Sting está envejeciendo a su aire. Es quizá la mejor forma de dejar la juventud, sea eso lo que quiera que sea, o incluso la edad adulta, la que todavía echa la vista atrás en lugar de otear el horizonte. Hegel dijo que los tiempos no siempre van hacia adelante. En ocasiones
no se mueven. En otras van hacia atrás. La idea primaria de la
ocurrencia de Hegel es que el futuro no tiene futuro o que el pasado, a
pesar de lo gris y de lo malo que pudo ser, puede volver y quedarse. A Sting se está poniendo invernal, crepuscular, nostálgico. No parece que en su día empezara a ras de punk, liderara un formidable grupo de rock mainstream (The Police) o fundara una carrera en solitario a la que no le ha quedado ni un solo palo por tocar, desde el jazz voluntarioso, The dream of the blue turtles y Bring on the night, al receptorio de madrigales y otros pequeños caprichos medievalistas o renacentistas (If on a winter's night y Songs from the labyrinth) o ese afecto suyo por el arrimo al pop, asunto que ha desquiciado a quienes pensaban que este hombre huiría del mercado fácil y no sucumbiría a toda esa cantidad de mediocridades que ha facturado su voracidad artística. Porque Sting es un artista, qué vamos a pensar. Uno que se rodea de una orquesta (una distinta a cada ciudad en donde recala el tour) y graba un disco, Symphonicities, que luego fueron dos, de versiones sinfónicas de sus temas. Por eso no es de extrañar que se haya dejado engolosinar por el folk, por la respiración de la tierra.
El primero disco con temas propios en diez años, The last ship es una obra concebida para ser representada, un musical cimentado sobre el declive laboral de una ciudad portuaria, la suya, Wallsend, de la que ya se alimentó en The Soul Cages. El problema de los musicales, una vez que se transfieren a un disco, es que pierden parte de la inspiración que los alentó. Quizá este disco caiga en ese vicio: que las canciones precisen de un soporte teatral, que existan y tengan un sentido completo en la plasticidad de su puesta en escena. En todo lo demás, la obra es un muestrario completo de tradiciones locales, un repaso al cancionero de la Inglaterra a la que no atropelló el rock de los Beatles, de los Rolling o de los Kinks y todo lo que vino afortunadamente después. No sé si le va a Sting el papel de bardo de los astilleros. La crónica social de la reconversión naval ha tenido voces duras, voces críticas con la inoperancia de sus gobiernos o con la vorágine de los mercados, que ya no quieren barcos grandes ni necesitan la mano de obra que los construye y repara.
The last ship es una aventura que mira a Broadway, que no descuida su vocación eminentemente teatral y que, en cierta coherencia, obsequiará a Sting con el afecto y con el desafecto, apuesto que a partes iguales, de un público fiel, pero desconcertado, poco inclinado a que abunden las piezas meditabundas, pausadas, intimistas, abandonando (cada vez es más ostensible este abandono) el perfil rítmico, el lado oscuro, incluso el lado ruidoso. Eso no quita que se esmere y que brille en cortes de una textura delicadísima (August winds, Practical arrangements) y que el todo sea coherente, melódicamente correcto, sin la estridencia que quizá algunos querríamos, sin la brizna de riesgo que supone el regreso al Sting que a mí, en particular, más me agrada, el que se rodea por buenos músicos de jazz, aunque éstos sean excelentes en lo suyo, un folk de consumo rápido, lo suficientemente impregnado de tradición como para que no incomode a los antiguos y se granjee la atención de los nuevos. Todo ese tono entre lo elegíaco y lo danzable favorece la plasticidad de la cosa, la conduce a un escenario y deja que allí se explaye. Seguramente sea éste el lugar en donde este Sting brille. La edad cobra sus aranceles: a él se le ha ido el músculo de la juventud e incluso el pulso brioso de la edad adulta. A cambio, está fortaleciendo su lado sereno, inyectándole el bagaje aprendido, limando las asperezas, dejándolo limpio para que los discos vuelvan a venderse como antaño o las entradas al teatro duren un santiamén en la taquilla.
El primero disco con temas propios en diez años, The last ship es una obra concebida para ser representada, un musical cimentado sobre el declive laboral de una ciudad portuaria, la suya, Wallsend, de la que ya se alimentó en The Soul Cages. El problema de los musicales, una vez que se transfieren a un disco, es que pierden parte de la inspiración que los alentó. Quizá este disco caiga en ese vicio: que las canciones precisen de un soporte teatral, que existan y tengan un sentido completo en la plasticidad de su puesta en escena. En todo lo demás, la obra es un muestrario completo de tradiciones locales, un repaso al cancionero de la Inglaterra a la que no atropelló el rock de los Beatles, de los Rolling o de los Kinks y todo lo que vino afortunadamente después. No sé si le va a Sting el papel de bardo de los astilleros. La crónica social de la reconversión naval ha tenido voces duras, voces críticas con la inoperancia de sus gobiernos o con la vorágine de los mercados, que ya no quieren barcos grandes ni necesitan la mano de obra que los construye y repara.
The last ship es una aventura que mira a Broadway, que no descuida su vocación eminentemente teatral y que, en cierta coherencia, obsequiará a Sting con el afecto y con el desafecto, apuesto que a partes iguales, de un público fiel, pero desconcertado, poco inclinado a que abunden las piezas meditabundas, pausadas, intimistas, abandonando (cada vez es más ostensible este abandono) el perfil rítmico, el lado oscuro, incluso el lado ruidoso. Eso no quita que se esmere y que brille en cortes de una textura delicadísima (August winds, Practical arrangements) y que el todo sea coherente, melódicamente correcto, sin la estridencia que quizá algunos querríamos, sin la brizna de riesgo que supone el regreso al Sting que a mí, en particular, más me agrada, el que se rodea por buenos músicos de jazz, aunque éstos sean excelentes en lo suyo, un folk de consumo rápido, lo suficientemente impregnado de tradición como para que no incomode a los antiguos y se granjee la atención de los nuevos. Todo ese tono entre lo elegíaco y lo danzable favorece la plasticidad de la cosa, la conduce a un escenario y deja que allí se explaye. Seguramente sea éste el lugar en donde este Sting brille. La edad cobra sus aranceles: a él se le ha ido el músculo de la juventud e incluso el pulso brioso de la edad adulta. A cambio, está fortaleciendo su lado sereno, inyectándole el bagaje aprendido, limando las asperezas, dejándolo limpio para que los discos vuelvan a venderse como antaño o las entradas al teatro duren un santiamén en la taquilla.