supe que no sé dormir. Hay quien cree que el sueño sucede sin que se le emplace, pero la vigilia es el infierno cercano. Llevo una hora escribiendo sin parar. Escribo sin levantar las manos del teclado. Sin pensar casi lo que escribo. Sin filtrar nada. No es así. Siempre hay una criba. Uno elige unas palabras, no otras. Filtra la cabeza, filtro yo, sin saberlo. Cuando uno escribe, es lector y es escritor. Soy mi principal censor. Quizá por eso no releo nunca lo que escribo. Debiera. Me lo dicen amigos que escriben con más hondura y proyección que yo. Hoy no busco hondura. Busco vértigo, busco éxtasis, busco caballos muertos en la nieve. Es la primera en que acabo exhausto. Tengo la cabeza embotada. Se me ha ocurrido que ya no tengo nada más que decir. Como si hubiera desangelado el primor de las palabras. Siempre he tenido buen trato con ellas. Me han asistido y confortado. Creo dar con las que preciso. Nunca necesité mucho desde donde empezar. Una vez que la primera frase irrumpe (un caballo en la nieve es el preludio de la muerte) todo lo demás acude con invariable prontitud. No se sabe cómo entra el caballo y más adelante la nieve. O es la nieve y se conviene que un caballo la ocupe. A veces me sorprendo escribiendo sin verdadera conciencia de que lo esté haciendo. Tengo esa súbita perplejidad, no es otra cosa. El hecho de que en este momento (es viernes, estamos esperando unas pizzas, hoy comencé mis vacaciones, he visto dos películas esta tarde, me siento inusitadamente asistido por la gracia de la armonía) escriba no es comprensible. Nunca lo es. No hay actividad más solitaria que la de escribir. Está uno consigo mismo y no hay hospitalidad más afectuosa. La soledad es untuosa, te abraza, intina contigo como una novia promiscua. Cuando el texto ha finalizado, en ese momento epifánico, como de flor recién libada, sopeso no reincidir, abandonar este vicio (no es otra cosa) y consagrar mi molicie (cómo amo esa palabra) a menesteres que zahieran menos. Lo de zaherir es gozoso en ocasiones, no crean. Es uno el que se lastima adrede. Todo a lo que me entrego se hace rico y a mí me deja pobre, sentenció Rilke. Tengo sueño.
Ciclamen
Hay palabras que lastran un desprecio. Algunas, por más que se las legitime y se dé consenso popular a su limpieza, no terminan nunca por prestigiarse. Una es advenedizo. Se la iguala con intruso, con trepa, con arribista, todas portadoras de una carga semántica lesiva. El advenedizo es quien viene de un lugar distinto de aquel donde se ha establecido, refiere el diccionario. Adjunta la entrada que forastero, extranjero y foráneo son sinónimos. A la lista de términos canjeables se añade maliciosamente el adjetivo ajeno. Es el otro, el distinto, el que nos hace precavernos. Lo ajeno granjea una desafección, se propaga la idea del malestar de lo diferente. La animadversión es término que también funciona en lo más íntimo, en el ánima que la funda. El rechazo al otro es inargumentable, parece deducirse. Es el alma la que lo declara ingrato, a saber con qué criterio formula su oposición. Lo nuevo no entusiasma, por desgracia. Nos gustamos en la costumbre, en el ejercicio de la rutina, en la propiedad de los recuerdos. Se prefiere no atrevernos, no vaya a ser que la osadía revele lo equivocados que estábamos. Quien se aventura en lo nuevo, vive más. Todas estas conductas reprochables del decir se las arroga el diccionario sin manifiesto pudor. Deja caer aquí y también allá su costumbre de herir adrede, no a ciegas ni con el candor del ignorante. Los diccionarios no son inocentes: su influencia alcanza a cualquiera que pretenda entender y ser entendido. Tal vez importe menos la precisión y baste comunicar, ese será el signo de estos tiempos. Escuché o leí de alguien que el libro que se llevaría a una isla desierta sería el diccionario, que en él estaban todos los demás libros. Hoy he ojeado el de casa con arrobo. He ido juguetonamente de aquí para allá y he apreciado su robusta condición de pilar de lo que quiera que deseemos construir. Y salgo a la calle con el mismo arrobo y la luz la contemplo con ese mismo interés un poco entomológico, de quien hurga y anota y se relame de gusto ante el hallazgo de un término nuevo. Hace un momento surgió ciclamen.
21.3.24
Una teoría poética del tiempo
Fabular
Lo malo de la verdad es que acaba antes. Al mentir, la historia se alarga y permite que la verdad pueda aflorar en un momento u otro. La literatura de la verdad es más aburrida, cree uno que lo de basado en hechos reales disminuye la calidad de lo narrado. Da igual que la ficción esté en un peldaño más abajo o más arriba que la realidad o que sucesos acaecidos a pie de calle, de los que no provienen de las tramas novelísticas, en ocasiones sean apabullantes y mantengan la intriga que no ofrece la materia fabulada. Uno se pasa la vida amando cosas que no existen. Las de verdad están siempre a mano, no se van a dar a la fuga, se pueden canjear unas por otras, pero la ficción debe ser mimada, considerada el verdadero alimento del espíritu, observada con el apasionamiento de quien tiene ante sí al objeto amado y teme que un desliz o una contrariedad malogre ese estado idílico del alma. El que fabula no vive dos veces sino todas las veces, consecutivas y simultáneas, puras y corrompidas, felices y trágicas. Como un demiurgo entusiasta, como una deidad caprichosa, el que inventa cancela la cárcel de lo real y transita con furor novicio cada vez el sendero de la belleza y de la imaginación.
20.3.24
Días que no serán
Hoy podría haber sido
el día de los zascandiles de las provincias de ultramar o, a saber,
los comisionistas bursátiles,
los enamoradizos,
los charcuteros que leen poesía pastoril,
los que escuchan ópera en singular trance,
los hispanistas laureados,
las croquetas de rabo de toro,
las mujeres de virgo intacto,
los padres ,
el día de los comedidos,
los niños con inteligencia emocional elevada,
los que se asoman al balcón a la espera de que unos estorninos dancen en el festejo del alba,
las divas del bel canto con mirada estrábica,
el bebop de la costa este,
los reponedores de latas de cerveza,
los gladiadores turcos,
los circuncidados por geishas del siglo XVII,
el nacionalismo carpetovetónico,
el clarividencias metafísicas,
los casquivanos,
los correctores de estilo,
los registradores de la propiedad helvéticos,
los que apoyan todas las mociones de censura,
las meretrices de los reinos perdidos,
los abdicantes,
los abducidos,
la música sacra,
los sumilleres del Ampurdán,
los torreznos de Soria,
los afantasmados,
los hipertensos,
los almibarados,
los poetas que nunca publicaron un libro,
los deconstruccionistas,
las virtudes teologales,
los insurgentes,
los que hablan como Yolanda Díaz,
la obnubilación,
los babilónicos de espíritu,
los damnificados por el VAR,
los ilusos,
los reincidentes en la avaricia,
los recalcitrantes,
los que se tatúan en el brazo izquierdo la cara de su madre a los quince años,
los ofendidos,
los amigos del disco dedicado,
los calumniados,
la gamba blanca de Huelva,
los metalúrgicos aficionados al Scrabble,
los jugadores del Betis con el ligamento cruzado de la rodilla derecha roto,
la divina providencia,
las promesas rotas,
los deseos cumplidos,
los principios incontrovertibles,
los aduladores empedernidos,
los prestamistas demacrados por el cansancio,
los condescendientes,
las presencias invisibles,
los desabridos,
los juramentados,
las bienaventuranzas,
la novela negra húngara,
la poesía pícara,
los policías de las metáforas,
el cordero de Dios,
los torpes,
los salidos,
los grandes consumidores de buey de Kobe,
los que no han estado nunca en el área 51,
la prevención de riesgos morales,
los lobotomizados,
los perniciosos,
los resistentes al desánimo,
el día de los conspiradores,
los karatekas de las provincias costeras,
los confortados por la gracia divina,
los trémulos,
las tormentas en el Mar del Norte,
los pusilánimes,
los condicionamientos previos,
los huraños,
los dimisionarios albaceteños,
el pensamiento divergente,
el soltero jacarandoso,
los evangelios apócrifos,
los nacidos en día par,
los lectores de parábolas en las homilías,
las mujeres con pechos descomunales,
los santificados por la gracia del Espíritu Santo,
los putañeros,
los proyeccionistas de cine porno,
los mostos de Jerez,
los niños que han padecido soledad en los recreos,
los onanistas,
las mantas de recio paño leonés,
la poesía sufí,
los que saben quién mató a JFK,
los que donaron su fortuna a una oenegé mozambiqueña,
los que tienen un máster en aceleración de partículas,
los que beben absenta,
los poetas con libros traducidos al rumano,
las niñas que todavía quieren ser princesas,
los que han leído todos los premios Planeta,
los advenedizos,
los demagogos,
los escuchimizados,
los anglófilos nacidos en alta mar,
las tortugas azules,
la prensa bursátil,
los lánguidos,
los peluqueros de los Ramones,
los apocalípticos,
los que no han leído a Thomas Pynchon,
los sietemesinos aficionados al póker,
los entrampados,
los fans del Cardenal Richelieu,
los benefactores,
los que han estado en Ford Knox,
los discos de pizarra,
los hombres con disfunción eréctil,
los beneficiados por la lotería de navidad,
los catadores de vino de Jumilla,
los terratenientes ágrafos,
los terraplanistas levogiros,
las juventudes sacrificadas ,
los matemáticos con diabetes tipo 2,
la poesía germánica medieval,
las sublevaciones,
las citas de Paulo Coehlo,
los poetas que se parecen a Kavafis,
los grandes sintagmas preposicionales,
los helados valencianos,
los lisérgicos,
los solos de guitarra de los gloriosos setenta,
los lápices de sesenta y cuatro gigas,
los gongoristas de Utah,
los degustadores de caviar,
los metales pesados,
las canciones melifluas,
los juancarlistas del Atlético de Madrid,
los zopencos,
los cofrades,
los actores obesos,
los pantagruélicos,
los imberbes,
los amigos de las tabernas,
los actores porno muertos,
los que prefieren los Beatles a los Rolling,
los versos alejandrinos,
los correveidiles,
el diagrama de Venn,
el producto cartesiano,
las erecciones imprevistas,
los hombres que fuman tabaco cubano,
la sonrisa ambigua,
el peligro amarillo,
los amores perdidos,
la ebriedad,
los que cogen un micro y cantan My Way,
el odio al lunes,
los querellantes,
los viandantes que llevan libros de cocina egipcia,
los estultos con conciencia,
los novios abisinios,
los arias de Verdi que duran menos de seis minutos,
los exégetas de la historia del pueblo hebreo,
el atún encebollado de Barbate,
los que vieron a Hazard meter goles en el Chelsea,
los doce caballos alados sobre Berlín,
el paludismo,
los hijos no deseados,
las vírgenes vestales,
el anacoluto,
las falsas creencias,
la psicofonía,
las cefaleas,
los que dejaron de fumar en 1985,
los fondos marinos,
la disidencia,
la bilocación,
las viudas con bonos del tesoro,
los agujeros negros,
la pasta siciliana,
los palafreneros del siglo XVIIl,
los aforistas calvos,
los adoradores de los dioses primigenios,
los buzos con tres hijos albinos,
los aviadores alsacianos,
los taimados,
el vino albano-kosovar
los reprimidos,
la responsabilidad cinegética,
las grandes masas orquestales,
los enamorados de la música zíngara,
los psiquiatras argentinos,
las madres confusas,
los felices años veinte,
los cansinos sintomáticos,
los inocentones,
la duda metódica,
las palabras esdrújulas,
los céfiros,
las flores del mal,
las locuras que se hacen antes de cumplir los veinte,
los desencantados,
los golpes de efecto,
los números primos,
los algoritmos neperianos,
el whisky de malta,
los besos con lengua,
los supervitaminados,
los humedales,
las lenguas muertas,
la cultura precolombina,
los osos polares,
los que predican en el desierto,
las estatuas ecuestres,
la conciencia de clase,
los sainetes castizos,
la crema de espárragos,
los obsecuentes,
los fotógrafos del humo,
los percebes a buen precio,
los famélicos,
los desmemoriados,
los euclidianos,
los pitagóricos,
los samaritanos,
los que escuchan la voz de sus abuelas muertas,
los coleccionistas de discos de jazz de los años cincuenta,
los intoxicados,
los grandes almacenes en la periferia,
los hombres silenciosos con asma,
los niños que dicen buenos días al entrar en la escuela,
los abuelos que juegan a la petanca en la plaza del pueblo,
los devotos de San Alberto Magno,
los que en una ocasión amaron y no se vieron correspondidos,
los estajanovistas,
la verdad objetiva,
los desasidos de raciocinio,
los empantanados por la realidad,
los energúmenos reconocidos,
los jibarizados,
los que leen a diario la prensa deportiva local,
la hilaridad,
la pesadumbre,
los políticos con vocación tardía,
los comprometidos con la capa de ozono,
los que dejan para el fin de semana salir de paseo con la familia,
los que nacieron en luna llena,
las albricias,
los actos de fe,
las palabras esdrújulas que empiezan con hache,
los gremios primitivos ,
los eyaculadores precoces,
los mensajeros del miedo,
los sacerdotes de pueblos de menos de dos mil habitantes,
las infidelidades,
las regiones oscuras del alma,
el día de los barcos que se quedaron atrapados en el hielo,
los marsupiales,
los maquis tartamudos,
las tinieblas cayendo sobre nosotros,
las borracheras idílicas,
los enamoramientos infinitos,
los tergiversadores,
los demonizados, ,
los transexuales árabes,
los payasos con sobrinos estigmatizados,
los directores de serie B,
las novias despechadas,
las actricesporno en paro,
los poetas mugrosos,
los futbolistas extranjeros en la liga española,
los monos de Gibraltar,
las preñadas concupiscentes,
los matemáticos sin plaza docente,
los liberados sindicales,
las formulaciones químicas,
los adoradores de Mefistófeles,
los que de pequeños disfrutaron de Fu-Manchú,
los fornicadores vocacionales,
las niñas precoces,
la vírgenes suicidas,
las contemplaciones bucólicas,
los que sintieron la llamada de la fe,
los desangelados,
el blues del delta del Mississippi,
los desangrados,
la espuma de la cerveza de Praga,
los mcguffins de Alfred Hitchcock,
la flaqueza de la carne,
los vampiros subjetivos,
el día de las nubes imposibles,
los rinocerontes rojos ,
los zoológicos belgas,
los machos alfa,
la leche pasada de fecha,
la ciudadanía echada a la calle,
los médicos sin plaza hospitalaria,
los abogados sin ningún caso ganado,
los cornudos deplorables,
los que se creen que se abrieron las aguas,
las monjas descalzas,
los abstemios del Turdistán,
los hijos de los espías de la KGB,
los impotentes,
los plenipotenciarios,
el día de los cien mil hijos de San Luis,
los que entran en trance con las cantatas de Bach,
los antiguos porteros del Logroñés,
los que alguna vez tuvieron una pájara en bicicleta,
los afrancesados,
los cariacontecidos,
los bastardos con conjuntivitis,
los pusilánimes,
los que confiesan a diario en misa de doce,
los implicados en las causas corruptas,
los que sacan a pasear el perro y recogen la caca y la echan en una bolsita y luego la depositan en una papelera,
los comedores de loto,
los electrones zurdos,
los empoderados,
los mojigatos,
los abigarrados,
los entenebrecidos,
los jocosos,
los hacendosos,
las trompetas del apocalipsis,
las grandes palabras de los santos mártires,
estupefactos,
los hijos de recaudador de impuestos,
los productores de lana virgen,
los que no han probado los callos de ternera,
los estraperlistas,
los directores de orquesta noruegos,
los que pagan sin chistar las multas,
el rap canario,
las turbulencias financieras,
los muertos de los conflictos bélicos,
los derechos de los fumadores pasivos,
la facundia,
la distopía,
los cuentos chinos,
los vendedores de enciclopedias,
las mujeres que no han sido besadas por galanes de los años treinta,
los suicidas con una cátedra de literatura indonesia,
los que componen música sacra,
los que coleccionan filatelia eslovena,
los niños que leen a Góngora antes de cumplir los nueve,
las ninfómanas de ojos verdes,
los soberanistas,
los previsores patológicos,
los que sufren en el inodoro,
los que se comprometen a salvar el planeta,
la duda razonable,
los profilácticos,
el transhumanismo,
el ditirambo,
la vulcanología precámbrica,
los hackers funámbulos,
las pin ups nacidas en Ohio,
la deconstrucción culinaria,
las actrices del método,
los que pierden los nervios a la primera de cambio,
el día de los infartados,
el día de los pobres de espíritu,
el día del parchís,
el día del orgasmo,
el día del orgullo sinfónico,
el día de los atropellados en los pasos de cebra,
el día del tarado consecuente,
el día de los despreciados,
el día de los convidados de piedra,
el día de los eternamente quejumbrosos,
el día de los que no tienen nunca nada mejor que hacer,
el día de los que creen que les asiste la razón siempre,
el día de los que nunca discuten,
el día de los que aman al prójimo más que a sí mismos,
el día de las mujeres con vello en las axilas,
el día de los que sueñan con viajar a 1764,
el día de los que pierden la lista del supermercado,
el día de los que son buenos,
el día de los indios sioux,
el día de la marmota,
la mixomatosis,
los fanáticos de la LOMLOE,
los que nunca jugaron al golf,
los que sufrieron en silencio las hemorroides,
los plañideros,
los lectores octogenarios del Ulises de Joyce,
los que nunca han escuchado a Stockhausen,
los grandes porteros rusos,
los astronautas zurdos,
las mujeres con un premio Loewe de poesía,
el día de los timoratos,
los que tienen un disco firmado por Elvis,
los abstemios ficticios,
los sátrapas condescendientes,
los púgiles melifluos,
los versados en literaturas germánicas medievales,
las mujeres con menstruo abundante,
los lenguaraces,
los ladinos,
los montaraces,
los estraperlistas,
los cadenciosos,
los petrimetres,
los sicalípticos,
los adanistas,
los famélicos,
los vindicantes,
los cadmios,
los pertinaces,
los perogrullos,
los ninguneados,
los catecúmenos,
las aves estinfálidas,
los hipocondriacos senegales,
los que hablan solos y creen que hablarán con Dios un día y…
el día de la felicidad, al que le quedan poco más de dos horas para que caduque. Dará paso al de la poesía. Mañana escribiré un poema. Esto ha salido largo, pero he sido feliz mientras lo escribía.
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