Pete Townshend las machacaba a golpes contra el suelo del escenario. Las cogía del mástil y las reventaba a conciencia. Al principio no fue a posta, parece que fue un accidente, un imprevisto, pero no siendo un virtuoso, apreció que no sobraba ese floritura plástica, la de exhibir una pose guerrera, un poco iconoclasta, de inconformista o de anárquico. Jimi Hendrix las quemaba y se quedaba mirando como ardían. Me pregunto qué tendría que quemar uno o a qué objeto le encomendaría la misión de liberarnos, ya que no es de guitarras, ni se va a poner a incendiar el teclado del ordenador o el mando a distancia de la televisión. Se tiene una edad en la que las endorfinas se buscan sin alharacas, procurando no llamar mucho la atención, pero hay ocasiones en las que se querría ser Townshend o Hendrix y aporrear algo. Debe ser una de esas cosas que no se ha hecho en su tiempo y queda larvada, a la espera de que una circunstancia propiciatoria la desenclaustre y nos haga sentir el vértigo de la satisfacción absoluta. Yo encontré anoche ese placer escuchando a Wim Mertens, pero no se enteró nadie. No se me escuchó aullar por la tromba de sensaciones dulces, ni bizqueé, aturdido por la descarga de oxitocina. Me mantuve cabalmente, sin que ninguna evidencia física expusiera el roto producido adentro. En ocasiones, la poesía me transporta a ese sitio al que iba Townshend cuando le daba el subidón en el escenario y se le ocurría incrustar la guitarra en los altavoces o a Hendrix cuando les prendía fuego. Hay muchas formas de salir de uno mismo sin necesidad de hacer ningún viaje astral o acudir a un gurú esotérico o a un chamán o a un sacerdote del barrio. Imagino que cada uno posee su propia receta y se la cocina privadamente o en público. La idea es que alguna haya. Toda esa gente gris que no sonríe nunca y parece que todo el mundo le adeuda algo son los que no tienen nada que les libere del peso de la realidad. Porque mira que pesa la muy jodida. Pesa hasta que se te borran las palabras en la cabeza y solo la miras y asientes con la cabeza y dejas que te invada. No hay quien no sienta ese peso, quien no haya buscado métodos con los que mitigar la presión o hacerla, al menos, soportable. Hay quien escribe sonetos en la intimidad de la noche o quien escucha a Mertens o quien corre por los parques a media tarde. Poseo la capacidad de administrar mis neurotransmisores a capricho. Los hago volar o los mezo, acunándolos, dejando que confíen en mí. Tengo esa capacidad y no la tengo al mismo tiempo. Hay días en los que el ánimo flaquea, en los que no te hace nada Struggle for pleasure, la pieza monumental de Mertens que ahora mismo está sonando mientras escribo esto y son las once cuarenta y ocho y el martes va desvaneciéndose y en casa no se escucha casi nada, poco, no sé, el ruido que hacen mis dedos cuando golpean el teclado logitech negro inalámbrico que me asiste en mis desvaríos y al que le cuento qué mal padezco y qué bien lo cura. No entra en mis cálculos quemar nada, incrustar ningún objeto en otro en donde no corresponda o correr a media tarde.
28.4.15
18.4.15
Hace un mes que no llueve
Tuve un alumno que trabajaba mejor cuando llovía. Siendo bueno en días claros, incluso muy bueno a veces, era excepcional en cuanto caían unas gotas. Si el cielo era generoso, podía llegar a ser sublime. El profesor de matemáticas contaba cómo había resuelto un problema de los difíciles sin apenas esfuerzo. El de inglés no comprendía cómo podía tener una dicción tan precisa o cómo era capaz de expresarse de un modo tan fluido o entender una audición a la que incluso él reconocía obstáculos sintácticos o semánticos insalvables. El día en que más me asombró fue cuando se inundó el gimnasio. El ruido de la lluvia, azotando las ventanas, le excitaba de un modo visible. Se le veía como trastornado, los ojos se le nublaban, le temblaba notablemente la voz, pero no he escuchado a nadie hablar de Leibniz con más soltura. Era imposible escucharle y no sentir un temblor o creer que se trataba de un milagro y de tener el privilegio de estar frente a él, incrédulo y frágil, como un espectador no avisado....
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16.4.15
Maximizando la audiencia / He visto la luz, he sentido su abrazo, tengo fe en la belleza
En cierto modo fui educado con este disco. A la luz de ese disco, conformado a su esencia, crecí y me relacioné con los demás. Escuchado hoy, contemplado veinticinco años después, entiendo que así fuese. No sé qué mal alivió o cuál cura ahora. K. dice que Maximizing the audience es una obra terapéutica, un bálsamo, un refugio, uno de esos discos medicinales que uno se pone en el cielo de la boca y va masticando, en la creencia de que algo hermoso subsistirá en el deglutido, de que la belleza extraña que tutela invadirá la pequeña tristeza con la que se consume. No hay nada fiable a lo que encomendarse en él. Seduce porque de alguna forma te anula como oyente. Jamás una música de apariencia tan fría alcanza un rango de calidez tan alto. Pienso ahora en el imborrable Ramón Trecet, que puso en órbita a este caballero en España. Pienso en mi amigo Safo, en cómo circulaban los discos de Mertens de su casa a la mía, en cómo adorábamos la irreprimible sensación de lujuria sonora de esas melodías atípicas. Pienso en todo lo que sucedió entonces y en lo que está sucediendo ahora. Mertens sigue publicando a tutiplén. No veo al Safo. Trecet no sé dónde anda. Menos mal que tengo el disco del amigo Wim en tres -cada uno a su modo- lujuriosos formatos. La primigenia cinta de cassette, el vinilo y el CD escoltan el minimalismo, maximizado, lo conservan a refugio de mí mismo incluso. Piensa uno en todos esos libros y en esos discos a salvo del tiempo, ambarizados, alojados en un limbo precioso de objetos perfectos. Todos tenemos alguno, algunos tenemos cientos. Los míos son invariablemente libros, películas, discos o fotografías. Todos exhiben la rara perfección de mis vicios. A todos les encomiendo la posibilidad de que mi alma se salve del horror que la circunda. No sé si está salvada. Yo, al menos, me siento colmado esta noche. He visto la luz, he sentido su abrazo, tengo fe en la belleza.
15.4.15
El rey gordo, la reina gorda y K. confesando lo difícil que es ir tirando
Estar atento a toda novedad, no perderse las relevantes, ni las de relleno, las que ocupan más atención en los medios y las que solo se citan a modo de compromiso, pero no prestar atención a uno mismo, me dijo K. anoche. No ver dentro, remarcó. No saber ver dentro, concluyó. Apesadumbrado, me confesó que no podía manejar esa observación personal de un modo eficiente. Habrá cosas a las que no alcance, Emilio. Asuntos míos que no sabré administrar. En cierto modo serán ellos los que me administren a mí. Ellos programarán qué haré durante el día y a qué encomendarme en las noches. Siempre acaba sacrificada la intimidad, siempre se la expone o se vende. Lo privado es la mercancía, la vida interior es la que interesa, con la que se negocia y a la que rebajamos. Se cree que no es indispensable su reserva, que quizá se pueda salir y entrar, ir por ahí y volver a casa de forma impune una vez que se ha entregado, no sabemos bien a qué precio. K. se deja llevar, conversa sin que parezca que hay dolor en lo que dice, pero el dolor se advierte en el tono, en el sonido que las palabras hacen, en el modo en que las pronuncia, esmerándose en que suenen bien, como si la una fonética precisa pudiera ayudar a lo que no alcanzan las palabras. No tenemos forma de decir lo que nos afecta. Cuanto más lo hace, menos estamos capacitados para expresarlo. El verdadero dolor es siempre silencioso. Los días van persiguiéndose, las noches invitan a no pensar, le digo. Los días se repiten. No saben hacer otra cosa. A un día viene otro y unos van borrando las huellas de los que quedan atrás. A lo mejor así no es excesivo el peso del tiempo. Como si a cada jornada inventáramos una vida nueva y la viviésemos y a su término naciese la nueva, brillante, completa, alta y noble. Todo es muy sencillo, me dice K. Pero las cosas demasiado elementales se terminan escapando, son las que poseen más valor y en las que menor interés ponemos. Mañana les voy a contar a mis alumnos un cuento de un rey gordo y de una reina gorda. Sé que no habrá espejos. Sé que tengo que ir pensándolo esta noche. Será sencillo. El rey gordo, la reina gorda y un pueblo feliz que pasea las calles, planta lechugas en los huertos y escucha el ruido que hace la lluvia en las ventanas. Hay que prestar atención, hay que aprender a oírla.
14.4.15
Vivir para siempre
La idea de vivir para siempre arruinó anoche el sueño que estaba empezando a conciliar. Uno no sabe nunca cómo viene una idea y cómo se queda; tampoco el porqué unas duran y permanecen y otras, torpes, irrelevantes, acaban perdiéndose. La que malogró mi descanso no es de fácil acomodo en la cabeza: hace que especules con cientos de vidas posibles que podrías emprender si morir no fuese un obstáculo, pero a veces cuesta llevar una, la propia, empezar el día y terminarlo, sentir que tenemos fuerza para acometer otro nuevo y en ese plan. Hay que haber sido muy feliz, feliz de un modo intachable, para no querer dejar de serlo y no caer en la cuenta de que el tiempo nos frena, nos coarta, nos anula en última instancia. Es el tiempo el que arruinó anoche mi sueño. Querría uno no pensar en nada, no tener nada de lo que preocuparse, no hacer de filósofo ni de narrador. Las noches, las malas, pueden durar todo un día entero. Lo sé bien, quién no lo sabe bien, a quién no se le ha venido abajo una noche por pensar en alguien o por recordar algo. No sabemos bien cómo nos hacemos daños de esa manera, a qué viene rescatar unos recuerdos - los malos, los inconvenientes - y censurar otros, buenos, que podrían beneficiar el ingreso en el sueño. Pareciera que lo que nos motiva es contrariarnos, ir poniendo dificultades, invitar al riesgo y decirlo que pase y nos visite sin prisa. Lo de vivir para siempre podría tener alguna consideración positiva, pero sólo en el caso que podamos ser otro en el trayecto, no necesariamente uno mismo, el que nació y con el que andamos a diario; otro con el que podamos intimar poco a poco, ganando su confianza, restándole importancia a los enfrentamientos.
Ir así probando vidas que no son nuestras, a las que podemos renunciar sin que nos duela en demasía, sobre las que podamos hablar después como si fuesen ajenas, aunque las sepamos nuestras y tengamos de ellas un conocimiento que no posee nadie. Si pudiéramos salir y probar ser otro, si eso fuese posible, no habría guerra con la que demostrar a los demás que somos más fuertes o que nuestros ideales son imbatibles y nobles y los envía Dios o nos son concedidos por designio cósmico. No concilié el sueño, ya digo: fui de un rebaño de ovejas a otro, pongamos. Razoné que la metafísica, la poca o la muy poca disponible, no contribuiría a que yo finalmente me abandonara, cayera en el limbo perfecto del sueño, dejase un rato - el normal - el vértigo y la fiebre del día, el trasegar de las cosas. No es posible estar todo el día invadido de realidad, pensé. No es posible que no tengamos un momento en que cerremos por completo (es un decir eso de por completo) la conciencia. No se puede estar siempre alerta, consciente del ruido que hacen las cosas al caer, atento a lo que nos dicen y pendiente de decir lo que se espera que digamos. No se nos educa para esa intensidad; quizá no convenga, ya digo. Lo dejo así. No temo qué pase esta noche. Tengo con qué distraer la espera. Poseo la voluntad que se precisa para no caer en el abatimiento, en la angustia, en ese dolor pequeño que consiste en no saber qué hacer y en sentirse mal por no saber remediarlo. Igual tengo que leer a Coelho para que me ilustre.
7.4.15
Mi cabeza
Empieza por esta época mi ablandamiento orgánico. Empiezo a renquear por un pulmón o por los dos, según lo atronadora que suene la tos que expulso. Tengo los ojos encharcados o a medio encharcar. Aprecio que no tengo el brío que hace pocas semanas, si es que algún brío tuve. Entiendo que son los peajes de las alergias que me invaden, todos esos pequeños bichos cabrones que me postran. Vean a este hombre debilitado, comprueben lo poco recio de su porte. Percibo esto con nitidez en cuanto pongo el pie el suelo, nada más despertarme. La sensación de que el día va a ser largo o la de que no podrá uno sobrellevar las novedades que se presenten. La rutina se lleva con cierta elegancia. Lo nuevo, lejos de entusiasmar, disuade, No quisiera uno esta fragilidad, pero es el cuerpo el que manda. A él le encomendamos en ocasiones la provisión de los placeres, pero hoy - ayer, no dudo que también mañana - el mío es un accesorio secundario, obstinado en malograr la felicidad que merece mi pensamiento, la voluntad de mis ideas, toda esa maquinaria oscura que ocupa mi cabeza y hace que prefiera el café con muy poca azúcar, la cerveza de abadía o los títulos de crédito de Saul Bass, pero es ponerse mi cuerpo a mendigar atenciones o a publicar molestias y mi cabeza se viene abajo, mi pensamiento flaquea, todas las buenas ideas, las nobles juntamente con las hermosas, decaen, exhiben su lado débil y terminan abandonándose, diluyéndose, haciéndome ver que en realidad nunca estuvieron allí, ni me formaron, ni me procuraron el júbilo que aún recuerdo. Tiene el cuerpo su capricho, obra a su antojo, se esmera en contrariarme a veces, pero luego está el cuerpo dócil, el manso, el cuerpo amable y agradecido, al que se le encienden todas las luces cuando se le asiste. El mío, más de cien kilos de presencia tangible, lleva casi cincuenta- dejemos ahí las cifras por el momento - lidiando con mi cabeza, agradándola a ratos, fingiendo que está de su lado en otras, ocupándose de que no se lamente como oficio y entienda que el dolor es irrenunciable a la condición humana, que incluso el dolor, aplicado sin saña, lo forma, lo viste, lo describe. No sé si soy más de mi cuerpo o de mi cabeza, si es que una cosa y la otra pudieran ir separadas, aunque sea figuradamente; si estoy sano y libre de quebrantos, por un lado, pero mi cabeza navega en mares procelosos y se hunde en simas tenebrosas a diario. Quizá cuente andar en un aceptable término medio en el que se sobrellevan los rigores de la edad y no se enmohece en demasía la cabeza con las grandes preguntas ni tampoco con las pequeñas. Un poco dejarse vivir, podríamos decir. Si he de inclinarme por mantener feliz a uno, si me veo en ese brete - ah qué hermoso vocablo el brete - elegiría la cabeza. Uno viviría infinitamente en su cabeza. Todo, al final, acaba claudicando en ella, alojado en ella. Tengo mi cabeza tan aleccionada que le pide de continuo que no me desatienda el cuerpo y lo contente con los paliativos que se le vayan ocurriendo. Que no lo olvide enteramente. Que si le ocasiona un estropicio no sea irreversible, pueda uno volver a donde le respondieron las piernas o el pecho o el ánimo. Ah mi cabeza, mi país más mío, mi integridad absoluta, mi mayor posesión, mi tesoro. Y si un día se me desquicia, si no la gobierno y va a lo suyo, como un miembro díscolo y travieso, si dejo de escribir y el mundo se me pone oscuro, podrá decir alguien que fui su dueño un tiempo y éramos buena pareja.
6.4.15
Interstellar,
Si pusiese en una balanza lo que me gusta de Interstellar y lo que no, no habría inclinación hacia ningún lado. Es tan soberbia como irrelevante, posee pasajes maravillosos y zonas oscuras, confusas, en las que no hay nada a lo que agarrarse, salvo (tal vez) la fe en la magia del cine, en la virtud de que una historia nos conmueva y nos conduzca a un lugar del que no saldremos nunca. Quizá el cometido más hermoso del séptimo arte o de cualquier otro sea el de procurarnos ese país imaginario, ese reino solo alcanzable a través de la imaginación o de la belleza. De la una y de la otra hay aquí raciones suficientes para considerar Interstellar como una buena película, y probablemente lo sea, pero queda en un espacio intermedio, en un limbo insulso que pide a gritos que Nolan se postule de una vez y decida en qué lugar desea estar: si desea ser Stanley Kubrick o desea ser Ridley Scott. Del primero posee la grandilocuencia, las palabras con peso, la escenografía apabullante y la pulcritud narrativa. Del segundo coge la espectacularidad, la obligación de hacer juegos de artificio, aunque el material pirotécnico no dé más allá de cuatro fogonazos. Interstellar es el campo idóneo para que las dos posibilidades fluyan sin que una coarte a la otra. Hay tramos en donde prima lo etéreo, lo poético, y otros que aceptan la traca, toda esa artificiosa voluntad de impactar y de enredar con teorías peregrinas sobre el tiempo, la gravedad o el amor.
Nolan se reblandece cuando justifica su cine. Porque en todas las películas de Nolan - salvo Memento quizá - hay un lugar para clarificar conceptos, añadir a las imágenes lo que las imágenes no alcanzan. Toda la poética del espacio la desbarata al recurrir a las matemáticas y hacernos pasar por aventajados alumnos de física cuántica, cuando no lo somos, ni pretendemos tal cosa. En el viaje, Nolan hace de Spielberg y hasta de Malick: nos habla del amor, del amor que salvará al mundo y hará que brille el sol y titilen en lo alto las estrellas. Hay que creer en el amor para que la humanidad no perezca. Si el amor falla, se colapsa el universo. El Nolan new age nos vende pastillas baratas de salvación, como post-its de Paulo Coelho pegados al frigorífico, pidiendo que los leamos cuando nos servimos del desayuno. En lo demás, en la parte operativo, Interstellar es un magnífico entretenimiento. No hace Nolan ninguna película que hastíe: tiene el ingenio y también la historia. Desbarra cuando se quiere hacer trascendente (Origen es un batiburrillo colosal que uno traga sin pestañear, dispuestos a aceptar que el cine es magia y es engaño y se es feliz ahogado por ellos), cuando le sale el escritor panteísta y cree estar contando la matriz primera de la existencia, no sé, el punto G del cosmos, el que esconde todas las respuestas a todas las grandes preguntas. Se toma a sí mismo tan en serio que no es capaz de saberse un Spielberg, que hace lo suyo con mucha más solvencia, plenamente consciente de los ingredientes de la impostura, pero sin darle esa aristocracia petulante a veces, de niño listo que enseña física cuántica a los amigos lerdos.
De Interstellar comprende uno menos cosas de las que disfruta. Suele pasar eso en el sci-fi de nuevo cuño, el que se documenta y pretende teorizar y entretener, enseñar ciencia al tiempo que hace caja. Es posible que ambas aspiraciones tengan un lugar en el cine, pero todavía Nolan no ha hecho nada que deslumbre de modo absoluto. No tiene ninguna nave mecida en el espacio por un vals de Strauss ni ha metido a un puñado de aventureros -no eran otra cosa- en un Nostromo y los ha enfrentado a una bestia del espacio profundo. Toda esa valentía formal suya le granjea adeptos. No estoy yo contra Nolan, ni a favor. Memento es una obra de arte, una pequeña obra de arte. Me deslumbró con su Batman, pero una revisión hace que veas las costuras y el producto queda menos redondo. No creo que desee, tan joven, adquirir el rango de clásico, y no creo tampoco que le quite el sueño no haber llegado todavía a la genialidad. Es posible que la tenga. El futuro no se sabe bien qué es, aunque él lo estruje y lo estire y crea que puede contarnos toda la filosofía en dos horas (largas) de paseos espaciales.
5.4.15
El infinito futuro, el infinito pasado
Se lee para saber más cosas de los demás y de uno mismo. En la lectura, aparte de la adquisición de un conocimiento o de la restitución de una historia, hay un componente mágico que no siempre saben argumentar los críticos literarios y al que sólo se accede después de haber leído mucho o después de haber escrito mucho. La lectura y la escritura son instrumentos que narran lo que no sabes de ti mismo. Te abren las puertas que no abrirías nunca si no leyeses o escribieses. No hay garantía de que leer mucho o escribir mucho haga que sepas de ti lo bastante. Incluso cabe la posibilidad de que no extraigas nada de todo esto. Escribir de un modo obsesivo - al modo en que a veces lo hago yo - puede disuadir de la idea de leer de un modo obsesivo. Entiendo que haya quien no haya leído ni escrito nada en su vida o quien no haya necesitado ver cine o asistir a un concierto de música sacra o visitar una exposición de marinas o tocar un piano. La felicidad no precisa de nada y, al tiempo, todo lo precisa. Me suele decir K. que no lee como antes y que sopecha que acabará por no leer nada. No es temor lo que siente. No teme que no vuelva a conmoverle una novela o que un poema le haga sentir la inminencia de la belleza o el temblor de la divinidad. Dice que ha viajado en el Pequod y que ha estado en Comala. Dice que conoce lo suficiente como para poder vivir de esa memoria exquisita.Tampoco ha ido K. a París, ni se le antoja que pueda ir en breve. Lo que no conoce supera infinitamente a lo que sí. Le dije que éramos dos o que todos somos K. en algún momento de la vida. Un personaje de Borges lo dice mejor: ¿Qué te importa el infinito futuro si perdiste el infinito pasado? Me hizo pensar en Roy Batty, el replicante de Blade Runner cuando cita las puertas de Tannhäuser y lo que se perderá en el tiempo como lágrimas en la lluvia. No sé yo qué se perderá conmigo, qué tendré que no se revele nunca si yo no estoy. Imagino que no tenemos nada relevante. Son éstos tiempos en los que un replicante tendría cuenta en facebook o en twitter. Qué hermoso personaje, por cierto, qué poco ha llegado aquí de lo que fue entonces.
4.4.15
El que no sea friki, que levante su espada láser
De lo que no se sabe es de lo que uno habla con más pasión. De hecho no hay ninguna razón, ninguna razonable al menos, para que lleve un par de días con el cuervo de Poe en la cabeza por culpa de este cojín. Este verano no abandoné la imagen de un Charles Baudelaire zombificado que llevaba una muchacha que se me cruzó en un mercado. El hecho de conocerla me hizo pensar si realmente sabía qué llevaba en el pecho, si Baudelaire le había cambiado la vida o no la había modificado lo más mínimo. Uno debe saber con qué se adorna, qué iconos usa para enseñarse a los demás. Quizá por eso yo no tengo en mi fondo de armario camisetas con alusiones a Pynchon o a Wittgenstein. El cojín con el cuervo de Poe es una de esas cosas que aparecen en internet y que te hechizan. Una vez hechizado, no hay vuelta atrás. El objeto persiste dentro de uno, vence los obstáculos naturales del tiempo y del olvido y vuelve en ocasiones, espléndido, como si fuese una extensión del cuerpo o un recuerdo nítido e indeleble al modo en que lo son las caras de los familiares o los lugares en donde se ha sido feliz. Yo soy feliz en un cojín de Poe o con una camiseta de Baudelaire podrido y aterrador. Mi amigo Álex me regaló una camiseta de Walter White que llevé puesta hasta que la canícula se rindió y la ropa adquirió una seriedad de trabajo diario. Mi amiga Ana me trajo otra con el logo de U2. Tengo tazas de café con portadas de los Beatles y de Pink Floyd y una muy Breaking Bad que, al usarla en el desayuno, me vigoriza y motiva como ninguna. Vivimos de los objetos inútiles, de los irresistibles, de los que no pasaría nada si los olvidásemos o no hubiesen caído nunca en nuestra manos, pero con los que recorremos los días con más ardoroso entusiasmo, cubiertos por las cosas frikis, así se dice ahora, que más nos engolosinan. No hace falta que no estén en el ángulo de visión para que se revivan, restituidos con pasmosa credibilidad, impuestos a la realidad como si de verdad estuviesen en ella, frente a nosotros, colmando el vicio que nos produjeron.
(El dueño de la camiseta -y amigo - es José Antonio Ramos )
2.4.15
Agradecimientos
Está bien cumplir años. Es mejor que no hacerlo. Incluso está bien que no haya festejos y que no se soplen velas ni haya una canción a la que sigan unos aplausos y un montón de besos. Los años son un ingrediente de la trama, pero la acortan o la alargan, aplazan sus virtudes o las acercan. Nunca es una mala trama. La otra opción es la insoportable: la de que no haya fechas que consignar, la de no sentir que el tiempo transcurre y nos hace más sabios o más hostiles, más pacientes o más coléricos. Todo entra en lo razonable, no hay ninguna emoción a la que no podemos acudir. De cumplir años agrada la idea de que hay quien lo festeja. Uno lo celebra siempre en menor grado que los demás. Los que lo aprecian o lo quieren a uno le hacen ver que estamos bien en el mundo y de que se nos considera y se nos tiene en cuenta. No es poco. Hay días en los que ninguna de esas confidencias, aireadas en un cumpleaños, en un mensaje en un frío muro de facebook, en una barra de bar con los amigos, en casa mientras desayunas o en el también frío espacio de una llamada telefónica, nos satisfacen. Días en los que todo es gris o todo tiende al gris. Serán buenos esos tonos de gris si luego deparan el esplendor del azul o la luminosa lujuria del rojo. Días grises, días azules, días rojos. Lo de ayer, lo de sentir tantísima gente a mano, cercana en la distancia o en la cercanía, me hizo sentir bien. Ha habido años en los que no he tenido esa certeza de afectos. No porque yo haya sido más áspero o me haya explayado menos en las relaciones sociales. Deben ser circunstancias, cúmulos de ellas: vienen en tropel y te cuentan que la vida existe y la tierra gira. Al final del día constata uno toda esa febril actividad recién clausurada, recula y admite que el día - sin ser de un entusiasmo absoluto - estuvo bien y tuvo sus ratos espléndidos. Todos los días los tienen, aunque no se cumplan años. El año que viene, si andamos por aquí y sigo dejando nota de lo que rumio, el texto será otro. Yo seré otro. Vosotros, otros. Y las fechas corren y los días se persiguen. Bendita la carrera, dulce su itinerario.
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