30.9.20

Mirar


 

A ver se aprende retirando la confianza en que lo se ve. Parte uno de cierta extrañeza, aunque lo contemplado esté adquirido y no dé idea de que algo escondido deba aflorar. Sucede con rutinaria insistencia que todo lo que hemos visto con suficiencia ya no asombra (lo dejó escrito Vicente Aleixandre en uno de sus poemas). También que a fuerza de escuchar si el ruido del mar (si tenemos un piso en el paseo marítimo) hay un momento en que nuestra sensibilidad cancela ese ruido y lo incorporamos al trasiego de ruidos familiares, los que forman parte de nuestra banda sonora, como el de la lluvia cuando se precipita contra el suelo o el de la calle si la ocupan los coches y el runrún de la gente yendo y viniendo por sus cosas. Al arte se le debe dar siempre la condición de lo anómalo. Basta un punto de fuga al que adherirnos que el autor, a sabiendas o ajeno, dispuso en la disposición de sus materiales. Puede ser un poema o una obra escultórico, una fotografía o un vericueto en la forma de atacar el piano para que una nota no conduzca a otra prevista o esperada, sino excéntrica, de una extravagancia diminuta, pero asequible si prestamos atención. Es eso lo que a veces falta: la atención. No es fácil mirar, por más que estamos al tanto de lo que mirar produce. Lo que escasea es la sed de prodigios, las ganas de que los objetos nos hagan cuestionarnos su participación en el entramado de los objetos. En cuanto hemos entrado en ese juego (que no es fácil, que requiere adiestramiento) irrumpe una felicidad inédita, la del descubrimiento de la luz al incidir en una flor que hasta entonces había pasado desapercibida o la posición de un adjetivo en un verso o la manera en que una mujer se ajusta la mascarilla (hoy en el súper) porque las gomas le oprimen las orejas y no está a gusto. Hubo en ese gesto un principio de belleza que se desatiende, por lo común. No somos sensibles sin interrupción, tal vez convenga conducirnos con la inercia del que cree que todo está ya hecho y no hay mucha novedad a la que entregarse y en la que descubrirse. No tenemos idea de quiénes somos hasta que algo nos los revela y es entonces cuando percibimos esa epifanía. A veces ver duele. Lo visto posee una serie de valores que se conocen, están compartidos, dijo Barthes. Es esa mirada lúcida, no la acostumbrada, la que no se trabaja, ni se adecenta. Hay una circunstancia en lo que vemos que está agazapada o está oculta: no despunta, no desea relevancia, pero si damos con ella (cuando la hemos hecho propiedad nuestra) no existe nada más. Todo gira alrededor suya, todo lo que vemos es enteramente suyo. Puede ser el pliegue de una escultura helenística en un museo o una cabeza de toro en un cuadro de Picasso. Una manera de andar en alguien que se nos cruza o un amanecer en la ventana del dormitorio cuando el día se apremia en exhibirse y crees que algo maravilloso podría estar a punto de ocurrirte. Que algo maravilloso nos suceda, quizá baste mirar. 

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