2.9.20

Watchmen


1
Watchmen es el único cómic hasta la fecha que ha ganado el prestigioso Premio Hugo de novela de fantasía y ciencia-ficción. La revista Time la colocó en la lista de las cien mejores novelas de la historia. Transcurre en una realidad distópica (La idea de Moore surgió de Juvenal y su sexta sátira: el poeta romano se preguntaba quién vigilaba al vigilante. Borges, casi dos milenios más tarde, formulaba en el espléndido poema Ajedrez la misma duda: qué dios detrás De Dios comenzaba la trama. En el fondo Watchmen habla de Dios y descree de que exista. El mundo, en Watchmen, en su sociedad justicialista y épica, somatizada por el caos prenuclear y la amoralidad de la comida basura y de la mediocridad estética, es un reloj sin relojero. El mundo es también un lugar en el que ya no hay inocentes y donde la corrección política, su limpieza administrativa, ha provocado la floración de una serie de ciudadanos que se arrogan el derecho a impartir justicia y a defender cierto tipo de moral. Héroes vistos desde la prosaica restitución de sus avatares domésticos, no el rol superheroíco. Héroes criminalizados por la sociedad, convertidos en un residuo de otra época. El enmascarado de los cómics proviene justamente de aquí, de este caldo de cultivo cómplice en el que todo se ajusta a la decencia del individuo contra las tropelías del Estado. En el libro de Moore y Gibbons todo este hilo político se amplifica y alcanza categoría de ensayo sobre la fractura del equilibrio entre las naciones y del fin de los tiempos (con el Doctor Manhattan como único héroe de verdad, émulo en la tierra de Dios, como metáfora del fin de esa inocencia. El propio fin de la historia es un canto hermoso y decadente a la vez a esa fraternidad en la que ya nadie se molesta en incordiar a nadie porque todos comparten el dolor y la miseria de saberse frágiles y vulnerables. El signo de los tiempos.

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Watchmen narra la muerte de los superhéroes. Narra esa historia y también una conspiración. Dios no existe o es un nihilista del carajo que anda perdido en sus nubes y contempla el desquiciamiento del mundo que creó y al que ahora se permite el lujo intelectual de ignorar. Dios es el relojero cuántico. El Dr. Manhattan, el mensajero casual, el que intenta razonar los mecanismos de los tornillos, termina en el ascetismo total, eremita puro, como una Santa Teresa de Jesús cuántica, encerrada en el castillo interior del rojo suelo de Marte. Hay tramas abiertas por Moore que no cuajan: muchos frentes, daría para un buen par de tochos con la letra pequeñita de VIctor Hugo. Aquí también hay miserables que pugnan por redimirse, si es con un fajo de billetes, mejor.

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Juvenal (es la cultura enorme de Moore la que lo embadurna todo) sanciona en sus Sátiras los vicios de la ciudad de Roma. Los motivos que movieron al poeta latino son muy similares a los que alientan a Moore y a Gibbons. Uno escribiendo; el otro convirtiendo el esplendoroso argumento en una antológica renovación del arte secuencias del cómic, elevándolo a la categoría de Gran Literatura. A la pregunta sobre quién vigila a los que vigilan le antecede una historia de mujeres en la Roma clásica y lo que Juvenal se cuestiona es el grado de fiabilidad de los hombres que las custodian. Si éstos son falibles y caen en la desgracia de permitir, a su beneficio, que la moral femenina sea laxa y mudable, ¿cómo podemos estar seguros de nada? En el politizado siglo XX, en plena guerra fría, a remolque de los superhéroes del cómic Marvel o DC, Watchmen revisa esa fiablidad, ese estado de las cosas en el que la custodia de la moralidad ha sido puesta en entredicho y de cómo la ciudadanía se envalentona y crea gremios de caballeros andantes que enmiendan lo que debería ser corregido por el Estado, que es el verdadero infractor. El profascismo que a veces juguetea en la conciencia cívica de los personajes es la llamada de alarma que los autores activan para ilustrar ese naufragio (el mismo que advertimos en la historia paralela de los piratas, sobre la que luego volveré) o esa orfandad. Una huelga de policías, desposeídos de su oficio, y la masiva reacción de los ciudadanos hace que el Estado promulgue e l "Acta de Keene", que prohíbe las actividades anticriminales de los superhéroes y la inmediata disolución de cualquier atisbo de regeneración de su particular mitología. Es la Administración, con sus políticos y sus comerciantes, que está francamente asustada ante la posibilidad de que su credibilidad mengüe aún más de lo que ya lo ha hecho y el pueblo se alce en contra de sus normas.

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Moore y Gibbons desactivan la forma tradicional de leer cómics y obligan al lector perezoso (como define Eco) a estar alerta, a ser cómplice de una serie de recursos narrativos, plásticos y hasta eruditos para abarcar todos los significados (que son múltiples) de la historia. De entrada intercalan abundantes intermedios en prosa (que bucean en subtramas, en los perfiles psicológicos de los protagonistas e incluso en recortes de prensa, en material adyacente que acaba ensamblándose en el texto principal) y crean una historia paralela, simétrica en muchos aspectos, formidablemente engarzada a la principal y que anticipa (en cierto sentido) el trasfondo metáforico de aquélla. La historia de los piratas, que es a la que me refiero, es una perla mayor dentro de la perla gigantesca que es Watchmen. El atrevimiento formal es irrenunciable: Moore y Gibbons actualizan el género del cómic y crean un territorio nuevo o, al menos, jamás relacionado con el hecho físico y cultural de los cómics durante el siglo XX. Por eso, para venderlo con más trampa comercial o para convencer a los reacios o a los descreídos en las funciones del cómic adulto, se acuñó el marchamo culturalista "novela gráfica". Y efectivamente Watchmen es una novela, una que renuncia a la palabra como único vehículo de transmisión de información y se abastece (en paralelo, como un poema al que de pronto encontramos la música perfecta) de imágenes. Ése es el hallazgo que este lector tímido y fascinado ha considerado más revelador: cómo el concepto formato es secundario y cualquier historia, incluso la más compleja y relevante, puede ser contada de otra manera.


5
En Watchmen hay varios géneros que se imbrican sin destrozo visible, y ya es dificil. La historia de Rorschach es cine negro de primera magnitud, pero la del Dr. Manhattan es ciencia-ficción pura, quizá la más fácilmente canjeable por las historias clásicas de la Marvel que arrasaron durante la Guerra Fría y que todavía hoy, juzgadas y edificadas bajo otros criterios, ocupan las estanterías de las librerías (los cómics ya no se venden en kioskos, ay) y las carteleras de los megacines. La diferencia fundamental del Dr. Manhattan con otros héroes de su guisa (Superman es el más significativo) es que los autores le han investido con un espíritu atormentado que va, conforme la historia avanza, aligerándose en dramatismo hasta que a mediados de la trama el héroe asume su condición cósmica, su indiferencia hacia lo más acendradamente humano. Ahí se produce la primera y más escalofriante ruptura con la escritura tradicional: tenemos un héroe semióticamente completo, uno que está fascinado por el mundo de lo invisible, por la cartografía del átomo, y que se deslinda (dolorosamente tal vez) de lo sensible, de aquéllo en lo que como hombre ha sido educado. Anestesiado a la emoción, huérfano de vida estética, el Dr. Manhattan contempla la creación de algún Dios caprichosamente ausente al que él mira casi de igual a igual. Ambos son relojeros y el mundo es el reloj que ha perdido la causa de su funcionamiento.

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No hay casi ninguna trama desatendida en Watchmen. A pesar de su alambicada restitución gráfica, de su complejidad argumental y de la abundancia de recursos plásticos a los que los autores acuden para contar la historia como ellos desean que sea contada, cuando podía haber sido despachada de forma más chabacana o displicente, Watchmen es un prodigio de contención dramática. Los doce episodios, las cuatrocientas páginas, no tienen ni una sola viñeta o ni una sola línea redundante o sencillamente superflua. Todo se ajusta a un guión magistral repleto de magistrales personajes. Incluso la forzada conveniencia de llevar a Nueva York a un monstruo casi lovecraftiano con final apocalíptico incluido me parece admirable. Lo que arrancó siendo una pesquisa detectivesca (quién mató al Comediante) termina convertido en una reflexión sobre la redención de los superhéroes y, en última instancia, en un estudio (uno lúdico e hipnótico, nada de un sufrido tocho de ensayo vertido por algún egregio intelectual del ramo) sobre los fascismos y la facilidad con la que pueden surgir en la sociedad en la que vivimos. Tampoco se deshacen Moore y Gibbons de cierta subtrama sexual, aspectos nítidamente eróticos, en contraposición a la actitud pacata y censora del cómic anterior. No hay ingenuidad en Watchmen: los seres que lo habitan discurren por los mismos caminos por los que discurrimos los que habitamos la vida real.

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Yo tengo muy claro el porqué de los enmascarados: nacen en las postrimerías de los alegres años 20, que luego devienen en los tormentosos (rouring) treinta. El periodo de entreguerras crea entre la población americana un ilusorio estado de felicidad fácilmente desmontable. Nace el jazz, nace el hampa y nace la literatura pulp: de esa triada de iconos culturales surge un nuevo tipo de ciudadano, que prefiere fantasear con un encapuchado que reparte mandobles que preocuparse en exceso de la ruina que se avecina y que el Gobierno, la prensa y hasta los corrillos frívolos de los bares no paran de insinuar. Eso de que el Gobierno alardee de la existencia de un mundo enfermo, abocado a la guerra, frágil y visceralmente dividido en dos bandos no es nada nuevo. La industria armamentística siempre fue un aliado necesario de la industria del miedo, que es la que normalmente se edifica para mantener a la población a raya y perpetuar el Poder. Por eso nace Superman en los vertiginosos años treinta. En Watchmen se explica formidablemente el declive de los superhéroes hacia los años cincuenta. Incluso los Minutemen, que fue el germen de esa escuela de ciudadanos concienciados y comprometidos con cercenar la violencia desde la violencia, terminan por desaparecer cuando los mafiosos se organizan y abandonan las calles para delinquir desde un despacho, encorbatados, extendiendo su área de influencia y su compra de voluntades a los despachos municipales y convirtiendo el crimen en una actividad más lucrativa que nunca, pero también más invisible. ¿Qué hace un superhéroe cuando el malhechor no está a su alcance? Se sofistica o se va: eso hace. Y los Minutemen se disuelven: los anula la misma sociedad y el modo en que la industria del crimen se ha hecho aristocracia y actúa como lo hacen los aristócratas, sin exhibiciones vulgares, yendo al grano, metiendo la mano en el cesto sin la presencia física de la propia mano. El enmascarado que reinventa o reformula la Marvel Comics Group ignora esta trastienda administrativa: sus malvados son también portadores de superpoderes y sólo bajo esa premisa existe el cómic de acción a partir de los años cincuenta. Todos los entrañables personajes que Stan Lee crea están pensados para combatir criminales de ficción, adversarios de mentira. El mundo de los Minutemen, en Watchmen, es tangible y el delito que hay combatir es también tangible, diseccionable. No hay ciencia-ficción. Cuando el Dr. Manhattan entra en escena en Watchmen, el lector imagina que va a entrar en el túnel del tiempo y va a volver a disfrutar del cómic de antaño, con el que creció, y no es así. No lo es en modo alguna. No hay escenas de acción pura en la historia de Moore: todo se deja llevar por iniciativas literarias y no por impactos visuales, tan queridos por el cine y por la posterior industria cinematográfica. El Capitán Metrópolis convoca a los nuevos héroes en Watchmen para mancomunarse y hasta escriturar unos estatutos: luego el proyecto sale rana. Egos enormes que Moore se encarga de dibujar (psicológicamente, no a plumilla, ésa es la labor de Gibbons) a beneficio de la profundidad dramática de la historia. Los nuevos Minutemen combate a los homosexuales y a los drogadictos, a los mafiosos y a las putas: no hay desviación de la ortodoxia americana, escrita a sangre y fuego en tono imperialista total, que ellos no conjuren a base de mamporros. En el 59 muere Jon Osterman y nace el Dr. Manhattan o Capitán Átomo en la historia previa de la Charlton Comics en la que se basa (parcialmente) la historia de Watchmen. Con la irrupción de este megahéroe los Estados Unidos se blindan contra sus enemigos: hasta Nixon (narigudo y horrendo a lo Cyrano de Bergerac en la versión fílmica de Snyder) es abducido por el poder omnímodo de Manhattan, que él solito gana la guerra de Vietnam, aunque a él le importen muy poco las bajas o las motivaciones últimas del conflicto. A mediados de los ochenta, cuando arranca el libro y el film, no es Vietnam: es Afganistán. Los rusos hocican sus tanques en la frontera y se dispara el terror termonuclear mundial.

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He pensado que el verdadero trasunto de la historia de Watchmen es el tiempo. Incluso la semántica lo confirma: Minutemen son los Hombres-Minuto y Watchmen, aparte de significar Vigilantes en inglés, es también Hombres-Reloj. No sé si soy un hacha en esto de encontrar mensajes ocultos, pero es particularmente relevante a la hora de comprender la historia. El tiempo es de lo que estamos hechos. Jon Osterman, el hijo del relojero, se convierte en Relojero Máximo, en una especie de Súper Relojero que observa a pie de campo, en directo, como un pequeño dios, los engranajes más sutiles del Universo. Moore saca a la palestra a Einstein: un tipo ha descubierto que el tiempo es relativo, le dice a Jon su padre, así que dejo mi trabajo, ha dejado de tener sentido. Jon Osterman es más tarde un aplicado físico cuántico y luego, por obra y gracia del sempiterno azar que convierte a Peter Parker en araña humana y a Bruce Banner en coloso musculado y sin cerebro, en un superhombre. El propio Dr. Manhattan deserta de toda vínculo con lo humano y abandona a su raza a su suerte: la suya está en otra galaxia, en algún remoto confín en el que poder abstraerse sin que nada pueda remotamente distraerlo. Los dioses tienen estas cosas: necesitan una habitación cerrada, vacía, inexpugnable desde la que comprender y comprenderse. Quizá por eso, por la propuesta tan hermética, yo soy agnóstico y no me interesa en absoluto la fe cristiana ni su monumental edificio representado por la Iglesia Vaticana. Pero volvamos al tiempo: hablar del tiempo es hablar de Filosofía. Tenía yo un profesor que resumía la Historia del Pensamiento Filosófico en la búsqueda sistemática de un motivo que alentara la existencia del Tiempo. Todo se reduce a entender su movimiento, lo ajena que es su inercia a nuestras humanas peripecias. En Marte, en ese también imposible rincón, el Dr. Manhattan intenta convencer a su novia (sí, todavía hay reductos de hombre en el corazón de la divinidad) sobre la imposibilidad de razonar sobre lo humano: es más difícil entender a una mujer que a un submarino atómico. En eso puede compartir algunos flecos del argumentario.

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Hay muchas ecuaciones sin despejar en Watchmen. Todo podría ser una gran pantomima, un juego en el que participas, pero del que no posees reglas. Vas a ciegas, lees a tientas. 
A la propuesta de que todo está orientado a la redención del héroe (hay en realidad uno solo, los demás carecen de superpoderes), añado una que yo considero primordial: el empeño de Moore en contarnos la infancia de sus creaciones. Todos los personajes, salvo El Comediante, curiosamente, tienen una biografía a la que podemos agarrarnos para intentar justificar su comportamiento. La más entrañable, la que más se adhiere al temperamento irascible y justicialista que luego advertimos en la trama, es la que corresponde a Walter Kovacks, alias Rorschach, uno de mis personajes favoritos y, casi sin duda, uno de los mejor escritos. Sólo se inclina a la figura de Eddie Blake, El Comediante, cuerdo, cínico, loco. Él representa su concepto de héroe, el que no se arruga ante la adversidad, el amoral con principios, el que más entiende cómo funciona la sociedad y se entrega con más arrebatado entusiasmo a corregir sus desviaciones, aunque ese afán censor contraiga las obligaciones colaterales de matar inocentes o de exhibir a la vista de los demás un marcado carácter crapula, violenta o abiertamente criminal. Su asesinato es el que abre la historia y el que lleva una especie de hilo tenue pero consistente y duro que acaba por llevarnos al conciliador (en cierto modo ) final. El Comediante da una especial consistencia a la trama, pero ningún personaje se la resta. Incluso el primer Búho Nocturno, voluntariamente jubilado de la acción, confortablemente dedicado a la reparación de automóviles, como hizo su padre, instalado en un desvencijado, aunque hogareño, piso sobre el taller en el que trabaja y tozudamente conjurado a escribir unas memorias (Under the hood, mál traducido aquí Bajo la máscara) que ilustren al desprevenido y al ya versado sobre las aventuras de sus amigos enmascarados. O en encaperuzados, si es que nos vale el palabro. Ahora se me ocurre traer el de embozados, pero no quiero citar la pandemia: esto es un texto sobre los Watchmen, vamos a dejar la realidad afuera por una vez, si os parece. 


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Gibbons, y más escoradamente Moore, sostienen que Watchmen no puede ser llevado al cine. La muy alambicada forma de narrar su historia y la plasticidad de las viñetas, su imbricación, el hecho de que el ojo pueda detenerse en un detalle y volver a uno anterior en un instante, su secuencilidad, hace que una película, por muy fiel que sea al modelo original, sea deficitaria. Watchmen, el film de Snyder, lo es, pero de un modo paradójico. No te emociona porque le falta la calidez del libro: toda la trama está fastuosamente vertida a imágenes. Uno podría ir encontrando sutiles y  no disimuladas operaciones de copia y pega por todo el metraje. Sus guionistas han oído las revueltas populares, han leído las pancartas ficticias en las que los frikis puros, los fanáticos de la obra, los hooligans mentales que han disfrutado hasta el paroxismo intelectual y estético con el cómic y han decidido, previo confirmación de la productora, que lo mejor era fusilar el texto y llevarlo lo más fielmente a la pantalla. Esa fidelidad es artificial. Para ver Watchmen como está en el libro ya tenemos el libro. Ya lo hemos dicho aquí: Watchmen no es un cómic, Watchmen no es una novela, Watchmen no es una película, Watchmen no es una serie. Yo no voy a un concierto de Bruce Springsteen para oir Thunder road como la toca en el legendario Born to run: yo quiero que la modifique, que extraiga su alma y la reconvierta en otra cosa. Quizá por eso a mí me encanta el jazz: porque es el género de la alquimia pura, porque un música de jazz nunca repite una melodía, siempre hay una intención de pervertir la textura previa, el dibujo de las notas. No sé si hay síncopa en el texto, habrá quien me ilustre. 

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El suicidio de Snyder queda es un rasguño estilístico: sale bienparado, no ofende al ejército de adeptos y de adictos, no incomoda a los novatos, que ignoran el entramado narrativo del libro y desconocen (igualmente) la ausencia casi completo de guiños comerciales para que el producto (es un producto comercial pese a quien pese, se considere por donde se considere) venda y venda bien y amortice el capital entregado a cuenta. Así que hay dos formas de enfrentarse a Watchmen. La estrictamente comercial, refrendada por un film muy entretenida, incomprensiblemente largo pero ameno, reverencialmente limpio y respetuoso con la letra del texto y, sobre todo, reventón de escenas excelentemente resueltas, que de lejos remiten a la forma en que Gibbons, qué dibujante es, engarza una viñeta con otra hasta hacer discurrir todas ellas con una ternura casi insoportable. Así que Snyder es un tipo honrado, supongo que lector empedernido de cómics (ahí está Sin City y 300) que se impuso la titánica tarea de ser el primero (e imagino que el último) en filmar la alucinación postindustrial de Moore. Lógicamente hay huecos, lugares sin rellenar, espacios en donde falta carne y abunda el hueso: no está el kioskero, un personaje fundamental en el romanticismo de Watchmen, que lo hay; no está el lector de cómics a pie de kiosko, el negro con gafas, Bernard también, que lee a trompicones o relee porque no acaba de entender del todo una historia de piratas que termina respirando el mismo aire que la realidad en la que vive e ingresa como una historia simétrica que no conviene desatender. Snyder o sus guionistas fallan en lo previsible, así que es excusable: los personajes del film abundan en detalles, es cierto, pero están lejos de parecerse a los mismos personajes dibujados por Gibbons en el cómic. El Comediante está casi ausente. El Dr. Manhattan, que recaba mucho público adolescente, ávido de sensaciones fuertes y escenas a lo Marvel, está parcialmente reflejado: falta el aliento metafísico, la complejidad de su oratoria pseudocósmica, casi new age, fundamento de todo lo que sucede a su alrededor. Fascina cómo Snyder despacha en los minutos iniciales el preámbulo necesario para que el resto de la historia entre sin dolor. Los títulos de crédito son maravillosos: cómo se las ingenia para hacernos entrar en materia, cómo maneja el color, las formas, las texturas, los tiempos, todo conducente a enfrantarnos con el contexto sociopolítico sobre el que se construye la paranoia de los watchmen: su certidumbre de que los buenos tiempos murieron y éstos de ahora son farragosos y conspiran para eliminar toda posible injerencia de superhéroes. Esa idea, encomendada al fabulario del cómic, sale robustecida. Hay más páginas, hay tiempo, hay un entusiasmo que decae en el film. Contrariamente a lo que pudiera pensarse, ese decaimiento es excusable: Snyder es un titán, un coloso, un atrevido con cantidades masivas de respeto, uno que perpetra un acercamiento, no es otra cosa, a la monumental historia de Moore y Gibbons. Cierto es que obvia el episodio bucanero y que elimina pasajes trascendentes (la eliminación del primer Búho, la vida alrededor del kiosko de Bernie incluyendo la injerencia positiva del ya citado cómic de piratas) . Si de algo pudiera servir este film es para mandar a todo posible espectador al libro. Eso ya sería un éxito. Olvidémonos de los actores, que cumplen funcionarialmente, aunque destaque Patrick Wilson (el Búho) y el siempre excelente Jackie Earle Haley como Kovacs alías Rorschach. Todo lo demás es ganas de buscarle tres pies al gato. Tripodología pura. Es una buena película, sin más, una que te hace pensar qué hay detrás. Ojalá el espectador ocasional desee una ración más esmerada de espanto cósmico y ojalá también que el lector experto (no yo, un recién aterrizado) no sea excesivamente exigente y no condene a Watchmen, la película. No ha caído la serie, se me ha recomendado, pero tengo que buscar el tiempo, darle su lugar, Vicente. Todo debe poseer su sentido. No hay que correr. 

2 comentarios:

Mycroft dijo...

El Kioskero, o al menos la historia de piratas, si están en el director's cut de Snyder, al que defiendo mucho. Nada que añadir al comentario a la obra magna de Moore.

eli mendez dijo...

habra que ponerse a leer y ver ... una entrada impecable..con muchas cosas pata pensar y plantearse o re-plantearse.

Un aforismo antes del almuerzo

 Leve tumulto el de la sangre, aunque dure una vida entera su tráfago invisible.