21.5.22

141/365 Sylvia Plath

  



23, Fitzroy Road, Londres. Era la casa en donde había vivido W.B.Yeats. Estaba bien para ella y sus dos hijos. El alquiler no era excesivo. Una ventana daría una luz preciosa para escribir. Lo haría después de atender a Frieda y Nicholas. Ted había sido infiel, una vez más. Ya nunca vivirían juntos. Esta vez se engolosinó de una chica que también escribía versos. Londres es buen sitio para morir. Después de que Sylvia Plath decidera meter la cabeza en el horno y se apagara la cortesía de la luz que tanto amó, vivió como tal vez hubiese deseado. Resplandeció su palabra poética, ese desajuste suyo del que no supo liberarse y que la invitó a desaparecer. Frágil como uno de esos pétalos que el aire incivil y el tiempo inapelable se obcecan en desmoronar, vivió en la creencia de que el don que portaba era en realidad una especie de maldición y que ese privilegio acabaría por arruinarla. Infeliz, a decir suyo, se refugió en la escritura. Ella la acogió y ella la apartó más tarde. Escribió de modo convulsivo toda su vida. No había día en que anotara algo en sus diarios o en que no manuscribiese un verso o un poema o pensara como piensan los escritores: esto que he visto no puede perderse, esto que he sentido no puede desvanecerse. Un poeta no es más sensible que cualquier otro ciudadano, pero la poesía curte y desgasta, rasga y se esmera en su delicado oficio de tristeza. Empezó a contarse lo que veía y a aplacar esa tristeza cuando murió su padre. No volveré a hablar nunca más con Dios, dijo nada más saber que su padre había muerto. Ahí Sylvia inicia su lento proceso de vaciado. En su diario (en uno de ellos) hay una anotación suelta que dice que morir es un arte. Yo lo hago excepcionalmente bien, subraya. Se levanta temprano, se sienta a escribir. Le sale un verso que dice así: "La muerte es un hueso triste, lleno de golpes". No es Sylvia la que hace esas cosas, ni la que escribe esa línea, sino Anne Sexton, su amiga del alma, cuando se entera de que ha muerto. No sabemos si Dios deja de ser un personaje de la trama en este caso.  Nos veremos alguna vez, espérame, le cuenta. Libera mi aliento de su dañina prisión. Quedó algo sin decir, el teléfono estaba descolgado. El amor, el que hubiera, era una infección, querida Sylvia. Anne se suicidó once años más tarde. Mis admiradores creen que me he curado; pero no, sólo me hecho poeta, escribió. Ya no beberían martinis en el Ritz al acabar las clases. Sylvia dejó de mandarle cartas. Una hablaba de plantar patatas y criar abejas. "Esa muerte era mía", le dijo Anne a su médico a propósito del suicidio de su amiga Sylvia. De hecho, el suicidio era un tema de conversación habitual en ellas. Teatralmente, escogían con mimo las herramientas con qué hacerlo. Si Anne Sexton decía del escritor que era alguien que con unos muebles hace un árbol, Sylvia Plath era el mueble y era el árbol.

2

Después de que eligiera el horno, abriera la llave del gas y metiera la cabeza dentro, la vida continuó. El hueso triste no descansa. Antes de irse, había dejado preparado el desayuno para sus hijos. Tenía 30 años. Su primer poema lo escribió a los ocho. El destinatario era el padre muerto. "Hubiera querido martarte, pero / moriste antes de que me diera tiempo".  Hay cientos de cartas que envió a su madre (Cartas a mi madre 1950-1963) en las que había ya algo que preludiaba un horno o algo que invitaba al hueso a que la mirara con afecto. La niña y luego la adolescente contaron una enfermedad. Era la escritora en ciernes la que se volcaba en la hoja en blanco, que ocupaba el lugar de una familia como las demás. Se escribe con lucidez cuando no se puede hacer otra cosa que escribir. En la época de universidad, Sylvia intentó quitarse la vida. El instrumento fueron unas pastillas para dormir. Las ingirió en un hueco bajo el porche de su casa. Permaneció dos días desaparecida. Al oírla gemir, dieron con ella. La internaron en un hospital psiquiátrico y sufrió los efectos de una terapia de electrochoque. Los dos verbos, dormir y morir, tienen en común la misma sustancia de clausura. También ese amago de fin era material de trabajo. Tal vez la tentativa fallida afinó a la escritora. Poco más tarde, se la becó para que estudiara en Cambridge, en Inglaterra. Allí conoció al poeta Ted Hugues, al que amaba profundamente, al que odiaba con la misma vocación. Es, le dice a su madre en una carta, increíble. Siempre lleva el mismo jersey negro y una chaqueta de pana con los bolsillos llenos de poemas, truchas frescas y horóscopos. Era "un Adán desgarbado y saludable, mitad francés, mitad irlandés, con voz de dios tronante, un bardo, un contador de historias, un león, un trotamundos". La joven Sylvia se prende del héroe de las letras. Se entrega a él a sabiendas de que Hugues es un poeta laureado con fama de mujeriego. Pasan la luna de miel en Benidorm, que se reconvino en sus cabezas como el pueblo idílico de pescadores y casitas blancas. Era el primer hombre que se preocupaba por las palabras en la misma medida que ella. "Dijo mi nombre, Sylvia, y de un soplo barrió el desierto que ocultan mis ojos". Se puede encontrar el amor en un poema escrito a cuatro manos, aunque no hay noticia de que escribieran alguno juntos. Sylvia sólo escribió dos volúmenes de poemas en vida, Ariel y El coloso. La poesía póstuma es abundante, sin embargo. La campana de cristal es su único novela. Casi toda su producción es diarística o postal. 


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Plath es otra escritora rota. Dan juego los atormentados. Lee uno lo que se sabe de ellos 

y cree estar facultado para que la obra que dejaron adquiera un sentido distinto. Probablemente suceda. Que sepamos la dimensión de las cicatrices para meter en ellas el volumen de las palabras. Que el ruido del texto sea idéntico al de la vida y escribir sea una extensión dramática de esa tragedia privada. La caligrafía del dolor es ilegible muchas veces. Tenemos la experiencia, pero perdimos su significado, como escribió T.S. Eliot. Tenemos la misma condición de lo humano, pero la argamasa que une los trozos es caótica y posee vida propia. Sylvia Plath temía estar sola consigo misma. La soledad es un indicador de todos los demás indicadores de que algo va mal. Lo que prosigue, desafiante, es la escritura. Mientras el mal la carcome por dentro, con ese desvanecerse lento al que se ha ido preparando toda su vida, las palabras brotan con adámico afán. Antes de morir, le escribió a su madre: "Soy una escritora de genio. Se me ha concedido el don. Estoy escribiendo los mejores poemas de mi vida, los que me harán famosa". Ese deseo de perdurar, de ser reconocida en la literatura, no la abandonó jamás. De hecho, esa inclinación vanidosa fue la que hizo que se enamorara de Ted Hugues o que buscara siempre amistades que leyeran o que escribieran. Todo eran libros. Los escritos, los leídos, los por leer, los por escribir. Quiso creer en la ternura hasta que vio en el suicidio el acto de ternura más elocuente. Irse sería un ejercicio sintáctico. Unir una frase a otra. Dar con un punto concreto que cierre la idea que se desea contar. La vida era la idea. A Sylvia la habitó un grito, cojo un verso suelto que tengo delante. Las nubes eran figuras pálidas, irrecuperables. La fugacidad del cielo es la misma que la de la tierra. El cuerpo es una sombra que antojadizamente vacila y desoye la admonición del alma. O es al revés y es el espíritu el que danza y se yergue y acaba tumbado o encogido, mientras que el cuerpo, obediente, se agita, se comba, se dice y se desdice hasta que lo devasta la enfermedad o lo sorprende la visión final, la de un horno en una cocina de una calle de Londres en la que vivió el poeta Yeats. Ya no hay anhelo griego, se enseñorea la sonrisa del acabamiento, todo parece decir hasta aquí hemos llegado, escribe en Límite, su último poema. Fue vertical, pero hubiera preferido ser horizontal. 

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