7.4.22

97/365 Moby Dick

 


I

Moby Dick es la respuesta a todos los salmos de la Biblia y es también una exégesis del héroe que busca en el triunfo sobre el monstruo la redención y la gloria. Moby Dick es un gigantesco poema sobre el mal. 


II

Que la ballena (el Maligno) sea blanca es una de las más pertubadoras evidencias de la naturaleza multivalente del argumento, que elude lo tenebroso, que privilegia la limpia y sanadora blancura como combativa oriflama del mal: el hombre a la caza del Diablo, el hombre sustituyendo la cruz por un arpón y navegando, como un alucinado, los mares del Señor para destripar sus pecados y ofrecerlos en íntimo sacrificio. ¿Novela teológica cosida a un argumento de éxito entre adolescentes? Pues claro, he aquí el misterio supremo: que las vestiduras casi nunca informan sobre la carne que tapan y todos (según acudan) vayan siendo cumplidamente abastecidos de milagros. De eso, al final, se trata. El capitán Ahab acude a la trama como un loco erudito, una especie de talibán de los mares que termina comido de venganza, perdiendo la mesura.


III

Moby Dick, releído anoche a trozos, a dentelladas líricas que diría mi amigo K., fascina por su condición de entretenimiento adolescente, aunque contenga ásperas disertaciones que distraen del cometido primero, que es contar, pero el desprevenido lector novicio, el que acude a la historia sin la contaminación enciclopédica, sin los lugares previsibles a los que le empuja el cine o las versiones en cómic o las adaptaciones hechas para el consumo y aprovechamiento escolar, se encuentra otra cosa. No es únicamente el odio de Ahab hacia la bestia que le mordió la pierna. Ahab reencarna el odio ciego, la naturaleza iracunda del ser humano, su terquedad en el mal, la tragedia como el único argumento posible. Incluso la tragedia por encima de la vida misma. Ismael, el narrador, en cambio, simboliza la ecuanimidad, el registro atropellado (sí) pero fiel de las causas y de los azares. Da, además, una clase magistral de zoología embutida en un divertimento épico, en un artefacto literario capaz de conducirnos (sin que sintamos la responsabilidad del contenido, sin aturdirnos en la densidad del trayecto) por los laberintos más sórdidos del alma humana. Como si fuese literatura rusa del diecinueve. Como si Chesterton mismo, aparcando al Padre Brown, sometiese a su criterio cristiano la fórmula mágica de la novela de aventuras total y nos contase, a pie de chimenea victoriana, calzado con unas pantuflas de pelo grueso y fumando una pipa colosal, que la ballena, en realidad, era un fantasma. Que todo lo que Melville nos contó en su maravillosa novela era un episodio de fantasmas. Sin castillos. Sin voces.



IV

Ahab, el colérico, el vengativo, es un fantasma también: no es de este mundo de vivos, está muerto, pasea su cojera por la cubierta del barco y entra en las tabernas para contar su desgracia y perderse en la bruma de los otros, pero no posee vida dentro, está vacío. Le corrompe la perversión porque su búsqueda de la ballena blanca tiene algo de retorcimiento, de saqueo de la razón a favor de la barbarie más elemental y, por tanto, primitiva.


V

Moby Dick habla también de Dios y después de un par de lecturas (una inapropiada, adolescente, incompleta y otra ya adulta y enriquecedora) todavía me pregunto cómo es posible que una novela de aventuras (así se vende, así se conoce) contenga un salmo como éste, indague en el alma como otras que, en apariencia, exhiben un mayor fuste moral.



VI

El otro día, bien acodados en la barra de un bar, le recomendaba yo a un buen amigo que no viese la película de John Huston, la protagonizada por Gregory Peck, sin antes haber pasado por el libro. Adujo que las novelas le daban pánico. Que hacía años que no disfrutaba leía ninguna, que no recordaba placer alguno en el acto íntimo de leer. Entendí que no podía retirar de su pensamiento esa idea sostenida durante años del libro como un objeto hostil. No sé cómo podríamos vender Moby Dick a quien todavía no ha leído nada, con qué argucias inocular el veneno de la lectura. Hay demasiados obstáculos que malogran esa voluntad de los que leemos para que lo hagan quienes no lo hacen. Tampoco sé si ese empeño, a estas alturas del vértigo que nos devasta, es legítimo. En las escuelas sí, al menos. No pondré yo una edición de Moby Dick en la biblioteca de mi aula, muy surtida y variada ya, pero es posible que imprima la ilustración que preside este escrito reelaborado y la cuelgue de alguna pared, junto a las láminas que acompañan al temario de Lengua o de Conocimiento del Medio. Verán a Ahab a diario enfrentarse a su ballena blanca. Tendrán la sensación de que la intriga y la aventura y el temblor (incluso cierto temblor de naturaleza religiosa) están ahí, exhibidos como si fuese un anuncio de una película. Y caerán con los años y se irán con el capitán  por los mares del alma.



VII

El Pequod sigue navegando cerca de las costas del Japón o el Pequod zarpando de Nantucket. Y Ahab, el inmortal, en la proa, desafiando a Dios. Porque todo la historia de Moby Dick es justamente eso: la violencia del hombre contra su creador, la dureza de vivir sin algunas de las certidumbres que da saberse salvado y esperar un cielo o hasta un infierno. El capitán Ahab es uno de los personajes fundamentales de la literatura universal. No creo que haya sido lo suficientemente valorado. El Pequod me hace pensar en el Nostromo. Melville y Conrad. El corazón de las tinieblas partido en dos historias antológicas. Esta noche (por tercera vez) comienzo a leer de nuevo Moby Dick. Esta entrada (repetida en cierto modo) es el introito. 

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