18.11.23

Gatos negros en sótanos oscuros

De teólogos es buscar de noche en un sótano oscuro a un gato negro del que no tenemos certeza alguna de que esté. Lo dejó escrito Robert Heinlein. Katherine Hepburn, una atea declarada, pedía que no la molestasen por su descreimiento o que la valorasen únicamente por la bondad con la que procuraba comportarse. Los ídolos, a decir de Flaubert, si se les toca, se te queda el dorado en las manos. Kapuscinki sostiene que la ficción cinematográfica o literaria, incluso la más cruel, no ha inventado nada: que todo el mal, incluso el más infame, está en la Biblia, que hay pocas páginas en ella en las que no se fomente la violencia, no se aliente la venganza o no se sacrifiquen personas a beneficio de un creador etéreo, inasible, invisible. De la religión decía Lord Byron no saber nada, al menos nada a su favor. Todas estas ocurrencias paganas se leen paganamente, se les concede el asiento que a las del fervor religioso, pero no lo anulan enteramente. Se deja llevar este lector ocioso por su afinidad con lo narrado, pero donde he encontrado una más fina invectiva contra la religión, la divinidad o la fe, es en Los Simpsons. Lo que hacen los personajes de Groening es ofrecer, en horario estelar, en mainstream puro, una declaración jocosa de algo trascendente. Dios es mi personaje favorito de ficción, dice Homer. Hasta dudaba de que existía hasta que descubrió que él era Dios Del cristianismo dice Bart que es "ese conjunto de leyes bonitas, que nadie cumple". La risa, en El nombre de la rosa, la novela de Umberto Eco, diezmaba la población eclesiástica de la abadía. La fe no es cosa de la que reírse, proclamaba Jorge de Burgos, el monje ciego, custodio severo de la biblioteca monacal, conjurado a que el segundo libro de la Poética de Aristóteles, en el que premia la risa, no fecunde de alborozo el espíritu de la congregación. No hay nada malo en reírse. No hay nada malo en creer. Si los unos y los otros pudiesen entender las razones que esgrimen para creer o no hacerlo, el mundo iría mejor, sin duda. Y hay, por supuesto, quien ve de noche, en un sótano oscuro, al gato negro. En ocasiones, lamento no ser yo quien lo perciba. No tengo ni idea de lo que encontraría en esa revelación, si mi vida pujaría en puro goce y albergaría sin incertidumbre la esperanza de otra vida cuando la corriente concluya. Nada de lo que me han contado los amigos que bajaron al sótano y dieron con el gato (o el gato dio con ellos) me ha hecho considerar que yo haya cometido algún error al no bajar. Me tengo por sensible y por razonablemente crédulo, pero no hay forma de enamorarse a posta, de caer en el hechizo del amor (o de la fe, una especie de amor metafísico) con premeditación. Mientras que esa epifanía no me traspase, quién duda que algún día no lo haga, sigo disfrutando con mi paganismo practicante. En escaramuzas, prendado por la opulencia del misterio que rodea al hecho religioso, me descubro sintiendo a veces un pálpito inédito en el pecho, una especie de rumor que aspira a convertirse en algo más cuajado, como el agua que de pronto se gusta en el cauce y se envalentona, fluyendo con brío, alegre, brincando sin motivo, pero no tardo en desprenderme de ese vértigo lírico o metafísico y regreso a la calma, al discurrir lento, al antiguo y acostumbrado oficio de la ignorancia. 

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