12.7.20

Nuevo elogio del verano

Lo estival evoca siempre la infancia. Se tiene del verano la idea de que la luz impregnaba los juegos y los hacía invulnerables al desaliento o al fracaso. Se juega para desanimar a la muerte. Eso lo aprende uno cuando no juega, cuando la edad transforma lo lúdico en otra cosa, en un avatar impostado, huérfano de inocencia, aliñado con imperativos bastardos. Recordar los veranos de la niñez es comprender de cuajo todo lo que hemos perdido al crecer, en el ingreso en la edad adulta, tan hermosa y tan comprometida, pero tan veloz. Antes era la lentitud, era la ausencia de velocidad, mejor expresado. Todo era verosímil entonces. Verosímil y fascinante. Está uno enamorado de la vida, sin que se tenga percepción de ese enamoramiento. Está uno limpio de errores, convencido de que no hay lugar al que llegar, día que franquear, mal que apartar, tedio que cancelar. Todo es maravillosamente efímero. Todo es paradójicamente perfecto. Da igual que a lo lejos asomen la experiencia, los amores imposibles y los reales, la tangibilidad de la carne y el triunfo exquisito del pecado.

Viene a galope el dolor de entender la vida o de no acabar de entenderla en absoluto. Viene el caos (bendito desorden) con su ejército de rutinas, con su blasonería de pecados y de culpa. En verano, cuando pequeños, no existe el pecado, ni la culpa. El verano es propicio a la nostalgia de la niñez más que ninguna otra estación. Debe ser el calor, que nos empuja a la calle, a invadir la calle y fundar en sus calles y en sus plazas el reino de la pureza y de la virtud. Somos puros y somos virtuosos cuando no sabemos qué es la pureza o qué la virtud. Si me preguntan, desconozco la respuesta. Si no lo hacen, la sé. Eso lo dejó escrito San Agustín a propósito del tiempo. Viene al caso. 

La luz, plena y rotunda, hace que le demos la espalda a lo oscuro, como pensó Verlaine. La luz con el tiempo dentro, como quiso Juan Ramón Jiménez. El verano es promesa permanente, es la idílica permanencia del júbilo, es el claustro de la beneficencia completa. Después, al caer atropelladamente los años, reclama el adulto a ese niño todavía sin vulnerar, lo llama desde adentro, no sabemos si a satisfacción, a veces con ella, otras huidiza y arisca, como si no desease regresar y prefiriera (románticamente) seguir en el limbo del pasado, entronizada, a salvo del óxido del presente. El tiempo ignora lo que hacemos con él, no se deja invitar por lo que anhelamos, va a su aire liviano o espeso, nos viste o nos desnuda a su antojadizo capricho. El tiempo acalla sus heridas, las rebaja. Siempre irrumpe con fiereza, siempre nos ciega o nos ilumina. 

Pensar en el verano, en el trasiego de sus prodigios, es pensar en uno mismo. Porque el verano estimula la pereza y la endiosa, la colma de atenciones y también la sublima. No jugamos como antaño, no hay columpios, ni albercas, ni noches hechas amparo y dulzor, a resguardo del sol, aguardando que venza el sueño y prorrumpa con su fulgor el día, el día precursor y el día perfecto. No hay juguetes en un patio en la siesta, no hay abrazos con los amigos al terminar el juego, ni una hormiga muerta por nuestra desobediencia cívica, por el deseo infantil de ser dioses de la vida ajena, esa vida minúscula de hormiga elementalísima. Ahora no se nos ocurre matar hormigas. No es ninguna prioridad, no delata nuestra naturaleza festiva de dueños del mundo.

Vivir es asomarse al verano, aunque arrecie el frío, que es una república de lobos. Vivir es un festín estival, aunque ondee la bandera de las sombras. El asombro arrima verdad a lo vivido. El amor (su esencia, su semilla) precipita la luz, privilegia su deliciosa verdad. Hace fresco esta tarde. Eso es nuevo, no está uno hecho a esos agasajos. El viento trae frescor y entusiasmo, la claridad del alma y la pereza del cuerpo.

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