12.7.20

Veneno de verano / Un cuento tórrido



1

Muy confidencialmente contado y reduciendo muchísimo el asunto, podría decirse que soy uno de esos tipos que odian el sudor. No de una manera ligera y de chanza, como quien se pone un poco colérico si una mosca se le pone en el brazo o si el autobús pasa justo cuando llegas a la parada. Mi relación con el sudor siempre tuvo un grado de dramatismo absoluto. Quedará claro que no exagero, ustedes entenderán. Por preservarme, suelo rebajar al mínimo mis actividades físicas en época de verano. Son los días en los que no salgo de casa. Me levanto tarde, desayuno zumos frescos, como fruta. Mi split y yo nos entendemos mejor que muchas parejas longevas, de las que saben lo que piensan con sólo mirarse y se acarician con la ternura de un abeja libando la única flor del campo. Debo decir que no he tenido un solo split. De hecho tengo uno por habitación, incluyendo pasillos, cocina y cuartos de baño, y que estoy al tanto de las novedades del mercado por si alguno gestiona el frío de una manera más eficiente. Cuando me agobio en demasía, cosa que sucede con insólita frecuencia, me hago unos largos en la piscina de la casa. Una vez fuera del agua, me desplazo por la sombra de los árboles del jardín (pedí que hicieran un camino de baldosas) y camino muy despacio. No es este desafecto mío por el sudor, que otro consideraría un peaje más del ejercicio físico o del inconsciente verano, mi única rareza. Tengo otras. Las voy intercambiando para que ninguna me afecte más de lo necesario. Sé, no obstante, que es mi aversión al sudor la que en mayor medida malogra patéticamente mi existencia. No hay familia a la que preocupe con mis excentricidades, por cierto. Tengo pocos amigos y no creo que ninguno me haya acabado de entender del todo. Procuro, en lo que puedo, declinar toda invitación que me hacen si el ofrecimiento, que no desoigo en las estaciones frías, me obliga a exponerme al sol. El verano es un mal invento de algún dios caprichoso y rudimentario o yo soy una criatura débil, privada de la voluntad de sacrificio que se aprecian en otras, a las que miro con arrobo.

No alcanzo a recordar cómo empezó todo. Hay una parte de mi memoria sobre la que no poseo habilidad alguna. A veces pienso que nací ayer o la semana pasada. No he dejado de hacer las mismas cosas, no he confiado en las novedades, no he malgastado el tiempo en probar lo que conozco. Básicamente controlo el sudor que transpiro. Casi nada de lo que sucede alrededor de ese hecho capital me afecta apreciablemente. Ni siquiera la comida o el cuidado del ocio. Me satisfacen muy pocas cosas y no soy exigente en ellas cuando las tengo a mano. Padezco un mal frecuente que consiste en no irritarme en exceso por nada, excepción hecha del veneno del sudor, claro está. Este irse dejando, sin aspiraciones elevadas, contemplando la vida como quien asiste a una representación teatral o cinematográfica, cómodamente instalado en una butaca, me permite sobrellevar mejor el problema que sufro y estar alerta y concentrado para cuando se presenta. Todo el peso que he perdido no deja de ser una estrategia combativa. Las comidas copiosas, las carnes rojas o el pescado, las dulces o el mismo alcohol, me hicieron siempre sudar abundantemente. Ese malestar se subsanó cuando limité mi dieta a unas milagrosas ensaladas y a una muy severa ingesta de agua. Frugalidad y ascetismo. Reconozco que al principio, cuando me obligué a dejar de comer alimentos pesados, que indujeran una sudoración inmediata, padecí de manera terrible al punto de maldecir mi enfermedad y hasta deseé morir y abandonar ya definitivamente toda esta ceremonia absurda. Pero encontré un placer inexplicable en moldear mi cuerpo. En unos meses había eliminado toda la grasa, la que provoca el grueso del sudor. Mi cuerpo, flaco de solemnidad, pedía a gritos un médico que lo aliviara. Porque yo mismo, contemplándome al espejo, percibía toda la lástima que inspiraba. Llegado a un punto idóneo, que oscila entre los cuarenta y cinco y los cincuenta kilos, suelo permitirme algún capricho en el menú. De eso se encarga Juana, que es quien se preocupa, aparte de la merecida clavada mensual, de adecentar el piso y de salir y comprar la verdura que necesito o algún extra imprevisto, como un libro, un DVD del videoclub o un portátil nuevo. A Juana le debo la supervivencia. Yo contribuyo con generosidad a que viva bien y se costee también algunos caprichos. Solo le pido que sea discreta y no airee mis manías. Por otra parte, tampoco la veo mucho. Mientras que se ocupa de una parte de la casa, yo estoy haraganeando en la otra. Nos cruzamos en algún momento de la mañana y le doy dos o tres instrucciones nuevas. En todo caso, me molesta que esté al tanto de mis cosas. Me corroe la incertidumbre de que todo lo mío esté ridículamente publicado por el barrio. Ah ese señor flaco que se asoma al balcón. Debe ser un raro de cojones. Pero no puedo desprenderme de ella. No sabría cómo conciliar mi pacífica vida, relajada y atenta, con las servidumbres de la limpieza. Ni se me ocurre pisar la calle en verano o en primavera. 

Otra cosa es el otoño o el invierno. Ahí es cuando me dejo ver. Hago con cierto placer algunas de las obligaciones que detesto en verano, pero evito el trato con los demás. Lo que temo es que el despacho de las rutinas del frío, tan agradables, agraven mi odio al verano, me indispongan de una manera irreversible contra él y tenga que tomar medidas que no deseo. Lo de mudarme, que es la cantinela habitual de todos los que tienen la suerte o la desgracia de conocerme, no entra en ninguno de mis pocos planes. Amo esta casa, la amo como si fuese una extensión de mi propio cuerpo. Amo lo que ella me cuenta, los años felices, antes de que enloqueciera, supongo. Porque una brizna de locura tiene esta peculiaridad mía. Qué hago yo en Laponia, pregunto sin que nadie me escuche. Hablar solo no debe ser bueno. Estoy perdiendo el sentido del humor. La cabeza va detrás. No casa bien esta enfermedad (yo la llamo así a veces) con la alegría ni con cualquiera de sus sonrientes parejas de paseo. No sé cuándo fue la última vez que entablé una conversación agradable con alguien. De mis amigos, de los que tuve, de alguno que aún me visita, guardo recuerdos muy imprecisos. De uno aprecié cómo respetaba todo lo concerniente a mi excentricidad. Comprendía que en verano no aceptase visitas ni saliese a las terrazas de los bares. De otro valoraba que me tuviese al tanto de gente como yo. Somos muchos los bichos raros, le decía. Mi rango en esa escala quizá no fuese radical, pero me estaba destrozando la vida. Aclaro: me la destrozaba entonces. Ahora no hay roto. Subsisto en mi búnker refrigerado. Malvivo, a los ojos ajenos, pero he aprendido a disfrutar con pequeñas cosas. Nadie que no sienta lo que yo podría entenderme. En el fondo, ¿quién entiende a alguien? Anoche, en la radio, en uno de esos programas en los que la gente cuenta lo que le parece, venga o no a cuento, me fascinó la historia de una señora que no soportaba que la mirasen. Lo mío, en comparación, es más llevadero. Todavía no he llegado a esa animadvesión hacia el género humano, aunque no dudo que a este paso la alcance y me esmere en su oficio. Otro oyente refirió cómo evitaba, en lo posible, escuchar las noticias. Todo lo que escuchaba lo postraba en una tristeza enorme, inconsolable. El mundo está mal y yo no puedo hacer nada, decía. Yo poseo otra versión de esta frase: Yo estoy mal y el mundo no puede hacer nada. Tuve la tentación de descolgar el teléfono y llamar, pero no lo hice. Creo que no obtendré alivio al compartir todo esto. Ni siquiera está voluntad mía de hoy al escribirlo me proporciona la armonía que anhelo. 

Llegará el otoño. Me acabo de asomar a la ventana y he visto un cielo gris, un cielo gris y maravilloso. Una brisa levísima me ha invitado a subir a la azotea, como a veces hago, y cenar a la luz de la luna. Temo que brote un acceso de calor y sude. Solo de pensar que vuelva a sudar me da dolor de cabeza. Hace años que no experimento esa sensación. Estoy librando con eficacia mi batalla contra el sudor. Es un enemigo estúpido. No está al tanto de su inmenso poder y carece del sentido del honor. Yo me adiestro con empeño para vencerlo. Esa lucha se ha convertido en el único objeto de mi extraordinaria existencia. En otoño, cuando arrecia el frío, ideo cómo plantarle cara. Apunto los planes, los releo, tacho lo que ya no me convence. Todos estos años de penurias me han curtido bien, me han despojado de la humanidad que tenía, me han convertido en un completo animal. De hecho me comporto como uno de ellos, si es que no lo somos todos. Solo me dedico a sobrevivir. No tengo afición por nada (un libro, un DVD, ensaladas) y no poseo (como antes) cualidades humanas. Yo soy el centro del universo. Ni Dios tengo. No hay credo que me conforte. Mis ensoñaciones son la última parte de lo que fui una vez. Ahí paseo las calles, me siento en las terrazas de los bares, compro la prensa en los kioskos de los parques e incluso me sacudo un almuerzo más que copioso en un restaurante al que solía ir y que ya ni siquiera sé si existe. En mis sueños, aunque no de una manera obsesiva, fornico con asombrosa dulzura. Todas las mujeres me expresan lo complacidas que quedan. Como nunca lo he hecho en la vida real, me encanta esa satisfacción representada en mis sueños. Ya digo que en los sueños no se suda. No en los míos, al menos. Quizá sea ésa la razón por la que duermo tanto. Juana me lo recrimina: Duerme usted más de lo que necesita, vaya al médico, cuánto hace que no va al médico, pero a Juana le hago el caso justo. Viene a ser una especie de madre a la que no se obedece.  La tutora instruida. Yo soy su asignatura. Como no recuerdo a mi madre, ella ocupa ese lugar en mi cabeza. Ni se me ocurre manifestar que le profeso cierta estima, por supuesto. De hecho, no tengo (a mi pesar) a nadie más. 

Pronto llegará el sueño. A veces molesta despertar. Está uno en volandas, izado, desnudo y libre. De mi vientre surje un cordón umbilical finísimo e inacabable. Sé que es parte de mí, pero ignoro en qué lugar muere. O soy yo la parte moribunda y la vida está ahí, a lo lejos, al final del hilo. La madre fantasma. El nido invisible. Me asombra la facilidad con la que uno puede despedirse de todo. Nadie que haya estado en esa zona oscura ha sentenciado lo formidable o lo terrible que es. Insisto en que no tengo inclinaciones religiosas. He sido infeliz sin Dios, pero lo habría sido igualmente con Él a mi vera, conduciendo mi desvarío, tutelando mi progresivo ingreso en su reino. A él me dirijo. No sé si he tomado las suficientes pastillas. Espero que Juana no me encuentre antes de que todo acabe y me saque de casa. Ningún lavado de estómago me privará del placer de vivir eternamente a salvo del calor. La fría muerte me espera. Habrá un ligero temblor y después el sueño se alojará en otro sueño, más profundo y perdurable. 

Dejo esta declaración para que no se culpe a nadie. La he escrito a conciencia. Al final no he podido explicarme todo lo bien que hubiese querido. Ya he dicho que nunca fui un buen lector. Ni he escrito con vocación de qué perdure lo escrito. Ninguna disciplina artística me sedujo. Solo anduve preocupado de exponerme lo menos posible, y ya en el último tramo de mi vida solo quise evitar absolutamente cualquier tipo de exposición. Que suden otros. Seguro que habrá quien disfrute de esa sensación, quien la sienta a diario, pero no la sufra en modo alguno. No fue mi caso. Ya no importa. Ya no estoy. 

2

Juana terminó primero la cocina. Luego preparó un cubo vacío en el que arrojó la lejía y un fantástico producto de limpieza que había visto en televisión. Lejía más letal que la lejía. Olía a perros muertos. Matarratas atómico, por lo menos. Le encantaba probar cosas nuevas. Con tal de que dejara el suelo como le gustaba al señor. No se puede estar toda la vida usando la misma marca. Que fuese caro o no, le importaba poco. O nada. Lo pagaba el señor. El raro. Veinte años sirviendo en su casa, y ni un gesto de agrado. Como si fuesen veinte más. Nadie pagaba como él. De aquella mañana, parecida en todo a las demás, le agradó la levísima brisa con la que paseó las calles de camino al trabajo. El verano, al acabar, invitaba a empezar de nuevo. Le agradaba cambiar el vestuario, pasear a media tarde y, sobre todo, dejar de escucharlo. Un tipo raro, el señor. De los más raros. Claro, que pagando... De esa mañana, en el piso, le desagradó el silencio. Por pequeño que fuese, siempre había un indicio de vida. Un ruido de una puerta al cerrarse. La televisión con su banda sonora hueca. La cisterna del cuarto de baño. Una tos. Tanto aire acondicionado no debía ser bueno. La manía ésa se la curaba yo de momento, pensaba. Los ricos lo son también en vicios que los pobres ni imaginamos, concluyó, mientras organizaba en su cabeza la rutina de la mañana. Hoy una ensalada nueva que había visto en un canal de cocina por YouTube. Lo que no le cuadraba del todo era que no le escuchaba. Ni la tos persistente al morir agosto. Pensó: ahora es cuando no lo escucho, habrá echado cojones y salido. quién sabe. Desde el fondo, sin que se molestase en acercarse, le decía qué debía hacer. Hoy empieza por el jardín. No te entretengas mucho con el salón. Cosas de ese tipo. Cuando Juana entró en la salita, vio el cuerpo en el suelo. Pensó: ahora es cuando veo el cuerpo del señor. El cuerpo con ese par de folios impresos al lado. Lo primero que hizo fue sacar el móvil y marcar el número de emergencias. Luego buscó el mando del aire acondicionado y accionó el stop. El ruido del ventilador cesó. Alguna vez creyó que se volvería loca. Eso de que son silenciosos es una mentira como tantas de las que suelta la televisión. Todos los aparatos acaban haciendo ruido. Incluso los caros. Los servicios sanitarios tardaron poco más de diez minutos. En ese tiempo, le dio tiempo de terminar de recoger el lavavajillas y de abrir las ventanas de todo la casa. Odiaba el frío de esa casa. Lo odiaba de un modo absoluto. Y hoy podía abrirlas. De par en par. Los médicos estaban agachados sobre el cuerpo. Qué mala cara tenía. Y miró el split, en la pared, bien arriba. Entonces agradeció  que acabara la jornada. Volvería a casa, pasearía sin prisa, mirando los escaparates. Mañana tendría que ir a que le tomaran declaración. También le tocaría organizar el tanatorio y el entierro. Por una vez pensó en si el viejo le habría dejado algo. Su cara era la que más había visto en los últimos años. Algo podría dejarle. Pensando en esto, sin caer en la cuenta de si era tarde o si había cogido las calles que atajaban a casa, se le ocurrió que no había limpiado las taza. Al menos no olía. La carta le había quedado muy bien. Estaba francamente convencida de que era el modo en que escribe un hombre. Al señor se le daba bien las cosas de los libros así que nadie pondrá en duda de que era suyo el texto. Escritura viril. Trazos hombrunos. Como si el muerto, el suicidado, fuese el puto Hemingway. En todo caso, estaba ya decidido a cambiar de aires. Con un pellizco de los cuartos del señor. Heredera universal. Fue el sudor cayéndole por la frente lo que le despertó. Vivo está el cabrón, dijo bajito. Entonces dio tres arcadas muy fuertes y tosió como si nunca lo hubiese hecho. Juana, gritó con dificultad, sabes que los splits no se apagan hasta octubre.

No hay comentarios:

Rembrandt es una catedral

  A la belleza también se le debe respeto. La juventud de la fotografía, que ignora que a sus espaldas se exhibe  Ronda de noche , el inmort...