La necesidad del héroe es como la necesidad de Dios. Está la épica y está la retribución exacta de un mundo perfecto al que podemos acceder y que parece estar ahí a disfrute propio, hecho a semejanza de los sueños que casi nunca se convierten en realidad. Lo que pasa es que la realidad se empecina en aturdirnos, en estropearnos la cuota de felicidad que creemos nuestra y a la que dirigimos todo el empeño de nuestra existencia. El héroe es la extensión fiable de nuestras miserias. A mayor desdicha, mayor aplicación en la búsqueda del héroe. Anoche España se asomó al escenario de los suyos, vio el desfile festivo, gritó el nombre de su país y cantó como nunca he visto yo cantar himnos cerrados de filiación nacional, de orgullo por sentirse español y de júbilo por manifestarlo a pulmón abierto, sin pudor, como si hubiésemos estado acallando ese grito y ahora, por la vía de un gol de un muchacho de Albacete, fuese la hora de airearlo y proclamar su valía, su valor antológico.
Al héroe, como a Dios, se le abraza y se le desabraza con el mismo entusiasmo. Depende de la fuerza con la que uno crea o de la cantidad de derrotas que suframos en la vida. A alguien hay que echarle la culpa de esas derrotas. Lo que nunca es nuestro es la victoria. La ajena, la que puede representarnos, es la que sentimos con más fuerza. Anoche el pueblo se echó a la calle y expresó su españolidad. Luego sabemos que todas las banderas las hacen en Hong-Kong y que el nacionalismo es otra cosa. Lo de ayer no es nacionalismo. Es otra cosa mucho más telúrica, de más hondo pálpito sentimental. Los países se construyen en las guerras y en los partidos de fútbol. La Historia siempre se escribía a golpe de sangre. Ahora esta que ahora manuscribimos, así a pie de calle, viendo a los héroes hablar como nosotros y azorarse como nosotros, no incluye la sangre como texto visible. Da otros contenidos: el valor, el empuje, la constancia, la creencia de que nadie, en principio, vale más que nosotros sólo porque nunca hayamos creído en exceso en nosotros mismos. Más que "podemos", ese grito demencial al que nos han acostumbrado desde hace dos años, debemos decir "creemos". Yo, que soy un descreído, he advertido en este relato veraniego de lujuria óptica y emocional que se puede creer en cualquier cosa que nos restituya la felicidad perdida, el entusiasmo perdido, el amor propio perdido en algún recodo de la Historia. Valores olvidados han sido rehabilitados por obra de un deporte magistral y de un equipo iluminado que, a fuerza de ser templados y de ofrecer siempre arrojo, determinación y talento, han iluminado también una sociedad que se estaba hospedando en un gris sospechoso, en una tristeza a la que hemos convidado a vivir con nosotros y que se estaba haciendo fuerte. Me temo que el tiempo devolverá todo al sitio en que estaba antes de que Iniesta taladrara la portería de ese gigante holandés cuyo nombre me recuerda vagamente a una marca de cerveza alemana.
Lo que ha pasado en este tórrido inicio de verano es que han venido los héroes del fondo mitológico de nuestras pasiones y nos han amenizado la grisura de estos tiempos con un vendaval catódico de gestas universales, y eso lo decimos a sabiendas de que algunos interesadamente han insistido en la raíz catalana de este espíritu español, como si pudiéramos parcelar el mérito de un equipo y someterlo enteramente al lugar en el que crecieron o en donde viven sus integrantes. Se es andaluz o se es catalán azarosamente. Los países son azar puro vendido como cromosoma inextinguible. Uno está siempre a expensas de que lo nazcan en uno sitio o en otro, que lo conduzcan de una manera o de otra, que lo eduquen con uno u otro criterio y que le enseñen unos ideales u otros. La propia religión es un vértice de este azar convulso en el que estamos. Se es cristiano por nacer a la vera de una iglesia o se es budista por nacer a la vera de un templo o se es agnóstico, ateo o laico por leer esto o aquello o por tener a mano a agnósticos, a ateos o a laicos que de también de una u otra manera nos tatúan una forma de comportarnos, un sentimiento, un modo de estar en el mundo.
Anoche (insisto) estuve feliz viendo a eso de la medianoche en televisión el homenaje que el pueblo le daba a estos valerosos que han inundado las calles de un júbilo extraño, mitad metafórico, mitad mundano, dándole horas de trabajo a los sociólogos de oficio y a los aficionados, creando estados de opinión estables sobre la naturaleza caótica de la patria, enseñándonos a convivir cuando hace un mes costaba hermanar pueblos limítrofes, calles aledañas, vecinos de puerta. Todo se contaminaba de esa aversión natural a exhibirnos limpiamente, a contar que somos de un lugar y que nos enorgullece esa pertenencia. Pronto estaremos de nuevo en donde estábamos. Nos acordaremos de Iniesta de cuando en cuando y pensaremos en esta travesía por la alegría como algo enciclopédico, anecdótico: "En ese mes de julio fuimos los mejores, ganamos el Mundial..." Poco más. Vivimos en el hoy percutido por el ilusorio mañana: vivimos en ese limbo sin aristas, en ese voluntad de juntarnos, de sentirnos parte de un todo, aunque ese todo haga aguas, se hunda a poco que descuidemos el trabajo, toda esa tira de encomiásticos deseos a los que acudimos para salvar el barco. Éste se llama hoy Iniesta, se llama Casillas, se llama Xavi, se llama Del Bosque, y lo coronó un beso global que le dio un portero a una periodista antes los ojos del mundo. Viva la vida, viva el amor, viva el fútbol.
Ah, escribí ayer desde Lucena, hoy escribo mil kilómetros mal al norte, que iba a estar unos días sin escribir. Se ve que no era cierto. No sé cumplir mi palabra.
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