El próximo 18 de Junio Sotheby's subasta la cuartilla en la que John Lennon registró la letra de A day in the life, el corte que cerraba Sgt. Pepper's Lonely Heart Club Band. Siempre que pasan estas cosas, que alguien de pronto pone en circulación algo que estaba perdido y a lo que se le da un valor indecente (rondará el millón de dólares, según recogen los diarios), pienso en el hambre en el mundo. Pienso en la injusticia y en lo indigno. Que alguien suelte esa pasta y presuma, en fiestas con pedigrí, en la que casi todo el mundo tiene algo de lo que presumir y que posiblemente todo el mundo querría tener. No sé qué haría yo con la letra de mi canción favorita de los Beatles. La miraría con arrobo como miro las Obras Completas de G.K. Chesterton, en una edición de Plaza y Janés del año 61. No me molesta que otros aficionados a Chesterton compartan conmigo la posesión de ese libro. Es más: me produce una satisfacción erorme sospechar que en algún lugar del mundo, quizá a la vuelta de mi casa, en el bloque de al lado, alguien que no conozco lo abre por la página 1.463 y lee El hombre de las cavernas.
Ahí Chesterton formula la idea de que vivimos en un mundo extraño, pero no de una manera astronómica, sino de un modo sencillo y familiar. Luego Chesterton imagina que Dios escribe un libro sobre el hombre. Libros sobre Dios escritos por el hombre hay miles. Se solaza de que la idea le pareciera blasfema a su editor. Me pregunto, al hilo de Lennon y de Chesterton, qué pensaría el finado John si descubriera, allá en la inconcebible atalaya desde donde nos mire, las tropelías comerciales que se realizan sobre sus manuscritos. Creo que disfrutaría infinitamente si tuviese conciencia exacta de su trascendencia en la cultura popular del siglo XX. Y tampoco sé qué pensaría sobre ese anuncio televisivo en donde le cogen prestada la voz y la incrustan en un atrezzo ajeno, en un discurso al que no se arrimaría. Igual mañana encuentran una hoja manuscrita por Chesterton donde confesara, en ese estilo suyo entre lo ameno y lo maravillosamente protocolario, su adicción a literatura de más baja estofa. O leemos, entre el asombro y la fascinación, que en sus últimos años se hizo incrédulo y se dio de baja en las filas cristianas. Seguro que Juan Manuel de Prada se queda de piedra.
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