25.9.20

Matamos poetas

 




En su origen (son varios y he escogido uno conveniente) la poesía era un recado de la voz. El poeta era un sacerdote dentro de la tribu: se le atribuían cualidades mágicas, estaba en conversación con la divinidad o con las muchas divinidades y traducía al desavisado o al ignorante la música de las estrellas, el ritmo de las palabras, las historias con las que el hombre se reconcilia con el cosmos y consigo mismo. No es únicamente su elocuencia, el hecho de que haga aflorar un sentimiento secreto, una especie de convicción íntima de que podemos entender la manera en que las cosas se ensamblan y avanzan, aunque esa epifanía decaiga (no puede mantenerse, no es materia perdurable) y percibamos que volvemos a sentirnos huérfanos, desabastecidos de esa claridad que nos faculta para comprender el mundo. No hace falta comprenderlo, dirán algunos: basta con usarlo. La vida es a veces un objeto de consumo, una hamburguesa espectacular (comida rápida, veneno inmediato) que entra por los ojos y se zampa con hambre, como si no hubiese nada más que echarse a la boca una vez que le damos el último bocado. La poesía es un artefacto raro, a pesar de todo. Hay quien la confina al empalago, cosa relamida, dulce hasta el desmayo sináptico. Han debido tener una educación lírica pobre o se ha corrompido el gusto por la belleza por ingesta masiva de otras distracciones de fuste menos noble. Porque la poesía es noble, no hay nada suyo que no surta (bien aplicada) un efecto lenitivo del dolor o del fracaso. Ablanda el seso disperso y lo predispone al asombro metafórico, que es (como bien sabe el docto en estos preliminares) el ingrediente indispensable de cualquier desplazamiento cognitivo, sea pensamiento profundo o liviano o banal. De ahí a matar a los poetas hay un trecho caudaloso, pero hay quien no cree que sean sujetos imprescindibles en la construcción de una sociedad armoniosa. Cuando los poetas escasean (o trágicamente faltan) el mundo es menos musical o es menos festivo. Los pueblos sin poetas acaban mercantilizándose (hasta los que los tienen lo hacen) adheridos a esa facción del progreso que consiste en hacer con todo caja y medrar a destajo sin que pueda ser ni siquiera considerado el disfrute sencillo de lo que no espera nada, una brizna de felicidad tan solo, un arrimo de lujuria semántica o estética. De ahí a matar poetas hay un trecho, pero es aceptado que el exterminio de los bardos produce cierto efecto en el pueblo: el de extirpar la imaginación o la de confinarla a un lugar vigilado, estrictamente funcionarial, siempre disponible por la casta regente. También habría que prevenirse contra la poesía mala de rotundidad, la que se regodea en el ripio, la insulsa y hueca, la que se complace en no ahondar y quedarse en la superficie quemada de las palabras, la que no dice nada o lo poco que dice abochorna y hace desconfiar de que exista una poesía buena, menos premiada a veces, que va tímidamente por su camino, ganando secretos adeptos, como una cosecha privada de flores de verdad exquisita. En fin, esa es otra historia. Matar es un verbo serio. No entra que el humor lo reclute y haga chanza de lo que no debe. 

La fotografía que ilustra el texto es terrible, terrible y verdadera también.; hace pensar en Federico García Lorca, en Miguel Hernández, en Víctor Jara y en todos los poetas que también cayeron por el desquicio de quienes creyeron que su oficio (escribir) atentaba contra alguna de sus desquiciadas ideologías. Hay sicarios que matan amas de casa o funcionarios del departamento de Hacienda o poetas de verbena de barrio. Que se haga a domicilio certifica cierta idoneidad del ejecutor: no necesita urdir un plan trabajado, seguir al sentenciado, acorralarlo en un callejón y descerrajarle dos tiros o rebanarle el pescuezo. Se puede ir a casa, llamar a la puerta y proceder con la impunidad habitual, sin que nadie ponga más tarde el grito en el cielo. Algo habrá hecho, tendría alguna cuenta pendiente, dirán los vecinos, los desavisados.  A veces sucede que se encuentran motivos cuando no los hay. Los muertos despiertan esa narrativa impostada y cruel. Al poeta se le quita de en medio por hacer lo que nadie más hace: contar con los instrumentos de la belleza la ruindad de la realidad o por abrazar la libertad y expandirla como el que abre la ventana y deja que se vuelen todas las palabras que ha ido pensando antes de asomarse. La aberración no es insólita: ha venido sucediendo, no es descartable que volverá a pasar. Un poeta, si se le mata, muere continuamente. También un periodista. Es la palabra la que no se extingue: planea, se difunde, alcanza donde antes tal vez incluso no llegara. Aquí pienso en la idea de mártir, que ha preconizado la sostenibilidad de las religiones y levantado la épica de los discursos que esgrimen. Nuevos brazos y nueva piernas crezcan en la carne talada, escribió el poeta. Las palabras tienen esa virtud: no se arredran, conmueven a pesar del tiempo y de las fosas comunes, alcanza su cénit cuando se pronuncian o cuando se leen, en el momento en que el poeta habla de nuevo. A pesar de que lo mataran, sigue teniendo voz.



3 comentarios:

eli mendez dijo...

Esta vez solo diré que coincido totalmente, que es una terrible pero a la vez preciosa entrada y que ojala nunca se acallen las voces de todos aquellos que quieren expresar un sentir u opinión y siempre exista en todos los ligares del mundo esa posibilidad. Saludos y buen domingo.

Emilio Calvo de Mora dijo...

Eli, como siempre, gracias por entrar por aquí y leer...

Unknown dijo...

Os Petas deram.srmpre extremamente necessários

Un aforismo antes del almuerzo

 Leve tumulto el de la sangre, aunque dure una vida entera su tráfago invisible.