1.7.20

Bosquianadas VI / El jardín de las delicias / El infierno


Los colegios son complicadas maquinarias en los que no puede haber piezas sin ajustar. Una que pase desapercibida o que no se acople con idea puede desbaratar el funcionamiento completo del mecanismo y malograr su eficacia. La labor del equipo directivo de un centro es oscura, no siempre está a la vista, ni siquiera hacen alarde de ella los que la ejecutan, pero irradia la luz pertinente para que no se entenebrezca el conjunto. Son tan numerosas las piezas que el personal que las ensambla tiene todo a su favor para que el trabajo los extenúe. No es oficio pagado con ninguna bonificación a la nómina: no hay dinero que compense ese esfuerzo estajanovista y, las más de las veces, delicado y hasta amonestado. Tampoco ayuda la Administración: con frecuencia desatiende la asistencia que se le solicita. Queda todo en un ejercicio puro de amor a la escuela, ojalá sea así incluso en las circunstancias más desfavorables. No se entiende que alguien asuma la responsabilidad de tener un cargo directivo y no tenga ese deseo de que la escuela medre y todas las piezas de esa maquinaria cuadren y se encajen como las palabras en un soneto. No debe haber una que descabalgue a las otras. Cada sílaba cuenta. Cada aliento cuando el verso de declama. El hecho de que un centro educativo avance es milagroso. Hay tanto trabajo por debajo que cuesta pensar que no haya una puntada sin dar, un deshilachado resto de una costura mal cosida. El traje es el que cuenta. Ahí tenemos a los tres sastres (dirección, jefatura, secretaría): una vez que acaba la confección, nada más echar el cierre al taller, ya andan pensando en qué harán cuando se abran las puertas de nuevo. Si irán a la moda (lo que los gerifaltes barrunten en sus asépticos despachos) o si tomarán iniciativa (Imbroda, el Jefe Mayor, ha dejado hoy caer algo a ese respecto, ay) o si dejarán que la improvisación tome mando en plaza, lo cual no es novedoso: esa es la política común de los políticos, cuele la redundancia. Lo sabe el que lo probó (yo mismo durante cuatro maravillosos y también azarosos y trabajosos años), tener un cargo directivo es una responsabilidad que debiera acometer cualquiera que trabaje en un centro educativo: falta envalentonarse, hacer lo que otros han hecho por nosotros y de lo que nos hemos beneficiado. O no: he aquí el descalabro, el desbarajuste, la dura constancia del trabajo mal hecho. La escuela es una maquinaria compleja, ya lo hemos dicho. El desempeño de su manejo (director, jefatura, secretaría) acaba produciendo cansancio: interesa que rueden los cargos, que se facilite la posibilidad de que cualquier pueda sentirse invitado a cogerlo. No es así. No tienen el predicamento que debieran. No hay colegio que funcione correctamente si no hay un equipo directivo al cargo que lo gestione con entusiasmo. No es un trabajo sencillo, pero ese es el trabajo encomendado, el que se juró o se prometió realizar con absoluta entrega. Todo lo bueno que salga de un año escolar proviene de ese entusiasmo.

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