5.4.25

Razón del canto


Para Miguel Cobo

Uno querría no importunar a la naturaleza. Ni atreverse a hacer algo que ella pueda sancionar. Cualquier tentativa que pretenda registrar su fulgor y su belleza no alcanza la locuacidad que ella misma ofrece. El que hombre le dice al pájaro que si le importa que escriba. Cualquier tentativa que anhele transcribir su ofrenda no alcanzaría la elocuencia con la que la naturaleza concurre. Ningún verso, por sublime que sea, por conmovedora o hermosa o profunda sea su restitución, rivaliza con el verso del aire cuando cimbra la fragilidad de un árbol. El árbol es el poema, su transcripción a palabras es inefable. Pero el poeta persevera en dar con la clave que imponga a la realidad la idea del árbol, la del aire combándolo, la de la tierra cortejándolo, y, sin embargo, uno no querría morir sin haber sido cántico de luz en la hondura de un bosque o pájaro ocupado en trazar un mapa de fe bajo la bóveda perfecta del alba, pero el paisaje es de la nieve y del barro y la tiniebla crece en mi boca como un ángel obsequiado de niebla. Uno querría  no saber. Hacer que cunda la ignorancia, permitir que algo de la lluvia cuando cae cale y diga por nosotros lo que no entendemos. El botín de la realidad es la conciencia de que siempre acaba y la cuerda sobre el suelo cede para que el funámbulo se precipite. Y no entendemos los motivos de la caída cuando era tan gozoso el reto al aire.  


4.4.25

Del mirar turbio

 Al mal a veces se lo jalea. Tiene más predicamento que su reverso, el bien. Lo bueno no tiene la misma consideración que lo malo, nunca la tuvo, estoy por decir que nunca la tendrá, pero quién sabe. Damos más oído al rumor que a la certeza. La verdad no cuenta, no da juego, se queda en un pequeña escaramuza, pero no entraña una aventura de verdad, una intriga, un no saber qué pasa, esa pesquisa dulce. Mientras que no escuchemos el fragor de la batalla, no hay batalla. Es solo una banda sonora. Incluso se parece a la de las películas. Dolby cinco punto uno. Pero no hace falta dramatizar al acudir a guerras y desmanes similares. Basta el trajín diario. Hay guerras pequeñitas que se libran en la calle y en la que no intervienen tanques ni gente uniformada con odio en los ojos. Por no haber, no hay ni soldados, pero que nadie dude de que caen las bombas y los muertos ocupan las zanjas. Son bombas que no hacen ruido y son muertos que no se descomponen. Todo muy arancelario, todo muy pecuniario. Es una guerra larvada, elíptica, inadvertida si no se aguza la atención, pero una vez que se está uno avisado y adiestrado, todo son bombas, todo son muertos. Leí que alguien se dedicó a grabar las imágenes de un accidente en lugar de socorrer a los accidentados. Leí que un descerebrado (qué podría ser, si no) abalanzaba su coche sobre una muchedumbre  Leí que había gente que moría en el mar sin ver ni la línea de costa. Pero leeremos que la gente no llega a fin de mes o que ni siquiera puede alcanzar la cima de una semana  


Ya nadie se turba, ni se azora, está incluso mal vista esa contención en los gestos, apenas cuenta, ni se precia. Antes era un signo de educación. Se tenía más cuanto mayor era el grado de solidaridad o de empatía, atributos de la dignidad del ser humano que no cuentan ahora como antaño, no sabe uno bien el porqué, en dónde torcimos la senda correcta, cómo permitimos esta anestesia moral que padecemos. Era un tipo de educación que se  adhería a cierta cívica manera de estar en el mundo a la que no se da ese prestigio hoy. Estamos muy hechos a contemplar el desquicio en derredor, es algo con lo que tratamos a diario y todo lo que está muy visto no asombra. Es esa condición de inmunidad la que más abunda. No nos afecta nada, no nos concierne nada. Lo peor es que nada nos conmueve. Da igual qué circunstancia se produzca y lo dramática que pueda ser: en cuanto se percibe obra la , se la convierte en material narrativo, en ficción, se le extrae su verosimilitud. Lo que hacemos es convertirnos en espectadores, casi agradecemos que no se nos cobre por asistir a esa representación. Se carece de pudor por inercia, también por cierta sobredosis icónica. La ficción, incluso la ficción más brutal, nos ha hecho considerar la realidad como una extensión suya. No vemos guerras cuando las relatan en los medios televisivos, sino escenas de película de guerra. Tenemos el ojo pervertido por la cantidad de imágenes violentas que le hemos obligado a procesar. Está corrompido el ojo, se lo come un cáncer, se atrofia, llegará un momento en que no vea, aunque reconozca los colores y el movimiento. Habrá que pensar cómo recuperar que mire limpio, sin que lo pierda la costumbre de que todo ande turbio y la mirada acabe borrosa. 

3.4.25

El camino largo

 




Creo que los poetas eluden entender la realidad. Manifiestan incógnitas, abren zanjas a las que caer, ofrecen extravíos. Como Cavafis en su célebre poema, ocultan los atajos, exhiben los caminos más largos. La travesía del poeta tiene una vocación de pérdida. El lector de poesía es un aventurero: sale al campo abierto sin brújula y sin arnés: es un valiente al que le interesa más perderse y no buscar afanosamente una salida que ir siempre bien guiado y divisar salidas al enigma, aunque prevalezca su misterio, la consistencia de su fragilidad. Probablemente la poesía nos aproxima más que ningún otro género literario a la vida. Hay una educación sentimental a la que la poesía, la alta, la limpia, la que más tozudamente nos hurga adentro, contribuye con más certero ahínco que la novela. " Un cuento no es una novela fracasada, no es la ficción que quedó sin completar". Esa apreciación la vertió Borges y la recoge la nota previa de "La lengua es fascista" (Huerga y Fierro editores, 2017) escrito por Juan Calabuig y Justo Serna, y que Juan ha querido que tenga. Las tramas novelescas emulan a la realidad, de alguna forma la duplican, la escudriñan, la abren a la busca de un significado válido que merme o cancele las incertidumbres de vivir, pero a la poesía no le interesa recrear la vida: lo que el hace es acometer el juego de intrigarla, sacrificando el cálido cobijo de la razón en beneficio del caos, de la pérdida, de la herida abierta por la que el lector muere y renace en un mismo verso. Y es verdad que los poetas renuncian a entender la vida: se pierden en la boscosa impostura del verbo, se alistan en el ejército de esa oscuridad de la que nacen después todas las luces posibles. Yo me contento al decirme a veces que no entiendo la realidad. Cómo podría. Por fortuna, se me escapa, se aleja conforme más creo arrimarme a ella. Acabo recomendando el libro al que aludo. En su lectura ando. Feliz, arremolinado de ficciones y de jardines de senderos que incansablemente se bifurcan y se bifurcan y se bifurcan... 

2.4.25

Como un abrazo de las nubes



Tomada como una contrariedad, la edad es siempre cosa de otros, no nuestra. La mía no se resiente si me la echan en cara. No es que la lleve bien, sino que ni se me ocurre llevarla mal. Lo que no tengo es conciencia de que todos esos años sean de mi propiedad. Algunos, los más antiguos, se me van descabalgando, adquieren la sustancia de la sombra, se afantasman, pero la memoria obra sus prodigios y extrae de ellos su parte hermosa, la que todavía cuenta. En realidad, no sé cuáles fueron de verdad míos. Andan algunos muy a la deriva. Como si otro los hubiese llevado encima, no yo. La felicidad es una propiedad prestada. Se tiene, se suelta, se aleja, regresa. Todo es bucle. Feliz bucle. Hasta en un solo día es posible comprobar esa montaña rusa formidable de estados de ánimo. Uno cumple años sin que intervenga la voluntad de hacerlo. Los años se persiguen, los días se acumulan. Qué jolgorio, qué precipitación de cosas, qué de alegrías y de penurias, qué bien, qué mal. No hay nada que nos distinga  de quien ayer era un día más joven. Al tiempo se le encomiendan las cosas que nosotros mismos no nos aventuramos a hacer, pero soy feliz hoy. El de ayer, festejado, fue un día bonito. Uno cumple años a veces sin percatarse de que los está cumpliendo, no sé si me explico. En esa comisión del tiempo, se congracia el espíritu con la incertidumbre, que es una forma de la felicidad. Y no saber y no querer que nos expliquen. Como una metafísica doméstica, sin pulir. Como un abrazo de las nubes. 

Razón del canto

Para Miguel Cobo Uno querría no importunar a la naturaleza. Ni atreverse a hacer algo que ella pueda sancionar. Cualquier tentativa que pret...