Hay que ser muy atrevido y saber contagiar tu atrevimiento al espectador para perpetrar un atentado estético de este calibre. A su fin, cuando el cancionero de Lennon y McCartney ha terminado y uno experimenta la sensación del deber cumplido (ya saben, un par de amigos recomendándomela con tozuda pasión) Across the universe no es tan infame como habrían querido nuestros abundantes prejuicios de fan beatle.
La película bordea el aplauso y el ridículo a partes lamentablemente iguales, pero sale milagrosamente a flote. Incluso hay momentos de locura naïf y la jubilosa evidencia de que esas canciones pueden salvar el alma de cualquier naúfrago. Julie Taymor, la infractora, la narradora omniscente que pilla con alfileres mediáticos Vietnam, las flores del amor y la balada lisérgica de los héroes de Woodstock y monta un espectáculo meritorio, más psicodélico que narrativo, en el que hay una contracultura intoxicada de modernidad, escrita en el siglo XXI (se nota) pero con la mirada vuelta a los felices y musicalmente perfectos sesenta, decada de rock y amor, de justicia con barricadas y sexo anfetamínico. Todas las turbulencias del amor de Lucy y Jude, felices en su burbuja de acordes, quedan en un ameno pasaje de la Historia, en un precipitado cocktail de cinefilia, mitomanía y ojo comercial.
No sólo el Cirque du Soleil ha acudido al recetario de los de los Fab Four: también el cine sabe amarrar materiales nobles. A diferencia de otros musicales (ésta, a su manera, lo es) Across the Universe nace de las canciones de los Beatles: son esas canciones las que formulan el territorio estrictamente dramatúrgico. Los personajes se crearon para que cantaran las canciones, pero esa opulencia visual muere conforme la historia va creciendo y todo lo que presentíamos (mi amigo K. ya me advirtió, pero tuve que desoirle) se cumple con absoluta eficacia.
Para oir a mis Beatles no hace falta entrar en un cine: tengo Rubber Soul, tengo Sgt. Peppers, tengo Abbey Road, tengo Let it be, tengo el disco blanco. Todo lo demás es una montura falsa, un espectáculo en todo caso de segundo orden cuando el material que lo fundamenta está a nuestro alcance y nuestro imaginario no precisa de estas píldoras efectistas, bien hechas, por supuesto, facturadas desde el amor y desde el respeto, pero inermes, en el fondo, carentes del pulso emocional que debería haberlas orientado.
Para oir a mis Beatles no hace falta entrar en un cine: tengo Rubber Soul, tengo Sgt. Peppers, tengo Abbey Road, tengo Let it be, tengo el disco blanco. Todo lo demás es una montura falsa, un espectáculo en todo caso de segundo orden cuando el material que lo fundamenta está a nuestro alcance y nuestro imaginario no precisa de estas píldoras efectistas, bien hechas, por supuesto, facturadas desde el amor y desde el respeto, pero inermes, en el fondo, carentes del pulso emocional que debería haberlas orientado.
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