9.6.11

Los libros del monstruo


 I
Los libros son objetos extraños. Los que leyó Hitler le sirvieron para aventar una guerra y para exterminar al pueblo judío y los fieles a Woody Allen llevamos años luciéndonos con la ocurrencia de que escuchar a Wagner hace que le den a uno ganas de invadir Polonia. Hay lecturas que pervierten el tino y otras que lo subliman igual que hay compañías que nos elevan como personas y otras que nos abisman al caos y al más retorcido de los comportamientos. Leemos para el disfrute pero también para justificar nuestros actos y los de Hitler difícilmente pueden inspirar otra cosa que no sea la repugnancia y el más emponzoñado de los odios. Y a decir de biógrafos (Ian Kershaw) y a lo expuesto en documentos de la época, el Führer era un lector voraz y un lector incluso con cierto grado de exquisitez libresca porque había pocos libros que se hubiesen librado de sus anotaciones al margen, de sus consideraciones más íntimas.
Lecturas propedeúticas, prosa histórica que le informaba sobre el mundo que pensaba destruir. No leyó literatura: la novela es un género infame (debió pensar) en el que los personajes son títeres bajo el influjo del autor. Shakespeare le fascinaba: ahí era donde permitía que la ficción desocupara su alerta hacia lo tangible. Él mismo creó un género del que fue el autor más renombrado: el exterminio de la razón bajo la tiranía del fanatismo, aunque hubo émulos (Mussolini) y hasta cavernarios ascendentes con la misma bilis como sangre (Stalin).





Así que leer no asegura ninguna bondad. Los monstruos también tutelan libros en sus anaqueles privados: los miman, los repasan, los contemplan como el que contempla un preso al que ha enjaulado y del que se sirve para demostrar, en cada visita al calabozo, del inmenso poder que ejerce sobre él. Libros antisemitas, libros sobre ocultismo, enormes tratados sobre cartografía, vida y obras de Napoléon, todo lo concerniente al imperio prusiano o biografías de grandes personajes de la Historia (emperadores romanos, Carlomagno, monarcas). Todos fueron encontrados, hasta casi 3.000, en una vieja mina de sal a las afueras de Berlin por las tropas aliadas a poco de caer la cancillería. La enorme biblioteca fue enviada a Estados Unidos, y en 1.952 fue acogida de forma ya definitiva por la Biblioteca del Congreso. Otros 10.000 volúmenes se cree que volaron a Moscú. Algún soldado pícaro o mitómano o simplemente buen lector debió apropiarse de unos pocos. El azar o la mano ignorante de algún funcionario quiso que buena parte de esos libros fueran relegados al limbo perfecto del olvido: al no haber constancia manuscrita de que fueran con certeza del Führer se dispuso que no constaran en ningún registro y que no ocuparan la misma categoría que otros que, en cambio, sí exhibían anotaciones caligráficas, subrayados o cualquier otra evidencia de que el propio Hitler los había usado.

Comenta Timothy W. Ryback, máximo custodio de estos fondos y especialista en el legado cultural del Tercer Reich, que hasta había algún pelo de su bigote entre las páginas de muchos volúmenes: rumores que fomentan el sano humor. Como si Indiana Jones mismo mirara de reojo, con ese punto suyo de cínica prepotencia, alguna caja distraídamente abandonada en un hangar o en un sótano de la Administración de Obama y pensara (permítanme la ucronía) que todo ese esfuerzo y ese heroísmo no dejan de ser baldíos, inanes, porque el futuro de la ciencia más extravegante o de la arqueología más deslumbrante, la que no debe ser manifestada sin precauciones, yace en la oscuridad, en los archivos más escondidos, en enormes cajas de madera precintadas por un funcionario gris de un gobierno asustado.


II
Echa uno en falta hablar sobre libros de vez en cuando. Se explaya en temas de menos interés personal, alambica la conversación hasta lo inconeniente en asuntos políticos o de índole religiosa pero desatiende lo meramente libresco. Me acuerdo de cierto amigo al que, al contrario, era difícil sacarle de las novelas que leía y de las que estaba a punto de leer. No desbarataba la trama, no caía en revelar los vericuetos del argumento, pero hartaba, hartaba a veces mucho. Incluso cuando lo trataba (hablo del servicio militar, en San Fernando, en Cádiz) sabía que era un ejemplar irrepetible. Hasta ahí, y ya han pasado más de veinte años de esa estancia obligada en los barracones del Tercio de Armada, nadie le ha igualado ni, por supuesto, superado en erudición, en destreza literaria. No tenía ni idea de lo que era un oximorón y carecía de una sólida formación sobre los periodos históricos en los que se desarrollaban las historias que leía, pero su único interés eran justamente eso, las historias, el asombro que producen, la fascinación pura del relato. Le encantaba Stephen King y detestaba la poesía, que consideraba un género muy menor, indispensable para espíritus sensibles, pero escurridiza para afectos rudos, como el suyo, ávido de emociones fuertes, de retruécanos en los argumentos, de abrumadora elocuencia narrativa. Por eso King era el rey de la baraja. Por eso tenía It en la taquilla, junto al petate y su colección de latas de pulpo en salsa americana.

Al pensar en la inclinación literaria de Adolf Hitler y escribir la primera parte del post, me ha venido al recuerdo este compañero de armas, aunque (claro está) jamás entráramos en batalla. Las nuestras eran de cantina en el cuartel, despachando sábados infinitos, haciendo concurrir en nuestro abatimiento existencial elementos exóticos de Salgari, de Stevenson (La isla del tesoro le apasionaba, en eso coincidíamos)  o de Lovecraft. Poe, en cambio, le parecía superable. Se engolosinaba con la literatura de largo recorrido. No disfrustaba del cuento, del que decía algo parecido a que era un apunte de la novela, un esbozo de novela, un ensayo de novela. Igual le pasaría a Hitler: que la literatura de ficción le parecía un apunte de vida, un esbozo de vida, un ensayo de vida. Prefería la carne de la realidad, el tratamiento objetivo de los asuntos sobre los que podía despachar al día siguiente. Por eso (imagino) amaba a Shakespeare. A Ernst Lubitsch no se le escapó esta querencia bastarda y en su fantástica Ser o no ser hace decir a uno de sus personajes uno de los más memorables monólogos de El mercader de Venecia:


Soy un judío. ¿Es que un judío no tiene ojos? ¿Es que un judío no tiene manos, órganos, proporciones, sentidos, afectos, pasiones? Si nos pincháis, ¿no sangramos? Si nos cosquilleáis, ¿no nos reímos? Si nos envenenáis, ¿no nos morimos? Y si nos ultrajáis, ¿no nos vengaremos? Si nos parecemos en todo lo demás, nos pareceremos también en eso…” 



 Coda sentimental
A mi amigo casual, el amante de las latas de pulpo en salsa americana, le importunaba el cine. Veía películas, es cierto, pero sostenía que las historias deben ser leídas. Que leer te permite detenerte, pensar en lo que se va narrando, echar hacia atrás la historia y hasta casi recitarla. Hace más de veinte años que no le veo. Supongo que no habrá caído en el vicio de coleccionar libros de Coelho ni de Bucay. Seguirá con King, que escribe con un ritmo endiablado tochos cada vez más hostiles. No habrá visto El mercader de Venecia. La versión de Al Pacino, la última que vi, me vale. Tampoco habrá leído teatro. Seguro que le aburre. Los libros son instrumentos mágicos, objetos extraños. Nunca sabe uno qué inspirarán a quien los usa. Eso en el hipotético y deseable caso de que inspiren algo.


 





6 comentarios:

Joselu dijo...

Y yo que pienso que la mili era positiva. Al menos la que yo viví fue pródiga en encuentros de todo tipo, pero algunos también literarios. Me estimula la gente no especialmente intelectual que tiene intereses definidos como los de aquel amigo que le atraía Stephen King. Sé que es un buen novelista, al menos al principio, pero no lo leí. Recuerdo que en el campamento llevé una edición de Las once mil vergas de Apollinaire y acabó desencuadernada y distribuida por las camaretas dado su alto voltaje sexual. Era una época en que leía intensamente: a Cortázar, a Lawrence Durrell, a Goytisolo, a Castaneda... En las guardias se hacían buenos amigos (amigos de mili) y se compartían sardinas a la brasa (bien marranas) con morapio peleón. A veces venían chicas al campamento a visitarnos, pero si no venían nosotros nos las apañábamos con la lata de calamares o sardinas y un par de cajas de cerveza. Desde luego no era el mejor de los mundos posible, pero es una referencia que me ha gustado vivir. Mantuve conversaciones muy densas y recuerdo mis guardias al amanecer con el CETME, y la radio por la noche oyendo la caída del Sha del Irán, los atentados de ETA... Daría materia para algún relato si tuviera alguna fortuna narrativa.

En cuanto a Hitler y la lectura, creo que cada vez lo tengo más claro. La cultura no hace a los hombres mejores. Puede hacerlos, es cierto, pero no es una relación directa. Conozco a hombres sin cultura oficial que me dan cien vueltas en calidad humana, y que saben enfrentarse a la muerte sin alharacas. Leer es bueno, no cabe duda, pero ya ves. No sé si has leído Las benévolas. Tener una exquisita sensibilidad no te libra de ser un asesino. Hay tantas trampas mentales que nos trazamos por cobardía, por orgullo, por necedad... que es difícil dilucidad qué es el origen de qué. Y Hitler sedujo a intelectuales brillantes que no podían no saber. En Mi lucha está todo su programa.

Pedro Ramírez dijo...

Y yo lo que pienso es que el verdadero genio del mal, digo el dictador furioso que extermina a los pueblos vecinos y a los que no lo son, es más maléfico cuanto más leído es. Hace poco enías en tu página algo parecido refrente a lo religioso. Hace el mal mejor quien profesa una religión, decía eso más o menos. Y lamdentablemente, porque tengo mi vena religiosa, estoy de acuerdo con ese aserto....

Ana Vázquez dijo...

Me ha gustado un mucho enorme este post, siempre me ha interesado el tema. Igual sí que leemos para buscar una justificación de nuestros actos o por lo menos para encontrar a alguien que refleje nuestra historia y por lo menos parecernos a nosotros mismos algo menos raros. Me ha encantado que incluyas lo de El mercader de Venecia. Un saludo, grande!

Miguel Cobo dijo...

Me deslizaré por el resbaladizo camino del humor burdo (ahora que nadie me ve), descartando tan irresponsable como indecorosamente otros comentarios relativos a los libros, los lectores y las lecturas que tu esplendoroso texto merece. Me curo en salud y te pido excusas a ti y a la concurrencia por permitirme esta "frivolité", por lo demás archiconocida (aunque secretamente espero que no lo sea tanto). Atento al diálogo entre dos amigos.

-¡Libro!, hermosa palabra...
-¡Genial!, me encanta.
- A ti también te gusta leer, ¿verdad?
- ¡¡¿Leeeerrr??!!!!...¡qué va! Es que yo LIBRO los jueves, ¡el mejor día de la semana. Menuda palabra, ¡¡LIBRO!!!!

Y ahora, expúlsame de aquí. Me lo merezco.

Un abrazo

Ramón Besonías dijo...

La paradoja del lector está en el propio Quijote, un bibliófago impenitente, ¿devorado por la ficción o redimido por ella?

Saludos extremeños. Comienza la caló, amigos. El clima pide refresco y siesta. Voy a empezar a entrenarme.

Marisa dijo...

Ya le podría haber dado a Hitler por leer El Quijote...

La locura de Alonso Quijano,animada por la lectura de libros de caballerías, superó hasta a la misma cordura del mundo que le rodeaba, donde la verdad y la libertad se identificaban con la misma locura.

Ya le podía haber dado a este alemán por leer El Quijote y lanzarse a deshacer entuertos... aunque, pensándolo bien, quizás lo leyó a escondidas debajo de las sábanas, y a deshacer lo que se dice deshacer sus entuertos, vaya que salió...

Permíteme que te diga que tu post es una delicia para la lectura cuerda, inteligente y sutil. Y tu(s) coda(s) sentimental(es), exquisita lírica.

Saludos cordiales, Emilio.

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