He salido a leer, dijo alguien. Quienes lo escucharon no supieron bien a qué atenerse. Por un lado, estaba allí, no se había movido. Por otro, el hecho de leer no precisa que se le requiera al cuerpo desplazamiento alguno, salvo el eventual de ubicarnos en un lugar y algo más tarde decidir una mudanza y escoger otro. Cuando se lee a Cortázar, se sale a leer. No sé si sucederá con otros autores. A Cortázar se le conoce esa prodigiosa cualidad entre lo cinemático y lo espiritual en la que la cabeza, que es donde se impregna lo leído, no aparenta haberse movido y, sin embargo, toda ella es fuga. Hay personajes de Cortázar que son el mismo Cortázar. No la persona que escuchaba jazz y amaba los gatos, el tipo largo con una manera arrastrada de pronunciar ciertas sílabas, sino el hombre que escribía. He salido a escribir, diría Cortázar. Probablemente hiciera eso. Rayuela fuese escrita con piedad y con amor. A Cortázar le salió un artefacto discursivo más que un libro. Una vez cerró la frase con la que clausuraba la última parte y decidió que ya no escribiría más, debió sentir un vacío, pero son pistas los que tenemos, una especie de mapa confuso y, a la vez, de una claridad que aturde. Conocemos rasgos: su delgadez, su piel morena, los zapatos rojos, su fumar enfermo. Tampoco le gusta cocinar. Su hijo se llama Rocamadour, que es un bebé (un arbolito, una nariz de azúcar, un dientecito) y un pueblo de la Occitania. La tragedia viene después. Oliveira será otro cuando el bebé desaparezca. Recuerdo a Oliveira pensando en Rocamadour. Hay una neblina en la que están los dos. El bebé sin respirar en una cama y el hombre de pie, cerca de una ventana. Ignoro si es así o lo que estoy haciendo es pensar en cómo querría que podría haber sido, ahora que hace tanto que no vuelvo a Rayuela ni estoy de nuevo metido en la faena de ir derecho o decidirme a saltar y volver atrás y tener con los números una relación literaria. Recuerdo El club de la serpiente. Ellos piensan en el tiempo como no me atrevería yo ahora a pensar. Es una cosa estancada o es una cosa que se alarga o se encoge. Podemos ver algo y no saber si al pestañear estará ahí donde lo dejamos. Podemos ir por un camino y no tener posibilidad alguna de desandarlo. Los libros son caminos que a veces no se desandan. Rayuela es un desandable, es fácil de correr por sus páginas y dejarse párrafos o anotarlo todo o no anotar nada. Cuando la leí, llevaba una libretita en la que escribía cosas. Fue hace un año, fue hace diez, fue hace muchos. Las palabras sirven para que podamos hacer que se anuden o que se desanuden. En una cosa y en otra, surge la frase con la que de pronto entendemos algo o nos convencemos de que es mejor no entenderlo, aunque la guardemos, por si un día se le encuentra algo con lo que desmenuzarla o aumentar su peso. Pude escribir: ese andar sin que nos buscáramos, pero sabiendo que acabaríamos encontrándonos lo hemos repetido diez veces, muchas veces, pero no supe (no quise tal vez) dar contigo, ver tu sonrisa sin terminar de hacerse que me invitaba a leer libros de fuego en una habitación en la que una cama lo ocupa casi todo y una ventana alta por la que difícilmente podemos ver los tejados de una iglesia premia un armario flaco y una estantería de baldas combadas. Lo que dijimos estará en alguna parte. Otros lo escucharán sin caer en la cuenta de que las palabras son ropa menuda que fuimos dejando aquí y allá y que acabó por hacer una declaración primorosa de amor, aunque qué fue lo amado, dónde está ahora, quién lo salva del olvido con un susurro o una frase larga que sea entera un cuento de cosas que empiezan y no se tiene idea si acabarán o se extenderán como un hilo de agua precipitándose sin motivo ni decoro. Cono el humo de un Gauloise o de un Gitanes enredado en el aire como una voluta rota. Fuimos los dos lo que serían los demás. Te beso en un parque y es el único beso posible y no hay otro parque. Ni una pieza en un ático con discos de free jazz y botellas de ginebra. Tú hablabas de peces apáticos y terciabas sobre si el lado de la luz que el viejo flexo da en el agua los intimida y no saben si son de estar ahí abajo o darse ánimo y dar un brinco por ver si les es propio el vuelo. Vos no pensás que enterrar aquel paraguas fuese un acierto, pero allí andará, comido por lo hongos. No habrá más. Ni siquiera podrá concurrir una razón que lo cierre todo. Seguirá abierto. Rayuela es una novela abierta. No hay otra que se abra más. La Maga andará por París. Está más allí que en ningún libro. Importa poco que La Maga tuviese nombre: Edith Aron. La quisimos tanto.