Para Miguel Cobo
Uno querría no importunar a la naturaleza. Ni atreverse a hacer algo que ella pueda sancionar. Cualquier tentativa que pretenda registrar su fulgor y su belleza no alcanza la locuacidad que ella misma ofrece. El que hombre le dice al pájaro que si le importa que escriba. Cualquier tentativa que anhele transcribir su ofrenda no alcanzaría la elocuencia con la que la naturaleza concurre. Ningún verso, por sublime que sea, por conmovedora o hermosa o profunda sea su restitución, rivaliza con el verso del aire cuando cimbra la fragilidad de un árbol. El árbol es el poema, su transcripción a palabras es inefable. Pero el poeta persevera en dar con la clave que imponga a la realidad la idea del árbol, la del aire combándolo, la de la tierra cortejándolo, y, sin embargo, uno no querría morir sin haber sido cántico de luz en la hondura de un bosque o pájaro ocupado en trazar un mapa de fe bajo la bóveda perfecta del alba, pero el paisaje es de la nieve y del barro y la tiniebla crece en mi boca como un ángel obsequiado de niebla. Uno querría no saber. Hacer que cunda la ignorancia, permitir que algo de la lluvia cuando cae cale y diga por nosotros lo que no entendemos. El botín de la realidad es la conciencia de que siempre acaba y la cuerda sobre el suelo cede para que el funámbulo se precipite. Y no entendemos los motivos de la caída cuando era tan gozoso el reto al aire.