28.8.19

La ciencia de amarse uno mismo



 A Manuel Guerrero Cabrera

La ciencia es también una obra de arte, se la puede mirar con el arrobo que produce la belleza cuando uno se esmera en apreciarla. Lo que suele pasar es que no siempre nos percatamos del prodigio. O que no todos tenemos el mismo canon. Hay quien se extasía contemplando una hoja emborronada de ecuaciones, quien ve en esa manifestación de la inteligencia matemática un objeto artístico, una especie de puerta que, al franquearse, conduce a la sublimación misma de la belleza. Lo mismo que se produce cuando observamos un paisaje invernal a la caída de la tarde o un cuadro de Velázquez, o cuando leemos un libro de poemas de Vicente Aleixandre o contemplamos una película de Kurosawa. Todo está ahí, a mano, ofrecido, a falta de que se franquee la puerta y se pueda apreciar enteramente, sin traba alguna, su contenido. Borges decía que todos éramos teólogos. Que, sin saberlo, todos ejercíamos una teología militante. Que pensábamos en Dios sin que se precisara creer o no en él. Del mismo modo, todos somos sensibles a la belleza. Sin que exista una voluntad, incluso sin una conciencia que la estabule y la juzgue, todos nos inclinamos ante ella cuando pasa. Un filósofo, no sé ahora cuál, no importa tampoco, dejó escrito que es la adoración a la belleza lo que nos convierte en criaturas inteligentes. Por eso la ciencia y el espíritu van de la mano, aunque parezcan divergir a veces. Quizá por debajo todo sean ecuaciones, vectores que se buscan y se encuentran y luego aplazan su abrazo y se alejan. Incluso química: a eso algunos reducen el amor, a la suma de unas moléculas con otras, a ese matrimonio de átomos que fornican en la sombra mientras tú estás paseando la ronda de tu pueblo o preparas un arroz con bogavante o despachas una Cruzcampo de tercio en la terraza. Lo registró Lorca  (Oficina y Denuncia) en su Poeta en Nueva York: debajo de las multiplicaciones hay una gota de sangre de pato. La poesía, cuando es buena, cuenta el mundo. No hay instrumento más eficiente, no cabe otro que haga abrir los ojos como ella. El poeta, al modo que el matemático, abre puertas, ofrece caminos para que podamos acceder a la belleza. Uno (el poeta) tiene esa voluntad de deslumbrar y sabe que las palabras, vertidas con la exactitud que requiere, descerrajan la oscuridad, la revelan, la hacen accesible y pura. Otro (el matemático, el científico, el empírico) carece de esa voluntad, no la tiene como precepto principal, pero al final anhela el mismo objeto, codicia la misma gema, la de la verdad, la del asombro, la que hace que el mundo sea un poco más entendible. Y tal vez los dos (el poeta y el matemático) sean teólogos, teólogos amateurs, sin el rodaje de los libros sesudos, sin la vigilancia de la filosofía, sin su tutela gloriosa. Hay un orden, pero aprendió del caos. Luego está la ciencia de estar con los demás, que tiene sus logaritmos y se deja a veces gobernar, pero no siempre y la ciencia de amarse uno mismo. No siempre sabemos, en ocasiones fallamos, no le damos el tiempo suficiente, ni la voluntad requerida. 

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