A ver se aprende retirando la confianza en que lo se ve. Parte uno de cierta extrañeza, aunque lo contemplado esté adquirido y no dé idea de que algo escondido deba aflorar. Sucede con rutinaria insistencia que todo lo que hemos visto con suficiencia ya no asombra (lo dejó escrito Vicente Aleixandre en uno de sus poemas). También que a fuerza de escuchar si el ruido del mar (si tenemos un piso en el paseo marítimo) hay un momento en que nuestra sensibilidad cancela ese ruido y lo incorporamos al trasiego de ruidos familiares, los que forman parte de nuestra banda sonora, como el de la lluvia cuando se precipita contra el suelo o el de la calle si la ocupan los coches y el runrún de la gente yendo y viniendo por sus cosas. Al arte se le debe dar siempre la condición de lo anómalo. Basta un punto de fuga al que adherirnos que el autor, a sabiendas o ajeno, dispuso en la disposición de sus materiales. Puede ser un poema o una obra escultórico, una fotografía o un vericueto en la forma de atacar el piano para que una nota no conduzca a otra prevista o esperada, sino excéntrica, de una extravagancia diminuta, pero asequible si prestamos atención. Es eso lo que a veces falta: la atención. No es fácil mirar, por más que estamos al tanto de lo que mirar produce. Lo que escasea es la sed de prodigios, las ganas de que los objetos nos hagan cuestionarnos su participación en el entramado de los objetos. En cuanto hemos entrado en ese juego (que no es fácil, que requiere adiestramiento) irrumpe una felicidad inédita, la del descubrimiento de la luz al incidir en una flor que hasta entonces había pasado desapercibida o la posición de un adjetivo en un verso o la manera en que una mujer se ajusta la mascarilla (hoy en el súper) porque las gomas le oprimen las orejas y no está a gusto. Hubo en ese gesto un principio de belleza que se desatiende, por lo común. No somos sensibles sin interrupción, tal vez convenga conducirnos con la inercia del que cree que todo está ya hecho y no hay mucha novedad a la que entregarse y en la que descubrirse. No tenemos idea de quiénes somos hasta que algo nos los revela y es entonces cuando percibimos esa epifanía. A veces ver duele. Lo visto posee una serie de valores que se conocen, están compartidos, dijo Barthes. Es esa mirada lúcida, no la acostumbrada, la que no se trabaja, ni se adecenta. Hay una circunstancia en lo que vemos que está agazapada o está oculta: no despunta, no desea relevancia, pero si damos con ella (cuando la hemos hecho propiedad nuestra) no existe nada más. Todo gira alrededor suya, todo lo que vemos es enteramente suyo. Puede ser el pliegue de una escultura helenística en un museo o una cabeza de toro en un cuadro de Picasso. Una manera de andar en alguien que se nos cruza o un amanecer en la ventana del dormitorio cuando el día se apremia en exhibirse y crees que algo maravilloso podría estar a punto de ocurrirte. Que algo maravilloso nos suceda, quizá baste mirar.
30.9.20
28.9.20
Ocupación de pájaro
De pájaros que se buscan en un espejo y sostienen en esa mirada huidiza como de no saber entender qué están viendo el peso del mundo. Dura una brizna, apenas un chasquido en el baile del tiempo, pero al pájaro se le manumite su condición de pájaro y se le concede otra, no podemos aventurar cuál, tal vez parecida a la nuestra, igual de frágil, quién sabe. Está resuelto en sí mismo, descifrándose. Sus ojos de pronto reveladores conciben las dimensiones del universo en el reflejo que producen. No hay engaño ni se comisiona de hechizo la noticia de esa identidad súbitamente entregada. Luego alzará el vuelo. Entrará en la costumbre del aire y hará los prodigios que suele, a los que no da mayor importancia. Es su cara en el espejo la que le dará zozobra y desconsuelo. Ha adquirido, sin que lo sepa, el mimbre de la tragedia, su metafísica y su certeza. El pájaro se ha dotado de alma.
25.9.20
Matamos poetas
En su origen (son varios y he escogido uno conveniente) la poesía era un recado de la voz. El poeta era un sacerdote dentro de la tribu: se le atribuían cualidades mágicas, estaba en conversación con la divinidad o con las muchas divinidades y traducía al desavisado o al ignorante la música de las estrellas, el ritmo de las palabras, las historias con las que el hombre se reconcilia con el cosmos y consigo mismo. No es únicamente su elocuencia, el hecho de que haga aflorar un sentimiento secreto, una especie de convicción íntima de que podemos entender la manera en que las cosas se ensamblan y avanzan, aunque esa epifanía decaiga (no puede mantenerse, no es materia perdurable) y percibamos que volvemos a sentirnos huérfanos, desabastecidos de esa claridad que nos faculta para comprender el mundo. No hace falta comprenderlo, dirán algunos: basta con usarlo. La vida es a veces un objeto de consumo, una hamburguesa espectacular (comida rápida, veneno inmediato) que entra por los ojos y se zampa con hambre, como si no hubiese nada más que echarse a la boca una vez que le damos el último bocado. La poesía es un artefacto raro, a pesar de todo. Hay quien la confina al empalago, cosa relamida, dulce hasta el desmayo sináptico. Han debido tener una educación lírica pobre o se ha corrompido el gusto por la belleza por ingesta masiva de otras distracciones de fuste menos noble. Porque la poesía es noble, no hay nada suyo que no surta (bien aplicada) un efecto lenitivo del dolor o del fracaso. Ablanda el seso disperso y lo predispone al asombro metafórico, que es (como bien sabe el docto en estos preliminares) el ingrediente indispensable de cualquier desplazamiento cognitivo, sea pensamiento profundo o liviano o banal. De ahí a matar a los poetas hay un trecho caudaloso, pero hay quien no cree que sean sujetos imprescindibles en la construcción de una sociedad armoniosa. Cuando los poetas escasean (o trágicamente faltan) el mundo es menos musical o es menos festivo. Los pueblos sin poetas acaban mercantilizándose (hasta los que los tienen lo hacen) adheridos a esa facción del progreso que consiste en hacer con todo caja y medrar a destajo sin que pueda ser ni siquiera considerado el disfrute sencillo de lo que no espera nada, una brizna de felicidad tan solo, un arrimo de lujuria semántica o estética. De ahí a matar poetas hay un trecho, pero es aceptado que el exterminio de los bardos produce cierto efecto en el pueblo: el de extirpar la imaginación o la de confinarla a un lugar vigilado, estrictamente funcionarial, siempre disponible por la casta regente. También habría que prevenirse contra la poesía mala de rotundidad, la que se regodea en el ripio, la insulsa y hueca, la que se complace en no ahondar y quedarse en la superficie quemada de las palabras, la que no dice nada o lo poco que dice abochorna y hace desconfiar de que exista una poesía buena, menos premiada a veces, que va tímidamente por su camino, ganando secretos adeptos, como una cosecha privada de flores de verdad exquisita. En fin, esa es otra historia. Matar es un verbo serio. No entra que el humor lo reclute y haga chanza de lo que no debe.
La fotografía que ilustra el texto es terrible, terrible y verdadera también.; hace pensar en Federico García Lorca, en Miguel Hernández, en Víctor Jara y en todos los poetas que también cayeron por el desquicio de quienes creyeron que su oficio (escribir) atentaba contra alguna de sus desquiciadas ideologías. Hay sicarios que matan amas de casa o funcionarios del departamento de Hacienda o poetas de verbena de barrio. Que se haga a domicilio certifica cierta idoneidad del ejecutor: no necesita urdir un plan trabajado, seguir al sentenciado, acorralarlo en un callejón y descerrajarle dos tiros o rebanarle el pescuezo. Se puede ir a casa, llamar a la puerta y proceder con la impunidad habitual, sin que nadie ponga más tarde el grito en el cielo. Algo habrá hecho, tendría alguna cuenta pendiente, dirán los vecinos, los desavisados. A veces sucede que se encuentran motivos cuando no los hay. Los muertos despiertan esa narrativa impostada y cruel. Al poeta se le quita de en medio por hacer lo que nadie más hace: contar con los instrumentos de la belleza la ruindad de la realidad o por abrazar la libertad y expandirla como el que abre la ventana y deja que se vuelen todas las palabras que ha ido pensando antes de asomarse. La aberración no es insólita: ha venido sucediendo, no es descartable que volverá a pasar. Un poeta, si se le mata, muere continuamente. También un periodista. Es la palabra la que no se extingue: planea, se difunde, alcanza donde antes tal vez incluso no llegara. Aquí pienso en la idea de mártir, que ha preconizado la sostenibilidad de las religiones y levantado la épica de los discursos que esgrimen. Nuevos brazos y nueva piernas crezcan en la carne talada, escribió el poeta. Las palabras tienen esa virtud: no se arredran, conmueven a pesar del tiempo y de las fosas comunes, alcanza su cénit cuando se pronuncian o cuando se leen, en el momento en que el poeta habla de nuevo. A pesar de que lo mataran, sigue teniendo voz.
21.9.20
Soy el sapo macho alfa y tengo un croar barítono / Redux
De la aversión al odio hay a veces poca distancia. Uno empieza sintiéndose indispuesto al escuchar cláxons en un atasco y termina saliendo a la calle con algodoncitos en los oídos. Lo malo de las fobias es que hacen patria en quienes las padecen. Se enquistan, adquieren rango militar, se envalentonan como si tuviesen conciencia. El mismo hecho de que no se puedan argumentar hace que abusemos de ellas. Yo tenía una amiga que se negaba a ir en autobús. Sostenía que no soportaba el mal olor, la cercanía inevitable de los demás usuarios, la sospecha de que un salido se iba a acercar en demasía, mirarla lascivamente, sacarle con procacidad la lengua y cosas así. Iba a pie a todos sitios porque tampoco podía pagarse un taxi, eso en la idea de que el taxista no fuese un desalmado también. Con el tiempo adquirió una fobia nueva. Se negaba a caminar sola. Soportaba distancias cortas. Iba a disgusto a la panadería o al supermercado, pero volvía rápidamente y entraba en un estado de shock al pensar en la posibilidad de que alguien la hubiese seguido y estuviese afuera, rondándola. Hace un siglo que no la veo, pero la imagino en su piso de soltera (no era de novios, quién sabe si ahora estará comprometida o casada, quisquillosa, recluida en su habitación, pidiendo la compra por internet y buscando en el google algún trabajo que pueda realizar en casa). Pero no me extrañaría que estuviese empastillada, gastados todos sus ahorros en consultas de psiquiatras, a la espera de que alguien sane su cabeza caprichosa.
De tanto odiar a las moscas he terminado por parecer un verdadero sapo. Tengo la cara abotagarda y he notado que mi lengua ha crecido notablemente. Tiene la elasticidad de la que antes carecía y los ojos, a decir del espejo, exhiben una anómala exhibición de anchura que no acaba de ceder y va insólitamente a más. Habiendo sido flacucho, ahora poseo unas caderas de parturienta y la panza amenaza con no dejarme ver los pies que ya apenas sirven a la noble función que el santo patrón de mi especie les confió en la noche antigua de los tiempos. Doy unos saltitos ridículos y lo que pudiera parecer una arcada o un eructo es en realidad el sonido que emito cuando intento croar. Lo hago bien para ser un sapo tan joven. Anoche intenté cazar una de las pocas moscas que quedan al vuelo. Estaba plantada en una cortina y me aposté a su vera. Abrí con desmesura carnívora la boca y lancé el músculo recién adquirido. La tragué sin que mi asco chistara. Tienen un sabor extraño, pero me hecho a él. Lejos de asquearme, me fascina esa textura delicada, en nada grosera. Comerlas es un acto de victoria. Como el guerrero que chupa la sangre de la espada al cercenar la cabeza del enemigo. Es tal el odio que les profeso que el hecho de engullirlas hace que me sienta pleno y dichoso. Como el depredador que antes de dar la dentellada final a su presa la mira y entiende que los dos son la cara y el envés de la misma moneda. La calamidad a la que había conducido mis días felices en la tierra (yo era un eficiente profesor de instituto, yo era amigo leal y un buen hijo para mis padres) se estaba transformando nuevamente. Mi dieta ha hecho de mí un ser nuevo y sublime. Soy el sapo macho alfa de la horda de sapos que han ocupado felizmente mi casa. Ya no preciso la rutina de antaño y no salgo jamás a la calle. Soy el puto amo de mi imperio de moscas. Cuando faltan, abro las ventanas y dejo que se airee la basura. Acuden como un ejército a punto de conquistar un castillo. No saben la trampa mortal, el engaño de mis amigos batracios. A mi amiga, la ermitaña con la que arranqué mi historia, se le pasará su fobia. Volverá a montarse en autobús, saldrá afuera y paseará sola. La conozco, sé que no es dada a costumbres duraderas. Lo mío es de otra naturaleza. He perdido ya completamente las facciones humanas. Ayer mismo se atrofiaron casi del todo mis manos. Este escrito es mi último acto enteramente humano. Ya no pienso como un hombre. Estoy todo el día en la bañera, feliz en mi nueva condición anfibia. Además croo de maravilla. A este respecto debo templar mi desatino porque ya he oído por el patio interior quejas de algunos vecinos. Hasta creo que me he enamorado de una sapo hembra que me mira siempre con muchísimo afecto. Nos separa el tamaño. Somos incompatibles. El amor es injusto. Moriré como un sapo solitario. Esta confesión me justificará ante quienes fueron mis semejantes.
20.9.20
Las moscas tenaces y la escritura febril
Cuanto más se adiestra uno en el arte de fingir más acaba aceptando lo que finge. Se produce un efecto perverso, una especie de adherencia entre lo impostado y lo sentido: la creencia de que nada nos es enteramente ajeno y vamos del pensar ajeno al nuestro con la misma facilidad con la que una mosca se desplaza en un plato de espetos a pie de playa, no sé por qué se me ha ocurrido lo de las moscas, pero no voy a echar atrás y las voy a dejar, no vaya a ser que luego las eche en falta y no sepa el porqué de esa censura narrativa. Se tiene la costumbre de no revisar, quizá por proseguir en el runrún de la improvisación, en ese loco correr como temiendo que volver la mirada haga que tropecemos o perdamos el ritmo o el propósito de la carrera. No creo haber fingido nunca al escribir: hay un préstamo legítimo, el que se hace de otro que anda adentro de uno y no es en realidad propiedad nuestra, como una especie de visita con la que de pronto entablamos una conversación o ella hace un sobrevenido monólogo contra el que no podemos hacer nada y las palabras fluyen (ahora están fluyendo, las oigo ir y venir, siento que me rondan sin que pueda ejercer un gobierno sobre ellas) y no se sabe bien al lugar al que se dirigen o si dirán algo útil o ni siquiera si es la utilidad lo que de verdad saldrá en limpio. Por eso no es fingir. Porque todo nos incumbe. Incluso las moscas atareadas en su danza sin brújula, enfebrecidas por el olor que desprenden las sardinas en el plato.
18.9.20
Mejor mañana
Lo aplazado
Uno aplaza lo que importa, lo va demorando, hace que no cobre la importancia que lo hizo aflorar, ocupar el lugar del que antes carecía. No porque no sepa acometerlo, no por algo ajeno que nos cohíba. Ni siquiera porque la voluntad no alcance a darle un desempeño. Se aplaza, se deja para después, se posterga (me encanta esa fonética, ese ruido como de puerta cerrándose), hablo de un después incluso sine die, por el placer de ir pensándolo, de darle un cuerpo dentro de la cabeza. Como la madre que planea un futuro para el hijo que lleva y fantasea con los ojos que va a tener o qué palabras dirá cuando use las primeras. Se retrasa la felicidad tal vez. Diferida, se insinúa mejor, más convence y engolosina. K. me dijo que lo que no hacemos en el momento dura más, su propiedad es mayor. Se disfruta más con los preliminares, oye uno decir. No suelo pensar en el futuro. Me siento incapaz de hacer planes a plazo muy largo. Los que hago, los pocos que me veo obligado a hacer, se malogran con frecuencia. Va uno aplazando las cosas. A veces creo que lo aplazado es más mío, me pertenece más enteramente, por el hecho de poder administrarlo.
En el fondo es el miedo el que hace que actuemos así. El miedo a que no compense el esfuerzo. El miedo a que el hijo no sea el esperado o que su voz no nos emocione o que sus ojos nos miren sin mirarnos. No sé qué cosas estoy aplazando. Algunas habrá. Se tiene la idea de que no hay problema en eso, en no pensar, en dejar a un lado esas obligaciones morales o lúdicas o sociales. O se las ingenia uno para que no duela o duela de un modo tan suave que no alarme, ni se tenga conciencia de que algo nos rebaja. Leí un poema que refería la dificultad del poeta en conseguir que el poema finalmente se impusiese a la nada en la que estaba. Y venía a decir que el poema ya estaba. Solo faltaba llamarlo. La idea de un lugar en donde todo está almacenado, tutelado, confinado a expensas de que se extraiga me incomoda, me hace pensar en que no haya azar. Sin el azar, sin el asombro, sin la sensación de que algo que no se ha previsto incline a un lado o a otro la balanza de los días. Yo estoy todavía intentado encontrar ese poema. Hay días en que lo atisbo, en que vislumbro una brizna de lo que quiero expresar y el apero de palabras con el que airearlo y hacer que se imponga a la realidad. No es preciso el concurso de la literatura: la vida es un escenario en el que todas esas dilaciones suceden de la forma más normal del mundo y casi siempre suceden a espalda nuestra, sin que tengamos noticia de su transcurso, ni siquiera evidencia de su cese.
Lo procrastinado (con más ánimo moderno)
Hay cosas (prosigo) que se aplazan, no se podría decir por qué. En parte, por haber otras que nos atraen más, pero las más de las veces por no desear hacerlas, aunque estemos obligados y se espere que las acabemos y las entreguemos. Hay una palabra para eso: procrastinar. Es fea con severa avaricia la palabra, pero tiene su encanto fonético. Aparte de fea, incómoda de pensar. Revela la pereza o la indiferencia o la apatía que a veces aplicamos a las cosas. Está más a mano posponer o aplazar, pero gana presencia la entrada incómoda, la palabra larga y la que no se dice nunca bien a la primera. De hecho, si procrastinamos a conciencia, si a todo se le da un retraso o, ya en faena, se le abre un receso, no interesa ni siquiera hablar de ese vicio. Hay cosas que hacemos de las que no tenemos conciencia. Cuando sabemos qué hacemos mal, llegados a ese punto crucial, hay dos maneras de abordar el asunto: la más benigna es la de no darle importancia alguna, observar cómo la bóveda celeste nos regala la luz o la oscuridad y los días transcurren y las noches nos cubren, pero sin marearnos mucho, sin tener la percepción de que hayamos incurrido en un error o sin la constancia de que importe; la otra es dañina, no interesa, acaba por pasarnos factura, hay quien no levanta cabeza y cae en una tristeza de la que sólo sale cuando adquiere otra. Hay tristezas complementarias y las hay excluyentes. Hay duelos tan dolorosos que cancelan la existencia de algún duelo menor que tuviéramos en mente.
Lo abandonado
Tenemos (unos más que otros) la costumbre de no acabar las cosas. Creo que hay voluntad para empezarlas, pero nos distraemos con suma facilidad, encontramos con qué ocupar el tiempo que debiera ser usado en ellas. Les restamos valor, les podamos la parte importante. En un extremo, lo que inventamos para no hacer algo también se queda sin concluir. Es un venenoso efecto acumulativo ése: el de tener cien frentes abiertos en la certeza de que no vamos a cerrar ninguno. Parece que adoramos esa imperfección un poco ffestiva y un poco caprichosa. No sé el porqué de no ansiar el trabajo acabado y el trabajo bien hecho. En el fondo, nada nos ata. Por ahí debe andar la respuesta, si es que hiciera falta una: en la fascinación de la mudanza, en el irrefrenable placer de no tener asiento y de disfrutar tantísimo con la maquinación de las cosas, pero no con su trayecto, con la ilusión de ver cómo acaban. Se procrastina sin malicia, no se busca hacer mal a nadie, sólo se daña uno en todo caso, se perjudica con levedad, como si todo fuese reparable y nada quedará registrado. Se pospone lo que no nos conforta, lo penoso o lo que exige un gasto que no deseamos hacer. Hoy mismo, mientras escribo, estoy posponiendo dos asuntos de casa (domésticos, nada trascendentes) y alguno del trabajo. Me impongo plazos: me digo que esta tarde sin falta o que, a lo sumo, el fin de semana, pero no el sábado, sino el domingo. Todo se deja para el domingo. Quizá por eso luego se afean y no se aprecian. Los domingos los carga el diablo. Todo es culpa nuestra, todo lo estropeamos nosotros, me dice K. Al final siempre terminamos hablando de los domingos o del verano. Ahí también depositamos muchas esperanzas. En esos meses se harán todas las cosas que hemos ido postergando, se harán cumplidamente, se harán con entusiasmo y diligencia. Luego llega septiembre o año nuevo o qué sé yo y la realidad se abrirá paso con su áspera fiereza y veremos (con pasmo, con resignación) que no hemos muy mucho o es poco o incluso nada. Todo se deja para mañana. Mañana es la tierra promisoria, la cuna de la felicidad, el país de la dicha completa, el imperio de la bondad y del confort. Mañana es el territorio de la excusa, la zona de bienestar, la que está lejos del pánico y del aburrimiento, la que promete y nos convoca a la mesa de los elegidos y nos susurra palabras bonitas que nos conforman y cuidan, pero nos acaban abandonando. Ni siquiera ellas saben terminar su trabajo.
15.9.20
En el aniversario de Bill Evans
Alguien me ha hecho recordar que hoy hace 40 años que falleció Bill Evans, mi pianista favorita, mi hombre del jazz principal, si es que hay que escoger uno, no sé a qué vendrá eso de elegir, cuando no hay necesidad. Hay días en que escucho a Bill Evans en tromba. Programo unos discos y mi amado Marantz los restituye a la realidad con pasmoso ardor. Yo creo que mis cachivaches de música están agradecidos y aprecian mi gusto. Tengo la sospecha de que no son ajenos a los milagros que reproducen. Es más: con determinados discos se percibe un esfuerzo por sonar mejor y airear con más brillantez las notas. Cosas que no se pueden censar ni validar con ningún instrumento. Mantengo con ellos una relación inquebrantable de amor puro, sin fisuras ni distracciones. Ahora suena Nardis, antes My foolish heart. Creo haber escuchado esas pieza cien veces, pero la escucha de hoy me está pareciendo inargumentablemente nueva. No se quiebra la solidez del bajo ni hay fragilidad en el piano ni debilidad en la dulcísima tutela de la batería. Habrá quien descrea de este ardor mío. No es tangible si el que lo evalúa está fuera de campo, lejos del ámbito que cubre la invisible cámara que nos persigue y registra. Estamos a expensas de la sensibilidad que seamos capaces de atesorar. Fuera de ella el mundo es quebradizo y áspero. Bill Evans me asiste. Mi Marantz y mis Bowers &Wilkins (25 años de inquebrantable fidelidad las dos torres de sonido) me conducen a una dimensión etérea de la que conozco aún poco. Se va mostrando, pero no seré capaz de recorrerla entera. Vivir es saber que es inagotable. La música es la perfección estética absoluta. No la alcanza la palabra. Ningún libro (ninguno, y amo cientos de ellos) rivaliza con ella.
Tomado de mi galería de favoritos: Bill Evans es el pianista larguirucho con gafas de pasta, rodeado casi siempre por negros, que fascinó a Miles Davis. Un dios hechizado por otro. También es el pianista tóxico que murió a los 51 años por una úlcera gástrica, según unos, o de una insuficiencia hepática, según otros. Murió hasta arriba de droga, sin que ese desorden (el del alcohol o la cocaína empapando su cuerpo) le hiciera flaquear lo más mínimo o le redujera un ápice su voluntad de tocar y de hacerlo como si no supiese hacer otra cosa en la vida. Probablemente no supo. Duke Ellington, Oscar Peterson, Art Tatum, Bud Powell o Lennie Tristano o, colados ya en su finiquito o principiando éste, Michel Petrucciani, Tete Montoliú, Chick Corea, Keith Jarrett o Herbie Hancock forman el exclusivo club de los mejores pianistas del siglo XX. Sólo Petrucciani blanco. Ninguno tan exquisito en desgranar con virtuosa elocuencia y sensibilidad las melodías. Sólo hace falta escuchar Waltz for Debby o Sunday at the Village Vanguard, ambos en directo y con el mismo trío que embelesó a todos los amantes del jazz: Scott LaFaro, en el contrabajo, y Paul Motian, en la batería. El grado de conversación entre el piano de Evans y el contrabajo de LaFaro constituye (aun hoy) un hito en el jazz (o en la música, por no reducir con etiquetas) y una evidencia de hasta qué punto dos personas en un escenario (tres si somos precisos) pueden compenetrarse al punto de que parezca uno el que está tocando ambos instrumentos. LaFaro fue signado por la tragedia. Murió diez días después de grabar Sunday at the Villave Vanguard en un accidente de coche. Luego Evans encontró a Chuck Israels y por fin, a comienzos de los setenta, dio con otro estupendo bajista llamado Eddie Gómez con el que grabó discos excepcionales como Live at Montreux Jazz Festival, el primero que yo escuché, a comienzos de los noventa, hace una vida, pero ese trío fue el favorito del artista y de la crítica. Si el jazz es imprevisibilidad, improvisación y manejo creativo de las estructuras musicales, Bill Evans fue un músico de jazz perfecto. Dominaba la técnica del piano y remozó la importancia de la melodía. Sus standards son todavía piezas mayúsculas, referencias para otros músicos.
Debajo de esa planta formal y presentable estaba el hombre atormentado, el músico tóxico y sublime. Bill cierra los ojos y adopta ese gesto entre la armonía y el cansancio. Junto con Parker, Baker y Coltrane representa la quintaesencia del genio insoportablemente sensible. Devastado por el abuso de las drogas, sin superar la muerte de su padre, Bill Evans volcó en su piano todo su genio creativo, su digitación portentosa y el dominio de las escalas del jazz y también de la clásica. Inseguro, frágil, destructivo, se refugió en la música. Hizo que todo cuadrara. De una fotogenia que fascinaba, mezclando arrogancia y timidez, expresó su vulnerabilidad, su extrema seriedad, el arquetipo del quebranto que produce a veces vivir, más cuando se tiene el numen, la divina inspiración, el soplo del arte, Él tenía ese soplo, no dejó de tenerlo nunca. Se reía poco o nunca. Era otro al tocar, sin embargo. Conversaba consigo mismo, aprisionaba la esencia de la belleza, exploraba con magisterio el secreto de las cosas, como decía Borges. Bill Evans es la pulcritud. Sostuvo siempre provenir de unas ideas muy sencillas y de unas facultades muy limitadas. Su modestia era enfermiza. Jamás dijo nada de sí mismo que indujera la idea de que se gustaba. No conocía la vanidad, tampoco aceptó los halagos. Salía de los conciertos y se refugiaba en la habitación de hotel: rehusaba el agasajo, no deseaba ser el centro de las miradas. Le sobrecogía la fama. Coltrane, con quien trabajó en Kind of blues, el disco inmortal de Miles Davis y del jazz, el más aclamado y que mayor influencia ha producido, no soportaba esa lentitud, toda su apatía emocional. Tampoco que un blanco brillara entre tanto talentoso negro. A él no le importaba, no le preocupó. Sólo deseaba tocar con los mejores. También que no lo molestaran. Yo toco, disfruto, cobro y me dejan ir, parecía decir. En la foto está pensando todo eso: cuánto queda para sentarme otra vez y tocar. Piensa si podrá retirarse discretamente después y pillar algo sin que nadie le importune ese viaje interior. Quizá toque el vals para Debby, la sobrina más famosa de la historia del jazz. Justo cuando el free-jazz tomaba impulso frente al be-bop, que rompía la hegemonía de orquestas que en los cuarenta y principio de los cincuenta habían gobernado el territorio jazzístico, Bill Evans recuperó la fórmula conocida del trío con piano, pero le arrebató la tradicional primacia del piano consintiendo que el bajo y la batería entablasen un diálogo fluido con éste, intermodulándose, creando atmósferas de una comunicación musical hasta entonces no conocida. Ah, y además fue el músico blanco que dejó plantado a Miles Davis: por agotamiento, por buscar nuevos lenguajes, por volar solo.
14.9.20
Descorazonarse
El diccionario es un territorio caprichoso en el que todo se comunica y ensambla, pero hay huecos, pequeñas anomalías que adquieren una insólita capacidad de desamparo o de orfandad. Hay palabras que tienen su contraria y las hay que la rehúsan. Hoy escuché el verbo descorazonar. Lo dijo una señora en la cola de la charcutería. Se sentía (creo repetir con fidelidad) "descorazonado por la mierda del Covid". Aparte del hecho de que el bicho no posee entidad jurídica ni emocional como para echarle en cara su crueldad, advertí que había elegido con mimo el verbo, como si se esmerara en expresarse con pulcritud y temiese no dar con el mensaje correcto. Pensé que nos descorazonamos por variadas circunstancias: le perdemos asiento al corazón, se nos desmanda, obra a su antojadiza capricho y de pronto se vuelve reacio a cumplir las demandas que se le exigen, esto es, la sensibilidad y el afecto o la armonía y el amor, no sé, todas esas palabras grandes que a veces usamos cuando nos ponemos trascendentes, pero luego no nos corazonamos, permitid que incruste aquí el vocablo inédito. Pareciera que el diccionario no precisara que tal operación sentimental pudiera darse y zanjara el asunto con la omisión deliberada del verbo. Los antónimos tienen su propia dinámica semántica y dejan desde el principio las cosas claras para el hablante desavisado, que cree tener una palabra para cada cosa, o es al revés, no sé ahora. La mujer que dio pie al texto (quién sabe si lo lee y comenta, no sabe uno las vueltas que dan las historias) pidió con amabilidad una cuña de queso curado y un cuarto de salchichón y terció a otros asuntos. Al parecer su marido está en un ERTE y se le cae la casa encima. Le he dicho que se saque el bono del fútbol, sentenció. Pero ya no tiene interés por nada. Estará descorazonado, pienso yo. A ver si se anima. Eso es. El verbo es animarse. Tras asistir al vaciado del corazón o a su decaimiento hay que animarse. Qué difícil es confortarse cuando las palabras te abandonan.
13.9.20
Un templo
Algo sucede a lo que no sé dar asiento.
Unos perros a lo lejos conversan sin que se sepa
el desorden que les arrima a la discusión.
La noche está ocupando la blanda extensión del día.
La urgencia de la luz se obstina en desocupar su oficio.
Esa hendidura dulce con la que el cuerpo se vacía.
Unos grillos rivalizan con la música caótica de los ladridos.
La iglesia al final del camino invita a que busque a Dios.
De pronto lo escucho con torpe claridad.
Me hace creer en la incertidumbre generosa de mi espíritu.
Casi brama ahí adentro, pero distingo
en el ruido que incesantemente produce
grillos y perros.
Ahí vamos a ciegas los dos.
Y el tiempo discurre con pasmosa certeza
Y no sabe uno nunca a qué atenerse.
Si a la memoria disponible o al yermo caudal del porvenir.
(Iglesia de Los Remedios, Villafranca de Córdoba)
8.9.20
Pandemia y escuela
6.9.20
Los caballos en Béjar
Mis caballos están en la mesa de trabajo y de lectura de mi amigo Luis Felipe Comendador. Me ha dicho que los lee "con hambre" y le gusta que haya un texto cortito con dedicatoria. Junto al Zippo (del que no se separa nunca) y el viejo Mac en el que habrá escrito algunos de los mejores poemas que este poeta pequeñito haya leído. Está bien mi libro entre esos objetos sentimentales: el Zippo, el Mac, el Winston, el cenicero ejerciendo de cenicero a destajo y los libros (Ezra Pound, qué bien, qué loco estaba, a la vera del mío). Vino desde Béjar a Lucena a leer poemas de su Galería de estrafalarios (al delicado cuidado de Jacob Lorenzo) y a contar cosas del orden del mundo, que está ahora un poco sin brújula. Habló de vida, aunque la trama que hila esa galería sea la de los poetas suicidas, cosas suyas. La poesía hará que todo acabe ensamblándose, una pieza con otra, una vez y otra, en una danza infinita, de eso hablamos en una terraza con un café, antes de que empezara el acto, o a lo mejor fue otra cosa, pero yo entendí eso, cosas mías. Además de escribir tan bien, qué bien recitó sus poemas. Me dijo que ojalá pudiera recordarlos, no contar con el libro en la mano, poder decirlos como el actor que ejecuta un parlamento. Que la memoria, serán los años, ya fallaba. Será lo único. Leyeron con magisterio José Manuel Pozo Herencia y Antonia Jim Rod, y presentó con soltura y emoción Jacob Lorenzo. Un clavinova y un violín (magníficos ejecutantes) hicieron que no faltara la alada música.
4.9.20
Pandemia y desobediencia
2.9.20
Watchmen
Watchmen es el único cómic hasta la fecha que ha ganado el prestigioso Premio Hugo de novela de fantasía y ciencia-ficción. La revista Time la colocó en la lista de las cien mejores novelas de la historia. Transcurre en una realidad distópica (La idea de Moore surgió de Juvenal y su sexta sátira: el poeta romano se preguntaba quién vigilaba al vigilante. Borges, casi dos milenios más tarde, formulaba en el espléndido poema Ajedrez la misma duda: qué dios detrás De Dios comenzaba la trama. En el fondo Watchmen habla de Dios y descree de que exista. El mundo, en Watchmen, en su sociedad justicialista y épica, somatizada por el caos prenuclear y la amoralidad de la comida basura y de la mediocridad estética, es un reloj sin relojero. El mundo es también un lugar en el que ya no hay inocentes y donde la corrección política, su limpieza administrativa, ha provocado la floración de una serie de ciudadanos que se arrogan el derecho a impartir justicia y a defender cierto tipo de moral. Héroes vistos desde la prosaica restitución de sus avatares domésticos, no el rol superheroíco. Héroes criminalizados por la sociedad, convertidos en un residuo de otra época. El enmascarado de los cómics proviene justamente de aquí, de este caldo de cultivo cómplice en el que todo se ajusta a la decencia del individuo contra las tropelías del Estado. En el libro de Moore y Gibbons todo este hilo político se amplifica y alcanza categoría de ensayo sobre la fractura del equilibrio entre las naciones y del fin de los tiempos (con el Doctor Manhattan como único héroe de verdad, émulo en la tierra de Dios, como metáfora del fin de esa inocencia. El propio fin de la historia es un canto hermoso y decadente a la vez a esa fraternidad en la que ya nadie se molesta en incordiar a nadie porque todos comparten el dolor y la miseria de saberse frágiles y vulnerables. El signo de los tiempos.
Watchmen narra la muerte de los superhéroes. Narra esa historia y también una conspiración. Dios no existe o es un nihilista del carajo que anda perdido en sus nubes y contempla el desquiciamiento del mundo que creó y al que ahora se permite el lujo intelectual de ignorar. Dios es el relojero cuántico. El Dr. Manhattan, el mensajero casual, el que intenta razonar los mecanismos de los tornillos, termina en el ascetismo total, eremita puro, como una Santa Teresa de Jesús cuántica, encerrada en el castillo interior del rojo suelo de Marte. Hay tramas abiertas por Moore que no cuajan: muchos frentes, daría para un buen par de tochos con la letra pequeñita de VIctor Hugo. Aquí también hay miserables que pugnan por redimirse, si es con un fajo de billetes, mejor.
Juvenal (es la cultura enorme de Moore la que lo embadurna todo) sanciona en sus Sátiras los vicios de la ciudad de Roma. Los motivos que movieron al poeta latino son muy similares a los que alientan a Moore y a Gibbons. Uno escribiendo; el otro convirtiendo el esplendoroso argumento en una antológica renovación del arte secuencias del cómic, elevándolo a la categoría de Gran Literatura. A la pregunta sobre quién vigila a los que vigilan le antecede una historia de mujeres en la Roma clásica y lo que Juvenal se cuestiona es el grado de fiabilidad de los hombres que las custodian. Si éstos son falibles y caen en la desgracia de permitir, a su beneficio, que la moral femenina sea laxa y mudable, ¿cómo podemos estar seguros de nada? En el politizado siglo XX, en plena guerra fría, a remolque de los superhéroes del cómic Marvel o DC, Watchmen revisa esa fiablidad, ese estado de las cosas en el que la custodia de la moralidad ha sido puesta en entredicho y de cómo la ciudadanía se envalentona y crea gremios de caballeros andantes que enmiendan lo que debería ser corregido por el Estado, que es el verdadero infractor. El profascismo que a veces juguetea en la conciencia cívica de los personajes es la llamada de alarma que los autores activan para ilustrar ese naufragio (el mismo que advertimos en la historia paralela de los piratas, sobre la que luego volveré) o esa orfandad. Una huelga de policías, desposeídos de su oficio, y la masiva reacción de los ciudadanos hace que el Estado promulgue e l "Acta de Keene", que prohíbe las actividades anticriminales de los superhéroes y la inmediata disolución de cualquier atisbo de regeneración de su particular mitología. Es la Administración, con sus políticos y sus comerciantes, que está francamente asustada ante la posibilidad de que su credibilidad mengüe aún más de lo que ya lo ha hecho y el pueblo se alce en contra de sus normas.
Moore y Gibbons desactivan la forma tradicional de leer cómics y obligan al lector perezoso (como define Eco) a estar alerta, a ser cómplice de una serie de recursos narrativos, plásticos y hasta eruditos para abarcar todos los significados (que son múltiples) de la historia. De entrada intercalan abundantes intermedios en prosa (que bucean en subtramas, en los perfiles psicológicos de los protagonistas e incluso en recortes de prensa, en material adyacente que acaba ensamblándose en el texto principal) y crean una historia paralela, simétrica en muchos aspectos, formidablemente engarzada a la principal y que anticipa (en cierto sentido) el trasfondo metáforico de aquélla. La historia de los piratas, que es a la que me refiero, es una perla mayor dentro de la perla gigantesca que es Watchmen. El atrevimiento formal es irrenunciable: Moore y Gibbons actualizan el género del cómic y crean un territorio nuevo o, al menos, jamás relacionado con el hecho físico y cultural de los cómics durante el siglo XX. Por eso, para venderlo con más trampa comercial o para convencer a los reacios o a los descreídos en las funciones del cómic adulto, se acuñó el marchamo culturalista "novela gráfica". Y efectivamente Watchmen es una novela, una que renuncia a la palabra como único vehículo de transmisión de información y se abastece (en paralelo, como un poema al que de pronto encontramos la música perfecta) de imágenes. Ése es el hallazgo que este lector tímido y fascinado ha considerado más revelador: cómo el concepto formato es secundario y cualquier historia, incluso la más compleja y relevante, puede ser contada de otra manera.
En Watchmen hay varios géneros que se imbrican sin destrozo visible, y ya es dificil. La historia de Rorschach es cine negro de primera magnitud, pero la del Dr. Manhattan es ciencia-ficción pura, quizá la más fácilmente canjeable por las historias clásicas de la Marvel que arrasaron durante la Guerra Fría y que todavía hoy, juzgadas y edificadas bajo otros criterios, ocupan las estanterías de las librerías (los cómics ya no se venden en kioskos, ay) y las carteleras de los megacines. La diferencia fundamental del Dr. Manhattan con otros héroes de su guisa (Superman es el más significativo) es que los autores le han investido con un espíritu atormentado que va, conforme la historia avanza, aligerándose en dramatismo hasta que a mediados de la trama el héroe asume su condición cósmica, su indiferencia hacia lo más acendradamente humano. Ahí se produce la primera y más escalofriante ruptura con la escritura tradicional: tenemos un héroe semióticamente completo, uno que está fascinado por el mundo de lo invisible, por la cartografía del átomo, y que se deslinda (dolorosamente tal vez) de lo sensible, de aquéllo en lo que como hombre ha sido educado. Anestesiado a la emoción, huérfano de vida estética, el Dr. Manhattan contempla la creación de algún Dios caprichosamente ausente al que él mira casi de igual a igual. Ambos son relojeros y el mundo es el reloj que ha perdido la causa de su funcionamiento.
A la propuesta de que todo está orientado a la redención del héroe (hay en realidad uno solo, los demás carecen de superpoderes), añado una que yo considero primordial: el empeño de Moore en contarnos la infancia de sus creaciones. Todos los personajes, salvo El Comediante, curiosamente, tienen una biografía a la que podemos agarrarnos para intentar justificar su comportamiento. La más entrañable, la que más se adhiere al temperamento irascible y justicialista que luego advertimos en la trama, es la que corresponde a Walter Kovacks, alias Rorschach, uno de mis personajes favoritos y, casi sin duda, uno de los mejor escritos. Sólo se inclina a la figura de Eddie Blake, El Comediante, cuerdo, cínico, loco. Él representa su concepto de héroe, el que no se arruga ante la adversidad, el amoral con principios, el que más entiende cómo funciona la sociedad y se entrega con más arrebatado entusiasmo a corregir sus desviaciones, aunque ese afán censor contraiga las obligaciones colaterales de matar inocentes o de exhibir a la vista de los demás un marcado carácter crapula, violenta o abiertamente criminal. Su asesinato es el que abre la historia y el que lleva una especie de hilo tenue pero consistente y duro que acaba por llevarnos al conciliador (en cierto modo ) final. El Comediante da una especial consistencia a la trama, pero ningún personaje se la resta. Incluso el primer Búho Nocturno, voluntariamente jubilado de la acción, confortablemente dedicado a la reparación de automóviles, como hizo su padre, instalado en un desvencijado, aunque hogareño, piso sobre el taller en el que trabaja y tozudamente conjurado a escribir unas memorias (Under the hood, mál traducido aquí Bajo la máscara) que ilustren al desprevenido y al ya versado sobre las aventuras de sus amigos enmascarados. O en encaperuzados, si es que nos vale el palabro. Ahora se me ocurre traer el de embozados, pero no quiero citar la pandemia: esto es un texto sobre los Watchmen, vamos a dejar la realidad afuera por una vez, si os parece.
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