30.12.19
La penúltima siesta del año
Queda a consideración del que decide la pertinencia de su elección. La pesa y mide, observa si le satisface enteramente o si no conviene y cundirá el arrepentimiento. Hay pocas zozobras más lacerantes. Se arrepiente uno a diario, aprende a componérselas y remontar esa pequeña o grande fractura del espíritu. Hay veces en que el error en lo elegido obra a beneficio de quien marra y le depara más tarde, una vez remendado el roto, la fortuna a la que anhelaba, toda esa rendición de festejos y de alborozo de la que tanto se depende para no caer en el tedio ni en la desdicha. Elegir es siempre un asunto al que se le da escaso predicamento en la literatura al uso. No hay prontuarios, ni teorías de los que saben que nos ilustren y allanen el camino. Las instrucciones las elige uno, he ahí el primer escollo, la paradoja. A fuerza de haber elegido equivocadamente en más ocasiones de las deseadas, termina uno por confiar la elección al azar, sin que intermedie el pensamiento medido, la cartesiana elocuencia de la razón. Suele funcionar, qué quieren que les diga. Cosas que no se piensan salen muy bien y las pensadas y pesadas y medidas descarrilan, se aturullan, confunden al que las idea y acaban malogrando toda posibilidad de éxito. No se precisa que el asunto sobre el que se decide sea de fuste y trascendencia. En ocasiones son elecciones irrelevantes, asuntos de una futilidad extrema, pero ay, cómo duele tener que decantarse, matizar el escrutinio, decir este cuando lo que de verdad deberíamos haber dicho es aquel. Da igual que sea un libro que regalar (son ahora días de eso, yo hoy he sopesado esa elección y he sufrido lo indecible hasta que me he inclinado por uno, da igual cuál) o la cantidad de mascarpone que comprar para para hacer una tarta. Todo se bifurca y expande, a todo se le puede asignar un tamaño desmesurado, por pequeño que parezca o certeramente por pequeño que sea. La cosa de menos importancia cobra la importancia mayor y, a la reversa, la de sustancia más trascendente, según irrumpa, adquiere una nombradía menor. Somos así, no hay que darle más vueltas, no tenemos enmienda o la tenemos a toro pasado, que se dice, cuando caemos en la cuenta de que no debió ser esa la manera de hacer las cosas o que pudimos haber hecho lo correcto, quién sabe qué es lo correcto. Ando ahora en la duda de si elegir dormir la siesta (falta hace, anoche caí en el trance bendito del sueño a muy tardías horas) o aplicarme en propósitos de más importancia. Me concederé el beneficio de la siesta. Es un momento dulcísimo, absolutamente recomendable para quien no lo haya probado lo bastante. En fin. Como y me voy.
2020
Hay más cosas por hacer que las que uno ha hecho. Ese propósito es el único con el que debería contarse. La lista de propósitos la manuscribe el azar, podrían ser los del año venidero, no siempre es la idónea, ni ocurriría nada grave si no se acomete. Lo normal es que nada de lo anhelado suceda. Algunos de esos deseos son irreprimibles; otros se piensan sin mucho empeño, un poco juguetonamente, sin saber qué efecto producirán. Hay días que invitan a desmadrarse. Es curiosa la expresión. Viene a reforzar la idea de que es fuera de la tutela materna donde concurre los primores de la diversión. Que las madres nos los coartan o censuran. Es el oficio legítimo. El nuestro tal vez sea desoírlas, no caer en la obediencia ciega del hijo. Desmadrarse es una especie de viaje iniciático, probatorio y lúdico. Luego vuelve uno al feto primigenio, esa moral de inspiración cristiana con la que se nos educó para no salirnos en demasía del tiesto. No todos los deseos son reprobables. Los hay de un candor o inocencia conmovedora. La lista de hoy, la improvisada, es esta:
Asistir a una máster class de balalaica.
Leer a Emily Dickinson en vernáculo verbo.
Ser invitado a un menú degustación de sushi en Tokio.
Visitar en invierno el barrio judío de Praga.
Beber absenta en Boston.
Escribir un soneto en una Underwood número 1.
Ser aquel en cuyos brazos desfallecía Matilde Urbach.
Pisar Tierra Santa.
Abrir una puerta en una película de Lubitsch.
Departir con Dios en un sueño.
Embriagarse a sabiendas.
Bailar con los ojos cerrados una música que solo se escucha en la cabeza.
Pasar una noche en una historia de Stephen King y flotar nada más despertarme.
Tocar el piano como Bill Evans.
Recitar de memoria el poema del ajedrez de Borges.
Ver un unicornio azul en el malecón de La Habana.
Subir al Empire State Building en 1933.
Tener unas palabras con el coronel Kurtz.
Pasar la nochebuena en Bedford Falls.
Pedir un gintonic en el pub Tempo en Priego de Córdoba.
Terminar mi novela.
Escribir un poema en una servilleta de un bar.
Apurar un White Russian en una terraza en Cracovia.
Conversar con mi padre.
Releer la integral de Lovecraft.
Saludar a García Márquez en Macondo.
29.12.19
Todos estamos rotos, así es como entra la luz
Considerada sin apasionamiento, lo cual es perder la elocuencia del corazón, la memoria es un artefacto perverso. Confunde, arrima lo que no es propiedad suya, rehusa lo propio, festeja lo irrelevante, no aprecia lo que importa, va desconsideradamente a su bola, sin que quien la posea pueda en ocasiones ejercer gobierno sobre ella. En cambio, cuando más desprevenido estás, prorrumpe con fiereza, arguye su criba a perjuicio o beneficio nuestro, aunque no discuta la pertinencia de sus decisiones, ni remotamente ceda si alguna es más de nuestro agrado y deseamos hacerla durar. Sucede de idéntica manera si cancela los recuerdos dulces, los que elegimos, todos los que nos construyeron y todos los que nos siguen configurando como personas. Lo somos y es común el trabajo de crecer juntos. No debería esto ni ser apuntado.
Fascina de la memoria su bagaje, el invisible, el que no está siempre disponible, ni se cree pueda todavía existir y hacernos regresar al ayer, el vano ayer que se alimenta del frágil hoy. No sabemos mucho del oscuro mañana. A él lo fiamos todo. Contiene la esperanza, que es la fe de lo cotidiano, la inmarcesible fe en el deseo de que la memoria prosiga su labor metódica y se avitualle de recuerdos. Ellos son lo que tenemos, no más. De ahí la incertidumbre, de ahí la sensación de que todo esto es una especie de préstamo y también la certeza de que tendremos que devolver el equipaje adquirido durante el trasegar de los años. Queda la luz, la luz vibrante en las copas de los árboles, su belleza inalterable, su hegemonía imbatible. Queda su constancia en nuestra percepción de la realidad. Todos estamos rotos, así es como entra la luz. Lo dejó escrito Hemingway, que acabó partido, incapaz de soportar el peso de las sombras. Lo acabo de leer. Es la frase del día. No sé si acabaré olvidándola. No es cosa mía ese prodigio, el de recordarlo todo y a todo darle carta perenne de existencia
27.12.19
Antonio
Carezco por completo de la facultad de hablar de lo que amo sin caer en el sentimentalismo, vicio comúnmente extendido, no exclusivo mío, por otra parte. Siendo uno, por naturaleza, bueno, en lo que se ajusta sin excesos a la idea de bondad, me esmero a veces en no escatimar buenas intenciones, en abrir el corazón y ver qué sucede con él abierto, expuesto, desprotegido. De mi amigo Antonio Sanchez Huertas (Colmenero Villar) no puedo escribir sin que se advierta el sentimentalismo, no hay nada, por más que ahonde, a lo que puede acudir para ejercer algún tipo de crítica, está siempre la sensación de estar en casa, manejando las palabras como si fuesen muebles que nos pertenecen y a los que sometemos a feliz mudanza. Así que en adelante será el corazón el que hable.
El tiempo, que es un bicho cabrón cuando se le antoja retorcer el cuerno, nos ha tenido juntos en los últimos treinta y cinco años. Ahora Antonio le da un aire a Peter Gabriel, pero siempre fue una réplica digna y provinciana de Phil Collins. Todo queda en Genesis. Quienes viven con él, saben lo que continuamente maquina y urde este hombre hiperactivo, positivo, de una resistencia dialéctica sólida, de poco afecto al desmayo o al cansancio, de un humor sencillo y lírico, que no hace jamás un desaire a una conversación en una terraza de un bar, vaciando tercios de cerveza y fumando Camel. Sufre por el mundo y por sus cuitas, por las injusticias, por el precio del salmón, por la educación de Alberto, que es ya mozo grande y bonito y músico, por lo que come Auxy, que es mi hermana del alma, ella lo sabe.
Cuando el sufrimiento no le afecta, en apariencia, en lo que se ve a simple vista, mi amigo Antonio se dedica a organizar el mundo, a inventariar la realidad, a registrar la minuciosidad del día y a manifestar a cielo abierto, en ese teatro enorme, su voluntad de vivirlo todo a conciencia, adrede, sin que nada le quede lejos, sin que lo humano y lo divino crucen a su vera y él, en el roce, no saque beneficio, no exprese su criterio o no rubrique su anuencia o su quebranto. Hay personas en este mundo como Antonio, pero pocas en ese rango sensible, pero no es esa la razón por la que somos amigos, una especie de hermanos sobrevenidos, cómplices en muchas hermandades. En realidad no sé qué razón es ésa. Supongo que si afino la memoria, sacaré unas cuantas de esas razones que ahora, llevado por mi entusiasmo laudatorio, no alcanzo.
Podría contar los bares que hemos cerrado y los que hemos abierto, las audacias verbales en la que nos hemos embarcado por puro amor al riesgo, los langostinos tigre gaditanos de los que hemos dado sabrosa cuenta, por las canciones entonadas con la desafinación previsible. Podría traer aquí la copiosa rendición de los viajes realizados, las gloriosas visitas a Lucena...Luego está Auxy, que merece un libro aparte y en la que, por la influencia turbulenta de su marido, reparo a veces menos, queriéndola igual. Hace veinte años o incluso más escribí sobre Antonio en una columna que yo tenía entonces en el diario Córdoba. No la guardo, no guardo nada de lo que escribo. Antonio la guarda y la recuerda, casi sin falta, en su cabeza. La cabeza de Antonio, con sus grietas y su calva, con su enciclopedia dentro, es un laberinto del que solo él tiene la clave. Un Google con su algoritmo fiable. Dentro están la Segunda Guerra Mundial, la historia de Santa Marina de Las Aguas Santas, la definición exacta de metro, la mitología persa, la historia del proxenetismo en Estambul, las narraciones de nuestro amado Stephen King y el catálogo de proezas y desventuras de cualquier héroe de ficción que haya caído en sus manos.
Tiene Antonio esa incómoda habilidad de acaparar la atención de quien lo escucha, y eso, aunque suena a reproche, es virtud en él. No porque yo le excuse sus exabruptos o porque no sancione su extraordinaria sociabilidad sino porque acomete ese oficio, el de ser una especie de centro de gravedad permanente, con absoluta maestría. De lejos, sin entrar en honduras, uno querría de Antonio el orden, del que yo carezco, la previsión, la certeza de que improvisar, siendo aceptable, no es un asunto recomendable, pero yo no sabría ser Antonio Sánchez Huertas, no podría sobrellevar el peso cartesiano de su cerebro, no sería capaz de llevar dentro el vademécum de las cosas, el inventario desmenuzado de las cosas que pasaron. El pasado es propiedad suya. El presente es un accidente que le da riqueza al verdadero tesoro que tutela, el de la memoria fastuosa, capaz de guardar lo irrelevante y lo magnífico, sin que lo uno y lo otro malogren el ambiente en que conviven, sin que lo etéreo y lo mundano, lo sublime y lo prescindible, acaban a hostias a ver quién es el que manda.
El futuro es una incógnita, como para todos. Él no es metafísico al modo en que lo soy yo, pero porque no se ha puesto. O lo es sin empeño, metafísico doméstico, de cruzcampo a medio terminar y de tapa acabada. En ese aspecto, Antonio es un cordobés de raza, uno antológico, al que se le puede encomendar la vigilancia de las costumbres, la custodia de las tradiciones. Yo siempre dije que en algún momento de su existencia optó por la vía sencilla, la que estaba más a mano tal vez. Por eso dio en trabajó tan joven, por eso no se cultivó en donde debía haberlo hecho, en la universidad, en donde la gente inteligente pule esa inteligencia y la afina. Él anduvo otro camino, no es relevante. Suya es otra universidad de más amplio rango. Nunca le importó eso, nunca deseó echar atrás, perder una sola de las experiencias que la vida le ha entregado en su periplo laboral, tan obsequiado de oficios. No se sabe con seguridad nada. Ni siquiera si mañana vamos a recordar lo que hicimos hoy. He ahí la grandeza de mi amigo Antonio, la que rescata lo que estaba hundido, la que pone a salvo lo que amenaza el fuego, la que pone a la vista lo oculto por las sombras. Son temibles las sombras. Se las teme por lo que tienen de hostil, por lo que nos han vendido en los cuentos, por ignorar nuestra voluntad de luz. Quienes van por la vida apartando sombras merecen elogios.
Este es uno. Lo vierte la amistad, la que nos conduce a la barra de los bares, benditos ellos, nuestros todos. Hemos tenido varios en los que hemos salvado al mundo y el mundo nos ha salvado a nosotros. Habrá más. Bares de cafés muy oscuros para aliviar la torpeza escandalosa del alcohol en la sangre. Bares de muchachas rubias y de pechos firmes que nos miraban (antaño, otros días, otra vida) menos que nosotros a ellas. Fue otra época. Bares con la banda sonora de siempre, la de los éxitos de la época dorada de la radio, antes de que el ébola del mercado lo gangrenara todo. Si no fuese por los bares, no estaría yo aquí, en este día de navidad muy tranquilo, escribiendo sobre mi amigo Antonio. No entran aquí las metáforas y la anchura fantástica del lenguaje. No estará Your song (it’s a little bit funny this feeling inside...) en un cantabile ajardinado, tarde ya, cuando cierran o están a punto de cerrar las calles, en un trío de sonoridad infame.
No están los langostinos conileños, los Jamo coquetísimos, el Pioneer mítico, un par de cientos de cartas escritas no por mí, sino por mi incontinencia verbal, y que los dos, Antonio y Auxy, todavía guardan en cajas, como constatación brutal de mis arrebatos.
En uno de esos bares de tan grato recuerdo para ambos le escribí, levemente achispado, el esbozo de un poema que luego, en detalles, corregí y publiqué en el periódico donde solía. No llevaba título o, al menos, ahora no recuerdo que yo se lo pusiera. Cuenta, en todo caso, la sensación de que el mismo Antonio, en su proceder, en lo que ofrece a los demás, suscita que se escriba sobre su persona. Si me da permiso y alcanza fama en alguna disciplina, aparte de las que ya domina, le pediría que me permitiese ser su biógrafo, quien registre indeleblemente el vértigo y la fiebre, las dolencias y los efluvios, las escaladas a picos muy altos y las bajadas a infiernos muy grises, porque la vida no condesciende a que nosotros le escribamos la trama, la narra ella así antojadizo capricho.
Quedará este volunto mío para que alguna vez lo relea. Sé con completa seguridad que será más suyo que mío en cuanto le eche el primer ojo encima. No se me escapa que habrá pasajes que recuerde íntegramente. Es lo que tiene el cabronazo, que tiene una memoria de muchos teras. No los contamina la nueva información, no hay hackers que los perviertan ni amañen. El poema es este, no pienso mover una palabra, no se me escapa que la cambiare en cualquier ocasión. Las palabras son soldados y aquí está la autoridad que los dispone y les encomienda que nos protejan en la necesidad y en la dicha.
En mi amigo Antonio
abrevan
provincianas, elementales bestias,
alucinados ángeles de su verbo claro.
Siendo como es
dios de su gongorina prosa,
abruma, en ocasiones,
con su parlamento,
y remotos pájaros
le vienen en bandadas,
improvisados y únicos,
y con ellos departe
sobre demiurgos y tanques.
Complacido de su secreta causa
y ufano de itinerarios y laberintos,
Antonio celebra el tiempo
acodado en una barra de bar,
minucioso y sencillo, feliz y glorioso.
Se deja así vivir
ordenando el tráfago del día
en cervezas,
en periódicos,
en un hijo bonito
que le trajo el Atlántico,
en esposa
cómplice en vuelos.
Este poema nos ocupará, bien lo sé,
largas conversaciones en Espuma's,
que ya no existe.
22.12.19
La incertidumbre
Antes no dejaba nunca a película a medio ver o un libro a medio leer. Ni siquiera esperaba a que se cumpliera ese plazo, el de la mitad, sino que me retiraba a poco que encontrase alguna aspereza, una serie de pasajes atropellados o resueltos convencionalmente, escritos o filmados sin esmero. Creo recordar que sentía una especie de obligación que me impelía a finalizar el visionado o la lectura, no caía en juicios hasta que llegaba a la última página o al último fotograma. No sé cuándo renuncié a ese escrutinio generoso y me convertí en un catón íntimo, capaz de cerrar en el tercer capítulo a los pocos minutos de proyección. No me pasa cuando se trata de releer o de rever (no suena bien, pero será correcto); tal vez hay una convicción de la que me valgo para avanzar sin cansancio, en la creencia de que todo lo que disfruté la primera vez va a ser restituido enteramente o, en ocasiones, amplificado, convertido en una experiencia nueva, de la que saldré reforzado, feliz. Se hacen estas cosas (leer, ver cine, escuchar música también) para agenciarnos una brizna de felicidad que, caso de no aplicarnos esas experiencias, no fructificaría. Me encanta sentarme a ver Lawrence de Arabia por tercera vez o emboscarme en las peripecias sensuales del pobre Humbert Humbert a la caza de su idealizada Lolita. El placer consiste en encontrar vino nuevo en los odres viejos. Se embriaga uno con un placer absoluto. Sabe ya a qué sabe, conoce el sublime paso del licor por la garganta y la dulzura de toda la ebriedad que viene detrás. Esta noche he pensado en ver de nuevo Apocalypse now. No hay una razón, no he leído nada sobre ella, ni tampoco nadie me le ha referido y espoleado mi voluntad de tragármela otra vez. Tal vez han sido The Doors. Esta mañana, camino de la residencia en la que está mi padre, he escuchado a Jim Morrison y de pronto he visto una barcaza recorriendo el Mekong y ha sonado The end en mi cabeza, aunque fuera otra la canción la que tenía acoplada a mis oídos. Estaría bien que a última hora, poco antes de buscar el DVD, encontrara otro que me engolosinase más. Esa incertidumbre es maravillosa.
13.12.19
La realidad
Hay cierta dignidad en la pobreza que es más costosa de percibir fuera de ella. Es la dignidad de la vida concentrada en la supervivencia. También la dignidad de las cosas sencillas. En poco tiempo no habrá cosas sencillas: todo se habrá complicado adrede, convertido en un espectáculo circense en el que compiten contrincantes afanados por hacer la pirueta más peligrosa. Seguramente acabaremos perdiendo el valor del silencio o la belleza de la simplicidad. Cuando se tiene muy poco, cambia el modo en que miramos las propiedades. Cuantas menos se tienen, más se conocen. Se sabe si cruje la silla y lo que guarda un cajón. Tiene el pobre esta memoria cartesiana de las cosas. La tiene sin que haya decidido tenerla. Nadie como él para saborear el pan o la leche. No sabemos lo que tenemos hasta que lo perdemos. Borges lo ecsribió mejor: sólo es nuestro lo que perdimos. Pero he aquí al dueño de la vida, aunque sea una vida cogida con los dedos, izada un instante, convertida en algo hermoso y en algo triste a la vez. Porque el niño no puede sonreír con más entusiasmo, pero podemos imaginar el gesto que precede a la risa, lo hemos visto muchas veces, algunas más de cerca y otras, las más, en una pantalla. Lo malo de las pantallas (de la distancia desde donde uno contempla las imágenes) es que no nos incumben en el mismo rango de empatía que la realidad; enfatizan la sensación de irrealidad precisamente, como si no tuviésemos constancia de que pudiera haber algo que no fuese real, tangible y mensurable y de pronto se nos ofreciera con la etiqueta impresa de "falso" y lo miráramos a salvo, sin que duela ni nos incumba. Hay que perder el significado de las cosas para entenderlas nuevamente. A la vida, a fuerza de vivirse, le retiramos a veces el significado. No sabemos nada más allá de lo impuesto por la rutina, la zona de confort que ahora suena tanto. No hay mejor botella de leche ni mejor pan. Ni sonrisa más feliz. Certezas que duran poco. Imágenes sin volumen.
10.12.19
Hay días en que unas luces...
Comprende uno las cosas tarde y casi siempre mal, sin que pueda quedarse con la esencia, esa parte noble que maneja la hondura de la memoria y la valía de la experiencia. De ahí que el oropel de las luces navideñas siga ejerciendo su fascinación antigua, la del niño que observa los prodigios. Está el niño a la espera de que algo de afuera le haga aflorar. A veces se le reprende cuando irrumpe, no se le acoge ni abraza. Se diría que abochorna al adulto, que lo invalida quién sabe a cargo de qué propósito. Son tantas las veces en que esto sucede que uno tristemente concluye con la idea de que el niño que fuimos ha muerto o lo hemos apartado adrede, quizá para no rebajar la imponencia de nuestra fachada. Su resurrección es puntual y casi siempre trae más tarde sonrojo, mala estampa, esa especie de pudor que evidencia la sublimación salvaje de las apariencias. La opulencia de los colores y las luces acaricia la niñez mantenida a recaudo. La rescata, deja que se le enturbien los ojos y se enternezca el corazón. No es cosa que dure mucho. Cuando se apagan y la rutina lo impregna todo, regresa el adulto. Podemos ver cómo son a diario. Son duros. No se ablandan, no exhiben una brizna de fragilidad, no podrían caer en esa desatención de su firmeza. Se nos ha educado para sobrevivir. Todas las disciplinas alientan ese desapego por vivir. El prefijo locativo arruina la felicidad del verbo vivir. Ese “sobre” antecedido informa de un desatino semántico o de un desquicio moral, tal vez ambas cosas sean la misma cosa. Pero hacemos eso: sobrevivir. Todo se traduce en pugna. Avanzamos, sorteamos los obstáculos, nos abastecemos de defensas y pedimos (cuando se nos presenta un receso en ese vértigo perverso) que nos enciendan unas luces por Navidad y nos den abrazos y el fragor de la batalla mengüe unos días. Ni se nos ocurre pedir que la batalla cese. Sabemos que no acabará nunca. El niño la interrumpía a su antojadizo y lúdico antojo. Él era el capitán de sus días. Luego debió llegar Kafka con toda su delirante lírica de entristecido. Tendríamos que hurgar en el niño Kafka. Si tuvo una infancia feliz. Cuándo se fue todo al carajo. Hay un momento en que se descarría la infancia. Se enfanga, se engolfa, se encrespa. Una vez entra en ese rango de las cosas, cuesta hacer que retorne. De tener la manera, otro mundo tendríamos. Sí, es el texto blando e inocente prenavideño. Hay días en que unas luces...
6.12.19
4.12.19
Un árbol con el tiempo dentro
A lo lejos se oyen pasar coches, pero entre ellos y el árbol el silencio lo barre todo, hace suyo el paisaje, entrevisto detrás. Esa propiedad es errática, no se compromete, ni permanece; se ofrece con esa música nocturna perdida ahora en la distancia (cito sin tino a Kavafis) para quien mira y aprecia una brizna de aflicción en su corazón y sabe que no volverá nunca a ver el árbol (ese árbol, no otro, aunque sea el mismo el que se yerga enfrente suya, ahora cito a Heráclito o a Borges) ni escuchará el mismo eco lejano de coches yendo y viniendo por la apartada autovía. No habrá árbol nuevamente ni eco ocupado en distraer el silencio que impregna la oscuridad recién caída. Hay una luz ajena y lúcida también en esa lejanía. Es la vida pulsando las cuerdas secretas del tiempo.
2.12.19
Los cuentos rotos
Algún día todos los cuentos se contarán con las costuras vueltas, se buscará lo que no se dijo, se dejarán de leer con los ojos de la costumbre. Ocurrirá que Blancanieves acaba colgándose de la viga de la casita del bosque. El lobo se zampará a Caperucita nada más verla, sin que intermedie diálogo ni adorno narrativo. La meterá en tuppers y se la servirá cada noche mientras sueña cómo ganarse la confianza de los Tres Cerditos. La Bella Durmiente no despertará jamás. No habrá príncipes. Ninguno podrá besarla. Dormirá eternamente una especie de coma hermosísimo. Peter Pan traicionará a los niños perdidos. Se los entregará al Capitán Garfio. No pedirá nada a cambio. Se dedicará a volar los tejados de Londres en busca de las ventanas abiertas que le permitan ver todos los dormitorios de todas las niñas que se parezcan a Wendy. Tal vez sean otros nuestros niños cuando crezcan si leen otros cuentos. Está comprobado que los de toda la vida (todos los de Perrault y los hermanos Grimm) no les hicieron mejores personas. Sólo hay que ver la prensa a diario. Todos los que cometen las barbaries que nos cuentan fueron los niños que se sabían de memoria los nombres de los enanitos y deseaban que el Príncipe besara a la Bella Durmiente y cancelara con amor el encantamiento. Es cosa de cambiar la trama. Sólo por ver qué pasa. Si no funciona, volvemos a contarlos como antaño y comeremos perdices. Es por probar. De verdad que no perdemos nada. Se acabó endulzar las cosas, hacerlas bonitas, escuchar el gorjeo de los pájaros en los títulos de crédito de las películas de Walt Disney. A los niños hay que decirles siempre la verdad. Lo decían Les Luthiers, unos genios. No hay que engañarles con juegos florales ni con finales amorosos. Viene luego la vida y pone cada cosa en su sitio. De todas formas, qué felices fuimos, con qué ternura abríamos el corazón cuando alguien decía "Érase una vez...". Creo que todo eso se está acabando. No es que las niñas ya no quieran ser princesas, sino que nadie va a besarlas cuando se queden dormidas ni va a sentir pequeñito el corazón cuando den las doce en el reloj y Cenicienta tenga que volver a sus labores.
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