9.4.24

Elogio de un paisaje



El Guadalquivir desde mi azotea 


Uno le va teniendo sincero afecto a las cosas sencillas de las que antes prescindía. Quizá no sea solo el ingreso en una edad de más sereno asiento o el peso de la experiencia que se va amasando. Es también la certeza de que es en lo sencillo en donde verdaderamente reside la belleza. Todo ese barroco y a veces impostado repertorio de compañeros de viaje que el alma se va agenciando (cine sesudo, libros con mucho fuste intelectual) se dejan por el camino en favor de otros compañeros más livianos, útiles de igual forma, pero más transportables. Gana la sensación de que la felicidad es algo extremadamente asequible, pero insoportablemente pasajera. Y se obstina uno en aprehender con fiereza esos fragmentos de felicidad que a lo largo de los años escoltan nuestra manera de estar en el mundo. No es posible la felicidad entera y quizá sea bueno que no exista una durable, fiable, íntegra y pura. Se maneja mejor troceada, entregada fascicularmente. Y ayer, al mirar un lejano paisaje de verde y de azul, fijándome en la rutilante belleza de la tarde, caída como un milagro, ofrecida a mí como una especie de pequeño privilegio óptico, he pensado en algunas de las hermosas cosas buenas que he vivido y en cómo están ahí, a cubierto, tuteladas por mi (todavía) formidable memoria, disponibles al antojadizo capricho de mis deseos. Lo malo, el aleteo negro de los pájaros que no llamamos, no se me aparece cuando miro un paisaje tan hermoso, a su manera sencilla, como el de ayer tarde, abducido por el numen de lo frágil y de lo hermoso. 

1 comentario:

Anónimo dijo...

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