6.4.22

96/365 Egon Schiele


Egon quería hacer cien retratos de Gertrud. Hay hermanos que juegan a que uno pinta y otro se deja pintar. No está más obsesionado el que mueve el pincel y se inclina en el lienzo que el paciente objeto de la creación. Todavía no se ha hecho un estudio en profundidad sobre los modelos. Fascina su quietud inverosímil o cree uno que están reposados y en realidad no es así y se mueven y hablan sobre lo que hicieron antes de llegar al estudio y lo que harán cuando lo abandonen. Es el pintor el que tiene una idea del modelo, una que después interroga y pervierte, hasta que extrae las líneas que desea, las del cuerpo como un paisaje, las de la cara (Schiele hizo cientos de retratos) como un libro. Hay retratos que cuentan una historia. Detrás del pintor y del modelo está el observador. Hay uno dentro de cada cuadro. No es sólo que haya que saber mirar, no basta con haber sido educado en ese actividad, la de apreciar cualquier tipo de belleza. También está la tensión emocional, cierta zozobra útil de la que uno sale a tientas, sin saber bien si ha salido del todo o continúa ahí adentro, en el cuadro, cuestionándose dónde empezó a discurrir el pincel o cuanto tardó en acabarse o si a la modelo le pareció razonable el parecido. Yo creo que cada pintor tiene el cuadro en la cabeza antes de garabatear las primeras líneas. Lo restituye a sabiendas de que sólo está siguiendo unas órdenes, pero las tiene sólo él, únicamente a él le incumben; hasta pueden que difieran del original y nadie se percate de a quién ha registrado en el cuadro. Quizá escribir sea también cumplir un mandato, dejar que las palabras se vuelquen y aliviar un poco el espacio que ocupaban dentro. El arte es un desahogo enorme.


Egon Schiele fue un alma en continua fractura. Pedazos suyos que se recomponían y volvían más tarde a quebrarse. El hecho de que se empujara a buscar alguna especie de desnudo perfecto no obedecía a ningún patrón fiable. El cuerpo ya estaba desolado en su cabeza. El expresionismo es una tentativa rota. Toda la pintura tiene esa ocupación de lo frágil o de lo fugaz que el ojo retiene y da el sentido del que la misma pintura carece. De Klimt, de su excéntrico arrebato, Schiele extrajo la obediencia a un deseo y el fragor privado de que la figura humana, el desnudo femenino sobre todo, resultara agresiva, de un patetismo pornográfico. Esa distorsión es el antagonismo a la severidad clásica. Schiele usa el sexo para explicar el alma. La extrema delgadez de sus modelos y la perseverancia en prevalecer la línea arriesgada y retorcida. Como un alambique natural. Como el sueño de un contorsionista. No recurre a ningún fondo: es el cuerpo el único paisaje, él lo contiene todo, él lo dice todo. Los 24 días de cárcel que se le impuso al declararle culpable de corrupción de menores lo agitó de un modo extraordinario: se le reprendía públicamente la naturaleza inconveniente de sus dibujos, toda esa procacidad de sus modelos y la contratación de adolescentes para los posados artísticos. Me castigan por decirles cómo son y son ellos los que se dañan, podría haber dicho. En realidad, su voracidad pictórica se crece con esa adversidad penitenciaria. Su erotismo se hace más geométrico. Lo explícito de sus desnudos se enturbia, se cubre de tragedia. Sólo se aparta de ellos cuando realiza autorretratos. Hace más de cien. La compasión (cierto afecto, algún resto de bondad) los rebaja de la tensión del resto de su obra: son menos atormentados, hay una distorsión aceptable, hasta contienen una brizna de contenida belleza. Lo demás es melancolía, es desintegración, es enfermedad. El lenguaje corporal de sus personajes es de una ambigüedad desconcertante. Cuanto más rotos parecen, más cerca los creemos. No sabemos si Schiele leyó la historia del insecto Samsa de su convecino Franz Kafka. El pintor murió tres años después de que se publicara La metamorfosis. Es más fácil pensar que fuera Kafka el que mirara con sus ojos pequeños las exposiciones de Schiele. Soledad, angustia, muerte: probablemente la semántica de los dos artistas convergiera en esa triada de motivos. Los dos eran obsesivos, los dos eran sensibles. Quizá la sensibilidad (la excesiva, no una cantidad manejable y prudente) contenga un punto de deterioro mental que aboque a cierto tipo de consentida destrucción personal. La realidad no favoreció que la personalidad de Egon fuese más extrovertida: un padre enfermo de sífilis al que adoraba, la ruina económica de una familia otrora adinerada, la desaprobación familiar de que se dedicara a pintar y, sobre todo, un más que posible incesto con una hermana menor lo abocaron al delirio más idóneo para que la pintura lo liberase de cualquier tormento. Tampoco se podría asegurar eso. Ni él pintaría para redimirse. Bien al contrario, sus trabajos lo postraban más, hacían de él un individuo más introspectivo, un ser más vulnerable. 




La gripe llamada española hace que su mujer, embarazada de seis meses, fallezca. Él la sigue días después. Tiene 28 años. Deja a las colecciones privadas y a las pinacotecas unas cuatrocientas pinturas al óleo y casi tres mil dibujos y acuarelas. Desnudos, autorretratos, algunos adolescentes paisajes. No hay mujeres, ni hombres: son figuras, cuerpos. No hay rostros masculinos o femeninos: son esbozos de una cara. Por encima de todo, Schiele es el pintor de esos cuerpos desnudos y demacrados, de sexualidad ofrecida, pero a la que se le ha retirado cualquier intención exhibicionista: no hay pornografía si no hay excitación. Es el ser humano el que se muestra, en su carnalidad, en su podredumbre, en su fealdad incluso. El ojo no se satisface, no hay arrobo lúbrico. El cuerpo contiene al alma. Se ve a poco que uno se fija. El alma es la retratada. Más que una intención estética, Schiele plantea (no sé si con voluntad, con conciencia de ese hecho) un propósito moral, un ajuste de cuentas, un alivio para que el espíritu no se duela en demasía. 



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