8.9.20

Pandemia y escuela

Lo que de verdad hace decaer el ánimo en la comunidad educativa (maestros, alumnos, padres) no es que abran las escuelas sin haber atendido con previsión y eficacia las más elementales medidas de cautela (no lo son la ratio desmesurada y la escasez de profesorado) sino la sensación de que se nos deja a expensas de la incertidumbre y, de camino, ofrecidos como sacrificio a la miseria y a la tragedia de la enfermedad. Empezamos en breve un curso extraño. Creímos que la experiencia del último trimestre del anterior haría que las autoridades se esmeraran y dieran de sí lo que se les exige, nada del otro mundo, si me permiten. Cualquiera coincidiría en ese deseo del gremio de los maestros apoyado sin fisuras por los padres, que no están siempre en contra y entienden que el bienestar del profesorado y de la escuela es, al tiempo, el de sus hijos, expuestos, parte también de esta reclamación legítima. Las escuelas (sé de la mía) hace cuanto puede y procura que todo discurra con normalidad (qué pronto se pierde el significado de las palabras) y con cordura. A lo mejor todo iría mejor rodado si el montante extraído del PIB fuese más holgado, no ese pobre 4% que no da para mucho. Así que este desquicio no es únicamente consecuencia de una situación anómala (la pandemia) sino extensión de un proceder enquistado en el tejido orgánico de la misma Educación (año tras año, ley educativa tras ley educativa, que ha sido siempre un ministerio poco laureado, del que se sospecha (más que en el que se confía) y, por añadidura, ocupado por un gremio de obreros (qué somos, al fin y al cabo) que viven en la holganza y tienen su sueldecito a final de mes. Hay que cambiar muchas cosas para que los colegios sean edificios nobles, en los que se note a simple vista el mimo que les dedica el Padre Estado. A la vista de lo conocido, siguen siendo (unos más que otros) calamitosos, pequeños, dotados con tacaña generosidad. Que hacen falta más maestros. Que la escuela es la brújula que indique la dirección hacia la que avanza una sociedad. Que este marasmo de ahora, en su gravedad, ha enseñado las vergüenzas del sistema, ha hecho visibles las penurias y ha delatado la dejación de unos y de otros hasta el momento Covid, el actual, que sólo ha venido a señalar los rotos y meter indecentemente el dedo y hacerlo más grande. Con todo, hay cosas que funcionan, cómo no. No solo se envalentona el profesorado, que siempre está disponible y saca voluntad de donde a veces no queda, sino esa misma sociedad, que tal vez a partir de ahora empiece a comprender la importancia del magisterio como oficio y la de la enseñanza como vehículo de progreso. Será eso: que no hay tal progreso y seguimos yendo a ciegas o a tientas, probando una y otra vez, a la espera de que por una vez se encienda la luz y dure su brillo. No es tampoco que las autoridades hagan mal su trabajo (es cosa de opinar, prueben): hay una inercia, una costumbre. Hubo tantos que la menoscabaron que la educación necesitará el arrimo de todos para que de una vez adquiera su lugar en el hipotético ranking de conceptos consolidados, aceptados por todos, preservados por todos, del que sentirse orgullosos. Ese es el camino: lo del bicho esa anécdota, la más cruel, pero anécdota.  Si no creemos que es cosa de todos no será de nadie.

1 comentario:

eli mendez dijo...

Adhiero a sus palabras absolutamente, soy docente y en mi pais sucede exactamente lo mismo...una vergüenza

De todo lo visible y lo invisible

  No sabe uno nunca cómo lo miran los demás, cree tener una idea aproximada, maneja cierta información más o menos fiable, pero no hay forma...